Marley, un juguetón cachorro de labrador, llegó al hogar de los Grogan cuando éstos eran una pareja de recién casados. Al tiempo que crecía hasta volverse un musculoso adulto de casi cincuenta kilos, también los acompañó en la evolución de la propia vida familiar: un embarazo frustrado, tres hijos, dos traslados de domicilio, cambios laborales… Y aunque no era fácil convivir con un animal activo, optimista y leal, pero también un verdadero huracán destructor, Marley llegó a convertirse en un elemento crucial de la familia.
Sin sentimentalismos falsos y con una notable dosis de buen humor, John Grogan nos brinda la crónica de unos años únicos, vividos junto a un ángel incansable, retozón, babeante, con tendencia al hurto y fobia a las tormentas. Pero sobre todo, Marley y yo es una historia de crecimiento y aprendizaje. Porque si bien Marley nunca fue un perro modelo como
Lassie
o
Rin-tin-tin
, enseñó a sus dueños la lección más importante de la existencia: el don del amor incondicional.
John Grogan
Marley y yo
La vida y el amor con el peor perro del mundo
ePUB v1.0
everox20.08.12
Título original:
Marley and me
John Grogan, 2005.
Traducción: Beatriz López-Buisán
Diseño/retoque portada: 20th Century Fox
Editor original: everox (v1.0)
ePub base v2.0
En recuerdo de mi padre, Richard Frank Grogan,
cuyo espíritu gentil impregna todas las páginas de este libro.
En el verano de 1967, cuando yo tenía diez años, mi padre cedió a mis persistentes ruegos y me llevó a escoger un perro para mí. Fuimos en la furgoneta a una granja situada en medio del campo de Michigan que dirigían una mujer hosca y su anciana madre. La granja sólo ofrecía un producto: perros. Había allí perros de los más inimaginables tamaños y formas, edades y temperamentos, que sólo tenían dos cosas en común: todos eran mestizos y de raza indefinida y todos se regalaban si se trataba de una casa donde los tratarían bien. Estábamos en el reino de los mestizos.
—No te apresures, hijo —dijo mi padre—. La decisión que tomes hoy ha de acompañarte durante muchos años.
Como decidí con rapidez que los perros viejos deberían ser objeto de la caridad de otras personas, me dirigí de inmediato a la jaula de los cachorros.
—Debes escoger uno que no sea tímido —me aconsejó mi padre—. Intenta hacer sonar la jaula para ver cuáles no se intimidan.
Me agarré a la puerta de hierro y, golpeándola, la hice sonar. La docena de perritos que había se echó atrás hasta formar una sola pila de cuerpecillos peludos. Sólo uno se quedó en su lugar.
Era un cachorro dorado con unos trazos blanquecinos en el pecho que, de pronto, cargó contra la puerta, ladrando sin cesar. Después, asentándose sobre las dos patas posteriores, se estiró y con gran excitación me lamió las manos. Fue amor a primera vista.
Lo llevé a casa en una caja de cartón y lo bauticé con el nombre de
Shaun
. Era uno de esos perros que dan buena prensa a los canes en general. Era obediente por naturaleza y aprendió a obedecer sin dificultad alguna todas las órdenes que le enseñé. Yo podía dejar caer en el suelo una miga de pan y él no la tocaría hasta que yo le diera el visto bueno. Entraba cuando lo llamaba y se quedaba quieto cuando se lo pedía. Lo podíamos dejar fuera toda la noche, pues sabíamos que volvería después de hacer sus rondas. Aunque no lo hacíamos con frecuencia, podíamos dejarlo solo en la casa durante muchas horas, sabiendo que no tendría un accidente ni alteraría nada. Corría a la par de los coches, sin perseguirlos de verdad, y caminaba junto a mí sin necesidad de ponerle el bozal. Podía zambullirse hasta el fondo de la laguna y surgir del agua con piedras tan grandes en la boca que le quedaban encajadas entre las mandíbulas. Nada le gustaba más que salir a pasear en el coche y, cuando hacíamos un viaje por carretera con la familia, se sentaba en el asiento trasero del coche y, contento, se dedicaba a ver pasar el mundo a través de la ventanilla. Lo mejor de todo fue que le enseñé a tirar de mi bicicleta, como si fuese un trineo, por lo que era la envidia de mis amigos al pasearme por el barrio en bicicleta con los brazos cruzados.
Shaun
estaba conmigo cuando fumé mi primer cigarrillo (y el último) y cuando besé a la primera chica. Y también estaba a mi lado, en el asiento de delante, cuando le robé el Corvair a mi hermano mayor para dar mi primera vuelta en coche.
Era un perro animado, pero controlado, afectivo, pero tranquilo. Incluso hacía gala de unos modales exquisitos cuando se ocultaba entre los arbustos para hacer sus necesidades, dejando a la vista sólo la cabeza. Gracias a este hábito suyo, podíamos andar descalzos por el césped del jardín.
Cuando venían parientes a visitarnos durante el fin de semana, volvían a sus casas decididos a adquirir un perro como Shaun, tan impresionados quedaban con él, o con
«San Shaun»
, como acabé llamándolo. Lo de llamarlo santo era producto de una broma familiar, pero que casi, casi, podíamos creérnosla. Nacido con la maldición de tener un pedigrí incierto, Shaun era uno de los miles de perros que nadie quiere en Estados Unidos y que, por un golpe de una buena fortuna casi providencial, terminó siendo querido. Shaun adquirió un lugar en mi vida, y yo en la suya, y así me prodigó la infancia que todo niño merece.
La relación amorosa duró catorce años. Cuando él murió yo había dejado de ser el niñito que se lo había llevado a su casa aquel día estival; ya era un hombre que había acabado los estudios universitarios y que viajaba por toda la provincia desempeñando mi primer trabajo serio. Cuando me marché, San Shaun se quedó en la casa de mis padres, donde correspondía. Mis padres, ya jubilados, fueron quienes me llamaron para darme la noticia. Tiempo después, mi madre me contó lo siguiente: «En cincuenta años de casados, sólo vi llorar a tu padre dos veces. La primera fue cuando perdimos a Mary Ann —mi hermana que nació muerta—, y la segunda, cuando murió
Shaun
.»
El
San Shaun
de mi infancia era un perro perfecto. Al menos así es como siempre lo recordaré. Fue
Shaun
el que estableció las pautas según las cuales juzgaría yo a todos los perros que lo sucederían.
Éramos jóvenes y estábamos enamorados. Nos regodeábamos en esos primeros y sublimes días de matrimonio, cuando se tiene la impresión de que la vida no puede ser mejor.
Pero no podíamos vivir solos.
Así que una tarde de enero de 1991, mi esposa, con quien llevaba casado quince meses, y yo comimos algo rápido y nos marchamos para responder a un anuncio que había salido en el
Palm Beach Post
.
Yo no tenía nada claro por qué lo hacíamos. Unas semanas antes, me había despertado poco después de amanecer y había descubierto que la cama junto a la mía estaba vacía. Me levanté y encontré a Jenny con el albornoz puesto, sentada a la mesa de cristal que había en el porche cerrado de nuestra casita, inclinada sobre el diario con un bolígrafo en la mano.
La escena no era inusual. El
Palm Beach Post
no sólo era nuestro diario local, sino que también era la fuente de la mitad de nuestros ingresos, ya que éramos una pareja de periodistas profesionales. Jenny escribía editoriales en la sección titulada «Accent» del
Post
, mientras que yo me ocupaba de las noticias en el diario rival, el
Sun-Sentinel
del sur de Florida, cuya sede estaba a una hora de Fort Lauderdale. Todas las mañanas, Jenny y yo nos dedicábamos tranquilamente a revisar los diarios para ver cómo habían publicado nuestras historias y cómo quedaban frente a la competencia, por lo cual hacíamos círculos en torno a algunos, recortábamos otros y subrayábamos líneas de ciertos otros.
Pero esa mañana, Jenny no tenía la nariz metida en las páginas de noticias, sino en las de anuncios. Cuando me acerqué, noté que hacía círculos enfebrecidos en la sección titulada «Cachorros-perros».
—Ah… —exclamé en esa voz aún gentil del marido recién casado—. ¿Hay algo que yo debería saber?
Jenny no respondió.
—¡Jen, Jen!
—Es por la planta —dijo finalmente, con una cierta desesperación en la voz.
—¿La planta? —pregunté.
—La maldita planta —dijo—. La que matamos.
¿La que
matamos
? Yo no tenía intención de aclarar el asunto en ese momento, pero quiero dejar constancia de que se trataba de la planta que yo le había regalado y que
ella
había matado. La cosa sucedió así. Una noche, la sorprendí llevándole de regalo una enorme y bonita
dieffenbachia
con hojas verdes, vetadas de color crema. «¿A qué se debe esto?», preguntó ella. Pero no había motivo alguno. Se la regalé sólo como una manera de decir: «¡Vaya, qué grandiosa es la vida de casados!»
Jenny quedó fascinada tanto con el gesto como con la planta, y me los agradeció abrazándome y dándome una beso en los labios. Después se dedicó de inmediato a matar mi regalo con la fría eficiencia de toda una asesina, aunque no lo hizo de manera intencionada, sino que la regó hasta matarla. Jenny y las plantas no se entendían. Basándose en el supuesto de que todas las cosas vivas necesitan agua, pero olvidándose al parecer de que también necesitan aire, procedió a anegar la planta todos los días.
—Ten cuidado de no regarla más de lo que debes —le advertí.
—Vale —me respondió, antes de añadirle varios litros más de agua.
Cuanto más padecía la planta, más la regaba ella, hasta que por fin se deshizo hasta formar una pila de restos herbáceos. Miré el lánguido esqueleto de la planta que había en la maceta junto a la ventana y pensé: ¡
Lo que se entretendría alguien que creyera en los presagios al ver esto
…!
Allí estaba Jenny, haciendo una especie de salto cósmico de lógica desde la flora muerta en una maceta a la fauna viva en los anuncios clasificados sobre perros. Había dibujado tres grandes estrellas rojas junto a uno que leía: «Cachorros de labrador, amarillos. Raza pura avalada por la AKC
[1]
. Vacunados. Padres a la vista.»
—¿Quieres contarme una vez más ese asunto de la planta y el perro?
Mirándome con fijeza, dijo:
—Puse tanto empeño…, y mira lo que pasó. Ni siquiera puedo mantener viva una estúpida planta. ¿Y cuánto cuesta hacer eso? Lo único que hay que hacer es regar la maldita planta.
Pero después tocó el meollo del asunto.
—Si ni siquiera puedo mantener con vida una planta, ¿cómo haré para mantener con vida a una criatura? —dijo, al borde de las lágrimas.
El Asunto del Bebé, como lo había apodado yo, se había convertido para ella en algo constante, que crecía día tras día. Cuando nos conocimos, en un pequeño diario del oeste de Michigan, hacía pocos meses que Jenny se había licenciado y la seria vida de adultos aún era un concepto muy lejano. Aquél fue el primer trabajo profesional que tuvimos los dos después de licenciarnos. En esa época comíamos mucha pizza, bebíamos mucha cerveza y no dedicábamos ni un solo pensamiento a la posibilidad de que un día dejáramos de ser unos consumidores de pizza y cerveza jóvenes, solteros y libres.