El libro del cementerio (8 page)

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantasia, Infantil-Juvenil

BOOK: El libro del cementerio
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—¿Dónde está el perro? —preguntó el duque de Westminster.

—¿El perro? No sé. Andará por aquí. Aunque yo no huelo a perro, propiamente dicho replicó el obispo de Bath y Wells.

—Por si no lo recuerda, Su Ilustrísima tampoco olía este cementerio —dijo el honorable Archibald Fitzhugh—. No es más que un perro.

Los tres a una se bajaron de la tapia de un salto, y echaron a correr hacia la puerta de los
ghouls
, usando tanto los brazos como las piernas para impulsarse.

Al llegar a la tumba, junto al árbol partido por el rayo, se detuvieron.

—Pero ¿qué es esto que tenemos aquí? —preguntó el obispo de Bath y Wells.

—Sapristi! —exclamó el duque de Westminster.

En ese mismo instante Nad despertó.

—Al ver aquellos tres rostros enjutos y apergaminados, pensó que tenía delante tres momias humanas, pero sus rasgos se movían y parecían muy interesados en él: los sonrientes labios dejaban al descubierto unos dientes mugrientos y afilados, ojos pequeños y brillantes, y una zarpa que se movía y tamborileaba.

—¿Quiénes sois? —inquirió Nad.

—Somos —contestó una de las criaturas (Nad reparó en que no eran mucho más altos que él)—, gente muy principal, eso es. Éste es el duque de Westminster.

El más alto de los tres lo saludó con una inclinación de cabeza, y dijo:

—Tanto gusto.

—Y este de aquí es el obispo de Bath y Wells —continuó con las presentaciones el primero. El aludido, que sonreía mostrando sus afilados dientes y dejando colgar su larguísima y puntiaguda lengua, no tenía nada que ver con la idea que Nad se había hecho de lo que era un obispo; tenía la piel moteada y una mancha alrededor de uno de los ojos, lo que le daba cierto aire de pirata…

—Y yo tengo el honor de ser el honorable Archibald Fitzhugh. Para servirlo.

Las tres criaturas se inclinaron a un tiempo. Entonces el obispo de Bath y Wells dijo:

—Y bien, mozalbete, ¿qué es lo que te pasa? Y nada de trolas, recuerda que estás hablando con un obispo.

—Sí, dinos qué te pasa, cuéntanoslo —dijeron al unísono los otros dos.

De modo que Nad se lo contó. Les dijo que nadie quería jugar con él, que nadie le hacía caso, y que hasta su tutor lo había abandonado.

—¡Será posible! —exclamó el duque de Westminster al tiempo que se rascaba la nariz (una especie de pellejo que le rodeaba las fosas nasales)—. Lo que tienes que hacer es irte a otro lugar donde la gente sepa apreciarte.

—Pues no sé adonde —respondió Nad—. Además, no puedo salir del cementerio.

—Conozco un lugar en el que harás muchos amigos y todos querrán jugar contigo —le dijo el obispo, y dejó colgar de nuevo su larguísima lengua, como si fuera un perro—. Una ciudad llena de diversiones y de magia donde la gente te apreciaría en lugar de ignorarte.

—La señora que cuida de mí —dijo Nad— me prepara unas comidas asquerosas: sopa de huevo duro y cosas así.

—¡Comida! —exclamó el honorable Archibald Fitzhugh.

—Precisamente, en el lugar al que nos dirigimos tienen la mejor comida del mundo. Mmm… Se me hace la boca agua sólo de pensarlo.

—¿Puedo ir con vosotros? —preguntó Nad.

—¿Venir con nosotros? —repitió el duque de Westminster. Parecía escandalizado.

—No sea usted así, Su Ilustrísima —terció el obispo de Bath y Wells—. Tenga un poco de caridad. Mire qué carita tiene el pobre. Vaya usted a saber cuándo fue la última vez que comió decentemente.

—Yo voto por que venga con nosotros. En casa podremos ofrecerle una buena pitanza —dijo el honorable Archibald Fitzhugh dándose palmaditas en la tripa con expresión glotona.

—¿Y bien? ¿Te apuntas a la aventura, o prefieres desperdiciar el resto de tu vida quedándote aquí? —le preguntó el duque de Westminster señalando el cementerio con su huesudo dedo.

Nad pensó en la señorita Lupescu, en sus asquerosas comidas y sus aburridísimas listas, y respondió:

—Me apunto a la aventura.

Sus tres nuevos amigos no eran más altos que él, pero desde luego eran infinitamente más fuertes que cualquier niño. De pronto el obispo de Bath y Wells lo cogió en volandas y lo alzó por encima de su cabeza, mientras el duque de Westminster apretujaba un puñado de hierba y gritaba algo así como «Skagh! Thegh! Khavagah!» antes de arrancarlo. Entonces la losa que cubría la tumba se abrió como una trampilla.

—¡Vamos, deprisa! —urgió el duque.

El obispo de Bath y Wells lanzó a Nad al interior de la oscura fosa y, a continuación, saltaron él y el honorable Archibald Fitzhugh, seguidos por el duque de Westminster quien, una vez dentro, gritó «Wegh Khárados!», para cerrar la puerta de los
ghouls
.

Demasiado sorprendido aún para asustarse, Nad iba rodando como una piedra en la oscuridad, y mientras se preguntaba qué profundidad tendría aquel pozo, dos recias manos lo agarraron por las axilas y lo llevaron volando a través de las tinieblas.

Hacía años que Nad no experimentaba la oscuridad total. En el cementerio, podía ver en la oscuridad igual que ven los muertos, así que no había tumba ni cripta tan oscura que no pudiera ver nada. Pero ahora la oscuridad era completa y el viento le azotaba la cara mientras avanzaba entre sacudidas y empujones. Daba un poco de miedo, pero al mismo tiempo resultaba muy emocionante.

Y, de pronto, salieron a la luz, y todo cambió.

El cielo era rojo, pero no como el de una puesta de sol, sino de un rojo rabioso, violento, como el de una herida infectada. Por su parte, el sol era pequeño y parecía inerte y distante. Aquellos tres personajes y él descendían por una muralla, y hacía frío. De los laterales de dicha muralla sobresalían lápidas y estatuas, como si llevase empotrado en ella un enorme cementerio, y cual tres arrugados chimpancés vestidos con andrajosos trajes negros atados a la espalda, el duque de Westminster, el obispo de Bath y Wells y el honorable Archibald Fitzhugh se pusieron a saltar de estatua en lápida, pasándose a Nad de uno a otro, sin dejarlo caer en ningún momento, y atrapándolo siempre sin el menor esfuerzo, casi sin mirar.

Nad alzó la vista, tratando de localizar la tumba por la que habían entrado en aquel extraño mundo, pero sólo veía lápidas y más lápidas. Se preguntó si todas esas tumbas, sobre las que se bamboleaban dejándolas atrás, serían también puertas para las criaturas que lo acompañaban…

—¿Adonde vamos? —preguntó, pero su voz se perdía en el viento.

Iban cada vez más deprisa. Un poco más arriba, Nad vio cómo se levantaba una estatua, y otras dos criaturas irrumpieron en aquel extraño mundo en el que el cielo era de color rojo. Una de ellas llevaba un harapiento vestido de seda que debía de haber sido blanco en algún momento, mientras que la otra criatura vestía un traje gris lleno de manchas y excesivamente largo, cuyas mangas hechas trizas colgaban en tétricos jirones. Nada más ver a Nad y a sus tres amigos, se dirigieron hacia ellos, salvando sin dificultad alguna los seis metros que los separaban.

El duque de Westminster emitió una especie de graznido e hizo como que se asustaba, y continuaron descendiendo los cuatro por la muralla de tumbas, con las otras dos criaturas pisándoles los talones. Ninguno de ellos parecía cansarse, ni siquiera jadeaban, y seguían avanzando sin cesar bajo la inerte mirada de aquel sol que, como un ojo muerto, los miraba desde el cielo sanguino. Por fin, llegaron hasta la gigantesca estatua de una criatura, cuya cara parecía una especie de hongo, y allí le presentaron a Nad al trigésimo tercer presidente de Estados Unidos y al emperador de China.

—He aquí a nuestro joven amigo Nad —dijo el obispo de Bath y Wells—. Quiere convertirse en uno de nosotros.

—Viene buscando comida de la rica —les explicó el honorable Archibald Fitzhugh.

—Pues te garantizo que cuando te conviertas en uno de nosotros podrás comer cuanto quieras, jovencito —le dijo el emperador de China.

—Cuanto quieras —repitió el trigésimo tercer presidente de Estados Unidos.

—¿Cuando me convierta en uno de vosotros? —preguntó Nad, desconcertado—. ¿Queréis decir que me voy a transformar en uno de vosotros?

—Rápido como un látigo, agudo como un alfiler, sí señor. Mucho habría que trasnochar para engañar a este chico —dijo el obispo de Bath y Wells—. En efecto, serás como nosotros; tan poderoso, tan veloz y tan invencible como nosotros.

—Tus dientes se volverán tan fuertes que podrás masticar huesos, y tu lengua se hará larga y afilada para que consiga extraer hasta la última gota de tuétano o cortar en filetes las rollizas mejillas de un morcón —le explicó el emperador de China.

—Podrás deslizarte entre las sombras sin que nadie te vea, sin que nadie sospeche siquiera tu presencia. Libre como el aire, veloz como el pensamiento, frío como la escarcha, duro como una garra, peligroso como… como nosotros —continuó el duque de Westminster.

—Pero ¿y si yo no quiero ser uno de vosotros? —inquirió Nad mirando a las extrañas criaturas.

—¿Si no quieres? ¡Qué tontería, pues claro que quieres! ¿Acaso existe algo mejor? No creo que haya nadie en el universo que no esté deseando ser exactamente como nosotros.

—Tenemos la mejor ciudad… Gholheim —dijo el trigésimo tercer presidente de Estados Unidos.

—La mejor vida, las mejores viandas…

—¿Tienes idea —los interrumpió el obispo de Bath y Wells— de lo delicioso que es el icor que se posa en el fondo de los ataúdes de plomo? ¿O de cómo se siente uno siendo mil veces más importante que cualquier rey o reina, que cualquier presidente, primer ministro o héroe, y saber todo esto sin ningún tipo de duda, del mismo modo que sabes que una persona es más importante que una col de Bruselas?

—Pero ¿vosotros qué sois? —preguntó Nad.


Ghouls
—respondió el obispo de Bath y Wells—. ¡Somos ghoulsl Este chico está en Babia…

—¡Eh, mirad!

Por debajo de ellos, toda una troupe de extrañas criaturillas corrían y saltaban alegremente en dirección al camino que había un poco más abajo y, sin darle tiempo a Nad a decir ni mu, un par de manos huesudas lo agarraron y lo llevaron volando a trompicones hacia donde estaban los demás.

Al final de la muralla de tumbas había un camino, absolutamente nada más que un camino, que atravesaba un desierto en el que no se veía otra cosa que huesos y rocas, y ese camino serpenteaba hasta una ciudad situada muchos kilómetros más allá, arriba de todo de un altísimo cerro de roca roja.

Nad alzó la vista hacia la ciudad y se horrorizó; se apoderó de él una sensación entre la repulsión y el miedo, entre la indignación y el odio, todo ello sazonado con una buena dosis de pavor.

Los
ghouls
no construyen nada; tan sólo son parásitos que se alimentan de carroña. Llegaron a la ciudad a la que llaman Gholheim hace mucho tiempo, pero ya existía entonces; no la construyeron ellos. Nadie sabe (ni ha sabido nunca) quiénes levantaron aquellos edificios, excavados en la misma roca y provistos de túneles y torres. Lo que estaba claro es que había que ser un
ghoul
para querer vivir en un lugar así; cualquier otra criatura no se atrevería ni a acercarse.

Incluso desde el camino de Gholheim, estando aún a muchos kilómetros de distancia de la ciudad, Nad se dio cuenta de que ésta era un verdadero despropósito arquitectónico: los muros se inclinaban sin orden ni concierto, y el conjunto en sí era la suma de todas sus pesadillas hecha realidad. Parecía una gigantesca bocaza con los dientes torcidos. Nadie construiría algo así a menos que hubiera planeado de antemano abandonarla tan pronto como estuviera terminada; era como si sus artífices hubieran dejado impresos en la piedra todos sus miedos, todos sus delirios y todas sus fobias. Los
ghouls
simplemente la encontraron, les gustó y la convirtieron en su hogar.

Debe tenerse en cuenta que los
ghouls
se desplazan deprisa, de modo que, como un enjambre, avanzaban por aquel camino en mitad del desierto con la premura de un buitre, mientras Nad mareado, muerto de miedo y angustia y sintiéndose tonto de remate iba de aquí para allá, sostenido por las recias manos de los
ghouls
.

Si se miraba hacia el inhóspito cielo rojo, se distinguían unas criaturas, de grandes alas negras, que volaban en círculos.

—¡Cuidado —advirtió el duque de Westminster—, ponedlo a cubierto! No quiero que los ángeles descarnados de la noche nos lo roben.

—¡Malditos salteadores de caminos! ¡Sí! ¡Nosotros odiamos a los salteadores de caminos! —gritó el emperador de China.

«Los ángeles descarnados de la noche vuelan por el cielo rojo que hay sobre el camino de Gholheim…», se dijo Nad que, llenándose los pulmones de aire, gritó tal como le había enseñado la señorita Lupescu: un grito gutural similar al de un águila.

Una de las aladas criaturas descendió hacia ellos, pero se quedó a medio camino y continuó volando en círculos, así que Nad volvió a gritar. Uno de los
ghouls
le tapó la boca:

—Una idea genial, atraerles hacia aquí —dijo el honorable Archibald Fitzhugh—, pero, créeme, no hay quien les hinque el diente, a no ser que los tengas un par de semanas asándose a fuego lento. Y, además, no traen más que problemas. Simplemente, no nos mezclamos con ellos, ¿estamos? El ángel descarnado se elevó de nuevo en el reseco aire del desierto para ir a reunirse con los suyos, y Nad vio esfumarse todas sus esperanzas.

El duque de Westminster se echó al niño sobre los hombros sin demasiadas ceremonias, y los
ghouls
aceleraron la marcha para llegar cuanto antes a la ciudad situada en lo alto del cerro.

Al fin, el inerte sol se ocultó, y en el cielo se elevaron dos lunas: una muy grande y blanca, llena de agujeros, que al principio ocupaba la mitad del horizonte pero iba disminuyendo de tamaño a medida que ascendía, y otra más pequeña, del mismo color verdiazulado que los mohos del queso, cuya salida fue muy celebrada por los
ghouls
. Al cabo de un rato éstos se detuvieron y acamparon a un lado del camino.

Uno de los últimos en añadirse al grupo (a Nad le pareció que se trataba del que le habían presentado como «Víctor Hugo, el famoso escritor») se puso a vaciar un saco que contenía leña (en algunos de los maderos se apreciaban aún bisagras o pomos) y un encendedor metálico, y en un momento prendió una buena hoguera alrededor de la cual se sentaron a descansar. Los
ghouls
contemplaron la luna verdiazulada y, a continuación, se enzarzaron en una pelea, insultándose unos a otros e incluso mordiéndose o clavándose las uñas, para ver quién se quedaba con los mejores sitios junto al fuego.

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