El libro del cementerio (11 page)

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantasia, Infantil-Juvenil

BOOK: El libro del cementerio
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—Eso me temo, jovencito. Veamos, ¿qué tal vas con la Desaparición?

Hasta ese momento, Nad albergaba la secreta esperanza de no tener que responder a aquella pregunta.

—Bien, bien —dijo—. Bueno. Ya sabe…

—No, señor Owens. No lo sé. ¿Qué tal si me haces una demostración?

A Nad se le cayó el alma a los pies. No obstante, cogió aire y se esmeró cuanto pudo: entornó los ojos y trató de desaparecer.

El señor Pennyworth no parecía muy satisfecho.

—¡Bah! Esperaba algo más, francamente. Esperaba mucho más. Deslizamiento y Desaparición, ésas son las facultades que definen a un muerto. Nos deslizamos por entre las sombras; desaparecemos para trascender los sentidos. Inténtalo de nuevo.

Nad lo intentó poniendo aún más ahínco.

—Sigues siendo tan perceptible como esa nariz que sobresale en medio de tu cara —dijo el señor Pennyworth—. Y mira que es obvia tu nariz. Lo mismo que el resto de tu cara, jovencito. Lo mismo que tú. ¡Por lo que más quieras y todos los santos, deja la mente en blanco! Ya. Eres un callejón desierto. Eres un umbral deshabitado. Eres nada. No hay ojo capaz de verte. No hay mente capaz de percibirte. En el espacio donde tú existes no hay nada ni nadie.

Nad volvió a probar una vez más. Cerró los ojos e imaginó que se desvanecía hasta integrarse en la mampostería del mausoleo, transformándose en una sombra más entre las sombras que conforman la noche. Y entonces estornudó.

—Lamentable —sentenció el señor Pennyworth exhalando un suspiro—. Realmente lamentable. Creo que voy a tener que hablar de esto con tu tutor. —Meneaba la cabeza con desazón—. Pasemos a otro asunto: los humores. ¿Cuáles son?

—A ver… Sangre, bilis, flema. Y el cuarto… La bilis negra, creo.

Y continuaron con las clases hasta que llegó la hora de pasar a la de lengua y literatura con la señorita Letitia Borrows, solterona de este concejo, («Quien en toda su vida nunca infligió sufrimiento a hombre alguno. ¿Puede quien esto lee afirmar lo mismo?»). A Nad le gustaba la señorita Borrows, así como el hogareño ambiente que reinaba en su pequeña cripta y, sobre todo, lo increíblemente fácil que resultaba distraerla.

—Dicen que hay una bruja enterrada en la zona no congr… consagrada —comentó Nad.

—Sí, tesoro. Pero no merece la pena que visites esa parte del cementerio.

—¿Por qué no?

La señorita Borrows le sonrió con esa ingenuidad con la que únicamente los muertos pueden sonreír, y respondió:

—No son como nosotros.

—Pero también forma parte del cementerio, ¿no? Quiero decir, ¿puedo ir a visitar esa zona si quiero?

—En realidad sería preferible que no lo hicieras.

Nad era un niño obediente, pero también curioso, así que al finalizar sus clases aquella noche, cruzó el límite fijado por el monumento —un ángel de cabeza rota— que coronaba la tumba de Harrison Westwood, panadero, y familia. Sin embargo, no bajó hasta la fosa común, sino que subió hasta el montículo donde una merienda campestre, celebrada unos treinta años antes, dejó su huella convertida en un inmenso manzano.

Nad había aprendido muy bien ciertas lecciones.

Hacía unos años se pegó un atracón de manzanas: unas estaban verdes, otras picadas y algunas tenían todavía las pepitas blancas. Después pasó varios días lamentándolo, pues sufrió unos horribles retortijones mientras la señora Owens lo sermoneaba sobre lo que debía comer y lo que no. Desde entonces, siempre esperaba a que las manzanas maduraran antes de comérselas, y nunca engullía más que dos o tres por noche. Y aunque la semana anterior ya había consumido la última manzana que quedaba en el árbol, le gustaba sentarse debajo de él para pensar.

Trepó, pues, hasta llegar al recodo que se formaba entre dos ramas su lugar favorito, y se quedó mirando el terreno donde se hallaba la fosa común, justo debajo de él; la luz de la luna se derramaba sobre las zarzas y malas hierbas que se habían adueñado del lugar. Se preguntó si la bruja sería una mujer vieja, con clientes de acero y patas de gallina, o simplemente una mujer flaca, de nariz afilada, que volaba montada en una escoba.

Al cabo de un rato le entró hambre y lamentó haberse zampado ya todas las manzanas del árbol. Si hubiera dejado al menos una…

Alzó la vista y creyó ver algo en una de las ramas más altas. Volvió a mirar un par de veces más para asegurarse: era una manzana roja y madura.

Nad presumía de saber trepar por los árboles como nadie, de modo que se levantó y trepó de rama en rama, imaginando que era Silas cuando escalaba por la pared de la torre con la agilidad y la elegancia de un gato. La manzana, tan roja que a la luz de la luna casi parecía negra, estaba en un sitio difícil de alcanzar. Nad avanzó lentamente por la rama hasta colocarse justo debajo de ella. Entonces se estiró y tocó la perfecta manzana con las puntas de los dedos. Pero se iba a quedar sin poder hincarle el diente.

Un chasquido, tan sonoro como el disparo de una escopeta, y la rama se tronchó bajo sus pies.

Acosado por un dolor punzante, como si le estuvieran pinchando con agujas de hielo o como si un trueno le recorriera con lentitud todo el cuerpo, se despertó sentado sobre un lecho de hierba.

El terreno era bastante blando y extrañamente cálido.

Al hacer presión con la palma de la mano, le dio la sensación de que lo que tenía debajo era el tibio pelaje de algún animal. Pero resultó que había aterrizado sobre el lugar donde vaciaba su cortacésped el jardinero que cuidaba el cementerio, de manera que un mullido montón de hierba había amortiguado su caída. Pese a ello, le dolía el pecho y debía de haberse torcido una pierna al caer, porque también le dolía.

Nad soltó un gemido.

—Chissst, tranquilo pequeño, chissst —murmuró una voz a su espalda—. ¿De dónde has salido? Te parece bonito aterrizar aquí como una bomba.

—Estaba ahí arriba, en el manzano —explicó Nad.

—¡Vaya! Deja que le eche un vistazo a esa pierna. Seguro que está tan rota como la rama del árbol.

Nad notó cómo unos dedos fríos le presionaban la pierna izquierda.

—Pues no, no está rota. Pero sí dislocada; puede que incluso te hayas hecho un esguince. Ni que fueras el mismo diablo; menuda suerte has tenido al caer sobre el montón de césped. Tranquilo, que no es el fin del mundo.

—¡Oh, estupendo! De cualquier modo, duele mucho.

Y giró la cabeza para ver quién era la persona que estaba a sus espaldas.

Resultó ser una niña algo mayor que él, y su actitud no era ni amigable ni hostil. Más bien parecía cautelosa.

Su rostro tenía una expresión inteligente, pero no era bonita en absoluto.

—Me llamo Nad —se presentó.

—¿El niño vivo?

Nad asintió.

—Me lo imaginaba —dijo la niña—. Ya hemos oído hablar de ti, incluso aquí, en la fosa común. ¿Cómo dices que te llamas?

—Owens —respondió—. Nadie Owens. Pero todo el mundo me llama Nad, para abreviar.

—Encantada de conocerlo, señorito Nad.

—El la miró de arriba abajo: no llevaba más que una especie de camisón blanco, sin bordados ni puntillas; el cabello era largo y de un castaño no muy oscuro, y la cara recordaba un poco a la de un duende, debido a su insinuante y permanente sonrisilla, independientemente de la expresión que adoptase el resto del rostro.

—¿Te suicidaste? —preguntó Nad—. ¿O robaste un chelín?

—Yo nunca he robado nada, ni siquiera un pañuelo. Y para tu información —añadió con impertinencia—, los suicidas están allí, al otro lado del espino, y los dos ajusticiados, junto a las zarzas. Uno era un falsificador y el otro, un salteador de caminos, o eso dice él, pero para mí que no era más que un vulgar ratero.

—¡Ah, bueno! —Pero entonces cierto recelo se apoderó de él y, sin poder contenerse, comentó—. Dicen que hay una bruja enterrada aquí.

—Sí, claro. Ahogada, quemada y enterrada aquí mismo —afirmó la niña asintiendo con la cabeza—. Y sin una triste lápida que indique dónde enterraron mi cuerpo.

—¿Te ahogaron y además te quemaron?

Ella se sentó al lado de Nad, sobre el lecho de hierba cortada, y le cogió la pierna herida entre sus gélidas manos.

—Se presentaron en mi casa con las primeras luces del alba, estando yo aún medio dormida, y me sacaron a rastras. «¡Bruja, más que bruja!», gritaban. Recuerdo que estaban todos gordos y coloradotes; se ve que habían madrugado para frotarse a conciencia, como se hace con los cerdos el día que hay mercado. Luego, uno por uno, me acusaron: el uno decía que se le había cortado la leche, el otro que sus caballos cojeaban y, por último, la señorita Jemima, que era la más gorda y la que más a fondo se había restregado, se puso en pie y dijo que Solomon Porrit ya no la saludaba y, en cambio, se pasaba el día merodeando por el lavadero como una avispa que ronda un tarro de miel, y que la culpa de todo la tenía yo, porque estaba claro que lo había hechizado, y que había que hacer algo para liberar al pobre chico de mi diabólica magia. Así que me ataron al taburete de la cocina y me metieron de cabeza en el estanque de los patos, diciéndome que si era una bruja no tenía nada que temer, porque no me ahogaría, pero si no, me daría cuenta enseguida. Y el padre de la señorita Jemima les dio una moneda de plata a cada uno de ellos para que aguantaran el taburete un buen rato, a ver si me ahogaba con el agua verde e inmunda del estanque.

—¿Y te ahogaste?

—Desde luego. Los pulmones se me llenaron de agua y dejé de respirar.

—¡Caramba! O sea, que al final resultó que no eras una bruja.

La niña clavó en él sus diminutos y fantasmagóricos ojos, y esbozó una media sonrisa. Seguía pareciendo un duende, pero ahora sí resultaba guapa. Nad pensó que, seguramente, no le debió de hacer falta recurrir a la magia para atraer a Solomon Porritt, al menos sonriendo de aquella manera.

—¡Qué bobada! Pues claro que lo era. Se dieron cuenta en cuanto me desataron y me tendieron sobre la hierba, nueve partes de mí muertas y toda yo cubierta de algas y demás porquerías del estanque. Puse los ojos en blanco y lancé una maldición sobre todos y cada uno de los allí presentes diciéndoles que su alma no hallaría reposo en tumba alguna. La maldición salió de mis labios con tal facilidad, que yo misma me sorprendí. Es como bailar al son de una melodía que no has oído nunca; sólo tienes que escucharla y dejar que tus pies sigan el compás y, de pronto, te das cuenta de que ya ha amanecido y llevas toda la noche bailando.

La niña se levantó y se puso a bailar, mientras la luz de la luna iluminaba sus pies descalzos. Y así fue como los maldije a todos, con el último aliento de aquellos pulmones encharcados de agua sucia y pestilente. Inmediatamente después, me morí. Quemaron mi cuerpo allí mismo, sobre la hierba, y dejaron que ardiera hasta convertirse en carbón; luego me enterraron en la fosa común, sin ponerme siquiera una lápida con mi nombre grabado en ella.

Por primera vez desde que comenzara a contarle su historia, la niña se quedó callada y, momentáneamente, Nad percibió cierta melancolía en su semblante.

—¿Y alguna de esas personas está enterrada aquí? —preguntó Nad.

—No, ninguna replicó la niña con un destello de luz en la mirada. Al sábado siguiente de mi muerte, el señor Porringer recibió una alfombra muy bonita y muy elegante que había comprado en Londres. Pero resultó que aquella finísima alfombra de buena lana, tejida con tanto esmero y delicadeza, venía cargada de miasmas nada menos que de la peste, y ese mismo domingo ya hubo cinco personas soltando esputos de sangre y con la piel más negra que la mía después de que me tostaran. Una semana más tarde, prácticamente todos los habitantes del pueblo se contagiaron. De modo que cavaron un hoyo muy profundo a las afueras para arrojar en él los cadáveres infectados, todos amontonados, y sepultarlos bajo grandes cantidades de tierra.

—¿Y murieron todos los habitantes del pueblo?

—Todos los que estaban presentes cuando me ahogaron y me quemaron —repuso la niña con un gesto de indiferencia.

—Bueno, dime, ¿qué tal va esa pierna?

—Mejor. Gracias.

Nad se puso en pie lentamente y, cojeando, se alejó del montón de hierba y se apoyó en la verja.

—¿O sea, que siempre fuiste una bruja? Quiero decir, ya lo eras antes de lanzar aquella maldición.

—Anda que me hacían falta conjuros a mí —dijo ella, muy digna— para tener a Solomon Porritt mariposeando a mi alrededor todos los días.

Aquella frase no respondía en absoluto a su pregunta, pensó Nad, pero se guardó mucho de hacerle comentario alguno a la niña. En cambio, le preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Mi tumba no tiene lápida —respondió ella con tristeza—. Podría ser cualquiera, ¿no?

—Pero tendrás un nombre.

—Liza Hempstock, ¿te gusta ése? —replicó, cortante—. No creo que desear una lápida sea pedir demasiado, ¿verdad? Algo que señale mi tumba. Estoy ahí, un poco más abajo, ¿lo ves? Pero todo cuanto puedo señalar para indicarte donde descanso es esa pila de agujas de pino.

Parecía tan triste que, por un instante, Nad sintió ganas de abrazarla. Pero al colarse por entre dos rejas para volver al cementerio, se le ocurrió una idea: encontraría una lápida para Liza Hempstock, con su nombre grabado en ella. Así lograría que volviera a sonreír.

Mientras subía por la ladera, se volvió para decirle adiós con la mano, pero ella ya se había ido.

Había trozos de lápidas y de estatuas funerarias rotas desperdigadas por el cementerio, pero Nad sabía que no podía presentarse con algo así ante la bruja de ojos grises que residía en la fosa común. Tendría que apañárselas de otra manera. Y tomó la determinación de que sería mejor no contarle sus intenciones a nadie, pues lo más probable era que intentaran quitarle esa idea de la cabeza.

Se pasó varios días maquinando toda clase de planes, a cuál más complicado y extravagante. El señor Pennyworth se desesperaba.

—Jovencito, tengo la impresión —le dijo mientras se rascaba su polvoriento bigote— de que, más que progresar, retrocedes. Sigues sin dominar la Desaparición. Eres palmario, muchacho; no pasas, lo que se dice, inadvertido. Si te presentaras ante quien fuera acompañado de un león rojo, un elefante verde y el mismísimo rey de Inglaterra ataviado con sus ropas de ceremonia y montado sobre un unicornio naranja, seguramente, sería en ti en quien primero repararía, prescindiendo de las peculiaridades de los demás.

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