El libro del cementerio (4 page)

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantasia, Infantil-Juvenil

BOOK: El libro del cementerio
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Por otra parte, en la pequeña ciudad situada al pie de la colina, la mala sangre del hombre Jack se exacerbaba por momentos. Llevaba mucho tiempo esperando a que llegara aquella noche; suponía la culminación de muchos meses, años de trabajo. Fue tan fácil al principio… Liquidó a tres personas sin que emitieran ni un solo grito. Pero después…

Después se torció todo. ¿Por qué demonios fue colina arriba cuando era obvio que el niño había huido en dirección contraria? Para cuando llegó al pie de la colina, el rastro se había evaporado. Alguien debía de haber encontrado al bebé y, seguramente, se lo había llevado a su casa. No había otra explicación posible.

De repente se oyó el retumbar de un trueno y se puso a llover a cántaros. El hombre Jack era un tipo metódico, así que empezó a planear su próximo movimiento: antes de nada llamaría a algunos de los conocidos que tenía en la ciudad; ellos serían sus ojos y sus oídos.

No tenía por qué comunicar su fracaso a la asamblea.

Y además, se dijo, mientras se demoraba bajo el toldo de una tienda para resguardarse un poco de la lluvia matutina, él no había fracasado. Todavía no… Por muchos años que pasaran. Tenía mucho tiempo; tiempo para atar bien atado el cabo que había quedado suelto; tiempo paracortar el último hilo.

Fue necesario que oyera las sirenas de un coche de la policía, viera un vehículo policial, una ambulancia y un coche de la secreta, cuyas alarmas sonaban a todo trapo, para que se levantara el cuello del abrigo, enterrara el rostro en él y se perdiera por las callejuelas de la ciudad. Llevaba el puñal en el bolsillo, guardadito en su funda, bien protegido de la inclemencia de los elementos.

Capítulo2

Una nueva amiga

Nadie era un niño callado, de ojos grises y abundante cabello, de tono parduzco, siempre alborotado. En general era obediente. Pero tan pronto como aprendió a hablar, acosó a los habitantes del cementerio con toda clase de preguntas: «¿Por qué no puedo salir de aquí?», «¿cómo se hace eso que ha hacido él?», «¿quién vive aquí?». Los adultos trataban de respondérselas, pero las respuestas eran evasivas, confusas o contradictorias, y entonces Nad bajaba hasta la vieja iglesia para hablar con Silas.

Cuando Silas despertaba al caer el sol, se lo encontraba allí, esperándolo.

Siempre podía contar con su tutor para que le explicara las cosas de forma clara y precisa y con la sencillez suficiente para entenderlas:

—No puedes salir del cementerio porque sólo dentro de él somos capaces de protegerte (y, por cierto, se dice «hecho», en vez de «hacido»). Es aquí donde vives y donde también vive la gente que te quiere y se preocupa por ti. Fuera de él no estarías a salvo. Al menos, de momento.

—Pero tú sí sales. Sales todas las noches.

—Yo soy infinitamente más viejo que tú, amiguito. Y puedo ir a cualquier parte sin tener que preocuparme de nada.

—Y yo también.

—Ojalá fuera eso cierto. Pero sólo estarás seguro si te quedas aquí.

O bien le decía:

—¿Qué cómo se hace eso?

—Verás, hay ciertas habilidades que se adquieren por medio del estudio, otras con la práctica, y otras con el tiempo. Seguramente, no tardarás mucho en dominar las técnicas de la Desaparición, del Deslizamiento y la de Caminar en Sueños. Pero hay otras facultades que no están al alcance de los vivos, y, para desarrollarlas, tendrás que esperar un poco más. Sin embargo, estoy completamente convencido de que, a la larga, hasta ésas acabarás por dominarlas.

»En cualquier caso, te concedieron la ciudadanía honorífica, de modo que estás bajo la protección del cementerio. Mientras permanezcas dentro de sus límites, podrás ver en la oscuridad, moverte con libertad por lugares que, normalmente, les están vetados a los vivos, y serás invisible a los ojos de éstos. A mí también me otorgaron esa distinción, aunque en mi caso el único privilegio que lleva asociado es el derecho a residir en el cementerio.

—Yo de mayor quiero ser como tú —dijo Nad tirándose del labio inferior.

—No replicó rotundamente Silas. No quieres ser como yo.

O bien le preguntaba:

—¿Quieres saber quién está enterrado ahí? Pues mira, fíjate, normalmente está escrito en la lápida. ¿Sabes leer? ¿Te han enseñado el alfabeto ya?

¿El
alfaque
?

—Silas negó con la cabeza, pero no dijo nada. Los señores Owens no tuvieron ocasión de aprender a leer con fluidez cuando estaban vivos y, además, en el cementerio no había cartillas de lectura.

A la noche siguiente, Silas se presentó en la acogedora tumba de los Owens con tres libros de gran tamaño dos cartillas de lectura con las letras impresas en colores muy vivos (A de Árbol, B de Barco) y un ejemplar de El gato Garabato. También llevaba papel y un estuche con lápices de colores. Y con todo ese material, se llevó a Nad a dar un paseo por el cementerio. De vez en cuando, se agachaban junto a alguna de las lápidas más nuevas, y Silas colocaba los dedos de Nad sobre las inscripciones grabadas en la piedra y le enseñaba a reconocer las letras del alfabeto, empezando por la puntiaguda A mayúscula.

Luego le impuso una tarea: localizar todas y cada una de las letras que componen el alfabeto en las lápidas del cementerio. Y Nad, muy contento, logró completarla gracias al descubrimiento de la lápida de Ezekiel Ulmsley, situada sobre un nicho en uno de los laterales de la vieja capilla. Su tutor quedó muy satisfecho.

Todos los días Nad cogía el papel y los lápices y paseaba entre las tumbas, copiando con esmero los nombres, palabras y números grabados en las lápidas y, por las noches, antes de que Silas abandonara el cementerio, le pedía a su tutor que le explicara el significado de lo que había escrito, y le hacía traducir los fragmentos en latín, pues los Owens tampoco los entendían.

Aquél era un día de primavera muy soleado; los abejorros zumbaban entre las aulagas y los jacintos silvestres que crecían en un rincón del cementerio, mientras Nad, tumbado en la hierba, observaba las idas y venidas de un escarabajo que correteaba por la lápida de George Reeder, su esposa Dorcas y su hijo Sebastian, (Fidelis ad mortem). El niño había terminado de copiar la inscripción y estaba absorto observando al escarabajo cuando oyó una voz que decía:

—Hola. ¿Qué estás haciendo? Alzó la vista y vio que había alguien detrás de la mata de aulagas.

—Nada —replicó Nad, y le sacó la lengua.

Por un momento, la cara que se veía por entre las aulagas se transformó en una especie de basilisco de ojos desorbitados que también le sacaba la lengua, pero enseguida volvió a adoptar la apariencia de una niña.

—¡Increíble! —exclamó Nad, visiblemente impresionado.

—Pues sé poner caras mucho mejores. Mira ésta —dijo la niña, y estiró la nariz hacia arriba con un dedo mientras sonreía de oreja a oreja, entornaba los ojos e hinchaba los mofletes—. ¿Quién soy?

—No sé.

—Un cerdo, tonto.

—¡Ah! —exclamó Nad, y preguntó—. ¿Cómo en C de Cerdo? Pues claro. Espera un momento.

La niña salió de detrás de las aulagas y se le acercó; Nad se puso en pie para recibirla. Era un poco mayor que él, algo más alta, y los colores de su ropa eran muy llamativos: amarillo, rosa y naranja. En cambio, Nad, envuelto en su humilde sábana, se sintió incómodo con su aspecto gris y desaliñado.

—¿Cuántos años tienes? —quiso saber la niña—.¿Qué haces aquí? ¿Vives aquí? ¿Cómo te llamas?

—No lo sé respondió Nad.

—¿No sabes cuál es tu nombre? ¡Cómo no vas a saberlo! Todo el mundo sabe cómo se llama. Trolero.

—Sé perfectamente cómo me llamo y también sé lo que estoy haciendo aquí. Lo que no sé es eso último que has dicho.

—¿Los años que tienes? —Nad asintió.

—A ver —dijo la niña—, ¿cuántos tenías en tu último cumpleaños?

—No sé. Nunca he tenido cumpleaños.

—Todo el mundo tiene cumpleaños. ¿Me estás diciendo que nunca has apagado las velas, ni te han regalado una tarta y todo eso? —Nad negó con la cabeza. La niña lo miró con ternura.

—Pobrecito, qué pena. Yo tengo cinco años, y seguro que tú también.

Nad asintió con entusiasmo. No tenía la más mínima intención de discutir con su nueva amiga; su compañía lo reconfortaba.

Le dijo que se llamaba Scarlett Amber Perkins, y que vivía en un piso que no tenía jardín. Su madre estaba sentada en un banco al pie de la colina, leyendo una revista, y le había dicho a Scarlett que debía estar de vuelta en media hora para hacer un poco de ejercicio, y no meterse en líos ni hablar con desconocidos.

—Yo soy un desconocido —dijo Nad.

—No, qué va —replicó ella sin vacilar—. Eres un niño. Y además eres mi amigo, así que no puedes ser un desconocido.

Nad no sonreía mucho, pero en aquel momento sonrió de oreja a oreja y con verdadera alegría.

—Sí, soy tu amigo.

—¿Y cómo te llamas?

—Nad. De Nadie.

La niña se echó a reír y comentó:

—Qué nombre tan raro. ¿Y qué estabas haciendo?

—Letras. Estoy copiando las letras de las lápidas.

—¿Me dejas que te ayude?

En un primer momento, Nad sintió el impulso de negarse, eran sus lápidas, ¿no?, pero enseguida se dio cuenta de que era una tontería, y pensó que hay cosas que pueden resultar más divertidas si se hacen a la luz del día y con un amigo. Así que dijo:

—Vale.

Se pusieron a copiar los nombres que había en las lápidas; Scarlett le enseñaba a Nad a pronunciar las palabras y los nombres que no conocía, y él le enseñaba a su nueva amiga lo que significaban las palabras que estaban en latín, aunque sólo sabía algunas de ellas.

Perdieron la noción del tiempo y les pareció que no había pasado ni un minuto cuando oyeron una voz que gritaba:

—«¡Scarlett!».

La niña le devolvió rápidamente los lápices y el papel.

—Tengo que irme —le dijo.

—Nos veremos otro día replicó Nad. Porque volveremos a vernos, ¿verdad?

—¿Dónde vives? —preguntó ella.

—Pues, aquí respondió Nad, y se quedó mirándola mientras se alejaba corriendo colina abajo.

De camino a casa, Scarlett le contó a su madre que había conocido a un niño que se llamaba Nad y vivía en el cementerio, y que había estado jugando con él; por la noche, la mamá de Scarlett se lo contó al papá de Scarlett, y él le dijo que, según tenía entendido, era bastante habitual que los niños de esa edad se inventaran amigos imaginarios, y que no tenía de qué preocuparse, y que eran muy afortunados por el hecho de tener una reserva natural tan cerca de su casa.

Excepto en aquel primer encuentro, Scarlett no volvió a ver a Nad sin que él la descubriera primero. Los días que no llovía, su padre o su madre la llevaban al cementerio, y quien fuera que la acompañara se sentaba en un banco a leer mientras ella correteaba por el sendero, alegrando el paisaje con sus vistosas ropas de color verde fosforito, o naranja, o rosa. Después, más temprano que tarde, se encontraba ante una carita de expresión muy seria y ojos grises que, bajo una mata de cabello parduzco y alborotado, la miraban fijamente y, entonces, Nad y ella se ponían a jugar; jugaban al escondite, o a trepar por ahí, o a observar discretamente a los conejos que había detrás de la vieja iglesia.

Nad le presentó a Scarlett a algunos de sus otros amigos, aunque a la niña no parecía importarle el hecho de no verlos. Sus padres le habían insistido tanto con eso de que Nad era un niño imaginario, pero que no pasaba absolutamente nada porque tuviera un amigo de ese tipo (incluso los primeros días su madre se empeñaba en poner en la mesa un cubierto más, para Nad), que a Scarlett le pareció de lo más normal que el niño tuviera sus propios amigos imaginarios. Él se encargaba de transmitirle lo que éstos comentaban.

—Bartelmy dice que si por un acaso habéis metido la testa en jugo de ciruelas —decía.

—Pues lo mismo le digo. ¿Y por qué habla de esa forma tan rara? ¿Qué dice de una cesta? Yo no tengo ninguna cesta.

—Testa, no cesta. Quiere decir la cabeza le explicó Nad. Y no habla raro, es que es de otra época. Entonces hablaban así.

Scarlett estaba encantada. Era una niña muy lista que pasaba demasiado tiempo sola. Su madre era profesora de lengua y literatura para una universidad a distancia, por lo que no conocía personalmente a ninguno de sus alumnos, que le enviaban sus trabajos por correo electrónico. Ella los corregía y se los devolvía por correo electrónico también, felicitándolos cuando lo hacían bien, o indicándoles lo que debían mejorar. Por su parte, el padre de Scarlett era profesor de física de partículas; el problema, le explicó a Nad, era que había demasiada gente que quería enseñar física de partículas y muy pocos interesados en aprenderla, y por eso, ellos se pasaban la vida mudándose de una ciudad a otra, porque siempre que su padre aceptaba un trabajo nuevo confiaba en que acabarían dándole una plaza fija, pero al final nunca se la concedían.

—¿Qué es eso de la física de partículas? —le preguntó Nad.

Scarlett se encogió de hombros y replicó:

—Pues, verás… Están los átomos, que son unas cositas tan pequeñas, tan pequeñas que no se pueden ver, y que es de lo que estamos hechos, ¿no? Pero, además, hay cosas que son todavía más pequeñas que los átomos, y eso es la física de partículas.

Nad asintió y llegó a la conclusión de que al padre de Scarlett debían de interesarle las cosas imaginarias.

Todas las tardes, ambos niños paseaban juntos por el cementerio, iban pasando un dedo por las letras grabadas en las lápidas para descifrar las palabras allí escritas y, a continuación, las copiaban en el papel. Nad le contaba a Scarlett lo que sabía de la gente que habitaba cada tumba o mausoleo, y ella le explicaba cuentos, o le hablaba del mundo que había más allá de la verja del cementerio: los coches, los autobuses, la televisión, los aviones (Nad los había visto volar por el cielo y creía que eran unos pájaros de plata que hacían mucho ruido, pero hasta ese momento no había sentido la menor curiosidad por saber algo más de ellos). El niño, por su parte, también le contaba cosas sobre las distintas épocas en que habían vivido las personas que estaban enterradas en aquellas tumbas; le habló, por ejemplo, de Sebastian Reeder que había estado una vez en Londres y había visto a la reina; ésta era una señora gorda con gorro de piel que miraba a todo el mundo por encima del hombro y no hablaba inglés.

Sebastián Reeder no se acordaba ya de qué reina era la que había visto, pero le parecía recordar que no había reinado mucho tiempo.

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