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Authors: Alcohólicos Anónimos

Tags: #Autoayuda

El Libro Grande (4 page)

BOOK: El Libro Grande
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Capítulo 1 -
LA HISTORIA DE BILL

L
A FIEBRE de la guerra era alta en el pueblecito de Nueva Inglaterra, al que fuimos destinados los jóvenes oficiales de Plattsburg. Nos sentimos muy halagados cuando los primeros ciudadanos nos llevaban a sus casas y nos trataban como héroes. Allí estaban el amor, los aplausos y la guerra: momentos sublimes con intervalos de júbilo. Por fin, estaba yo viviendo la vida y en medio de esa conmoción descubrí el licor. Al descubrirlo, olvidé las serias advertencias y los prejuicios de mi familia respecto a la bebida. Llegó el momento en que nos embarcamos para Europa; entonces me sentí muy solo y nuevamente recurrí al alcohol.

Desembarcamos en Inglaterra. Visité la catedral de Winchester; muy conmovido me dediqué a pasear por sus exteriores, y llamó mi atención una vieja lápida en la que leí esta inscripción:

Aquí yace un granadero de Hampshire

quien encontró su muerte

bebiendo cerveza fría.

Un buen soldado nunca es olvidado

sea que muera por mosquete

o por jarra de cerveza.

Amenazadora advertencia a la que no hice caso.

Veterano de guerra en el extranjero a la edad de veintidós años, regresé a mi hogar. Me imaginaba ser un líder, porque ¿no era cierto que los hombres de mi batería me habían dado una muestra de su especial estimación? Yo imaginaba que por mi talento para el liderazgo, llegaría a estar al frente de importantes empresas que manejaría con sumo aplomo.

Seguí un curso nocturno de leyes y obtuve un empleo como investigador en una compañía de seguros. Había emprendido el camino para el logro del triunfo, y le demostraría al mundo lo importante que yo era. Mi trabajo me llevaba a Wall Street y poco a poco empecé a interesarme en el mercado de valores, en el que muchos perdían dinero pero algunos se hacían muy ricos. ¿Por qué no había de ser yo uno de estos afortunados? Estudié economía y comercio a la vez que leyes. Como alcohólico potencial que era, estuve a punto de ser suspendido en leyes; en uno de los exámenes finales estaba demasiado borracho para pensar o escribir. Aunque mi manera de beber todavía no era continua, preocupaba a mi esposa; teníamos largas conversaciones al respecto, en las que yo desvanecía sus temores argumentando que los hombres geniales concebían mejor sus proyectos cuando estaban borrachos; y que las majestuosas concepciones de la filosofía habían sido originadas así.

Cuando terminé el curso de leyes comprendí que esa profesión no era para mí. El atrayente torbellino de Wall Street me tenía en sus garras. Los líderes en los negocios y en las finanzas eran mis héroes. De esta aleación de la bebida y la especulación, comencé a forjar el arma que un día se convertiría en bumerán y casi me haría pedazos. Viviendo modestamente, mi esposa y yo ahorramos mil dólares, que invertimos en unos valores que entonces estaban a un precio bajo y que no eran muy populares; acertadamente pensé que algún día tendrían una considerable alza. No pude convencer a mis amigos corredores de bolsa a que me enviaran en una gira para visitar fábricas y otros negocios, pero sin embargo, mi esposa y yo decidimos hacerla. Desarrollé la teoría de que la mayoría de la gente perdía dinero con los valores debido a una falta de conocimiento de los mercados. Después descubrí muchos otros motivos.

Renunciamos a nuestros empleos y emprendimos la marcha en una motocicleta cuyo carro lateral abarrotamos con una tienda de campaña, cobertores, una muda de ropa y tres enormes libros de consulta para asuntos financieros. Nuestros amigos pensaron que debía nombrarse una comisión para investigar nuestra locura. Tal vez tenían razón. Había tenido algunos éxitos con la especulación y por ello teníamos algún dinero, aunque una vez tuvimos que trabajar en una granja para no tocar nuestro pequeño capital. Éste fue el único trabajo manual honrado que haría en mucho tiempo. En un año recorrimos toda la parte este de los Estados Unidos. Al finalizar el año, mis informes a Wall Street me valieron un puesto allí con una cuenta muy liberal para mis gastos. Una operación de bolsa nos dejó un beneficio de varios miles de dólares ese año.

Durante unos cuantos años más, la fortuna me deparó aplausos. Había triunfado. Mis ideas y mi criterio eran seguidos por muchos al son de las ganancias en papel. La gran bonanza del final de los años veinte estaba en plena ebullición y expansión. La bebida estaba desempeñando un importante y estimulante papel en mi vida, y en la euforia que tenía. Se hablaba a gritos en los centros de jazz de Manhattan. Todos gastaban miles y hablaban de millones. Podían burlarse los que quisieran. ¡Al Diablo con ellos! Tuve muchos amigos de ocasión.

Mi manera de beber asumió proporciones más serias, pues bebía todos los días y casi todas las noches. Las advertencias de mis amigos terminaban en pleito y me convertí en un lobo solitario. Hubo muchas escenas desagradables en nuestro suntuoso apartamento. No hubo realmente infidelidades porque la lealtad a mi esposa, ayudada a menudo por mis borracheras extremas, evitaban que me enredara en esos líos.

En 1929 contraje la fiebre del golf. Inmediatamente nos fuimos al campo, mi esposa a aplaudirme y yo a superar a Walter Hagen. Pero el licor me ganó antes de que pudiera alcanzar a Walter. Empecé a estar tembloroso por las mañanas. El golf me permitía beber todos los días y todas las noches. Me causaba satisfacción pasear por el exclusivo campo de golf, que tanto admiraba de muchacho, luciendo la impecable tez tostada que suelen tener los caballeros acomodados. El banquero local observaba con divertido escepticismo el movimiento de cheques grandes.

En octubre de 1929 se derrumbó repentinamente el mercado de valores de Nueva York. Después de uno de esos días infernales, me fui tambaleando del bar de un hotel a la oficina de un corredor de bolsa. Eran las ocho, cinco horas después del cierre del mercado de valores. El indicador de cotizaciones todavía matraqueaba; azorado, vi una pulgada de la cintilla con la inscripción XYZ-32. En la mañana estaba a 52. Estaba arruinado y muchos de mis amigos también. Los periódicos daban las noticias de individuos que saltaban de las distintas torres de Wall Street. Eso me repugnó. Yo no saltaría. Regresé al bar. Mis amigos habían perdido varios millones. ¿De qué me preocupaba yo? Mañana sería otro día. Mientras bebía, la antigua y fiera determinación de triunfar se apoderó de mí nuevamente.

A la mañana siguiente telefoneé a un amigo de Montreal. Le quedaba bastante dinero y creía que era mejor que yo fuera al Canadá. Para la primavera estábamos viviendo en la forma a que nos habíamos acostumbrado. Me sentía como Napoleón regresando de Elba. ¡Para mí no habría Santa Elena! Pero la bebida me ganó la partida otra vez, y mi generoso amigo tuvo que despedirme. Esta vez estábamos arruinados.

Nos fuimos a vivir con los padres de mi esposa. Encontré trabajo, y lo perdí luego por causa de una pelea con un taxista. Gracias a Dios, nadie sospecharía que no iba a tener un empleo real en cinco años, ni estar sobrio casi ni un solo momento. Mi esposa empezó a trabajar en una tienda, llegando agotada a casa para encontrarme borracho. En los círculos de la bolsa se llegó a considerarme como un allegado indeseable.

El licor dejó de ser un lujo; se convirtió en una necesidad. Mi dosis cotidiana era de dos o tres botellas de ginebra de fabricación casera. En ocasiones, alguna pequeña operación me dejaba unos cientos de dólares con los que pagaba mis deudas en barras y tiendas de comestibles. Esta situación se prolongaba indefinidamente y empecé a despertar tremendamente tembloroso; necesitaba beberme una copa de ginebra seguida de media docena de botellas de cerveza para poder desayunar. A pesar de esto, aún creía que podía controlar la situación y tenía períodos de sobriedad que hacían renacer las esperanzas de mi esposa.

Paulatinamente, las cosas empeoraban. Tomó posesión de la casa el hipotecario; murió mi suegra; mi esposa y mi suegro enfermaron.

En esos días se me presentó la oportunidad de un negocio prometedor. Las acciones estaban en el punto más bajo de 1932 y, de alguna manera, yo había formado un grupo de compradores. Mi participación en las utilidades sería ventajosa; pero entonces emprendí una borrachera tremenda y esa oportunidad se esfumó.

Desperté. Eso no podía seguir; me di cuenta de que no podía tomar ni una copa. Dejaría de beber para siempre. Anteriormente había hecho muchas promesas, pero esta vez mi esposa notó con alegría que había seriedad en mi actitud; y así era.

Poco después llegué borracho a la casa; no había hecho ningún esfuerzo para evitarlo. ¿Dónde estaba mi firme resolución? Sencillamente no lo sabía. Alguien me había puesto una copa enfrente y la tomé. ¿Estaba yo loco? Empecé a pensarlo, porque tamaña falta de perspectiva parecía acercarse a la locura.

Renovando mi resolución, hice otra prueba. Pasó algún tiempo y la confianza empezó a ser reemplazada por el engreimiento. ¡Podía reírme de la ginebra! Ahora podía hacerlo. Una día entré a un café para usar el teléfono. En menos que canta un gallo estaba golpeando el mostrador de la barra y preguntándome cómo había sucedido. Mientras el whisky se me subía a la cabeza, me decía que la próxima vez lo haría mejor pero que, por lo pronto, lo sensato era emborracharme bien, y así lo hice.

El remordimiento, el terror y la desesperación de la mañana siguiente son inolvidables. No tenía suficiente valor para luchar. Mis pensamientos volaban descontrolados y me atormentaba el terrible presentimiento de una calamidad. Casi no me atrevía a cruzar la calle por miedo a que me atropellara algún camión. Apenas comenzó a amanecer, entré a un lugar que permanecía abierto día y noche y ahí me sirvieron una docena de vasos de cerveza que calmó mis atormentados nervios. En un periódico leí que el mercado de valores se había derrumbado de nuevo. Bueno, ¡pues yo también! El mercado podía recuperarse, pero yo no. Resultaba duro pensarlo. ¿Debía suicidarme? ¡No! Ahora no. Entonces me envolvió una densa niebla mental. Con ginebra se arreglaría todo. Por lo pronto, dos botellas y a olvidar.

La mente y el cuerpo son mecanismos maravillosos, ya que los míos soportaron esta agonía más de dos años. Cuando el terror y la locura se apoderaban de mí por la mañana había veces que robaba a mi esposa el poco dinero que tenía en su bolso; otras veces me asomaba a la ventana y sentía vértigo, o me paraba vacilante frente al botiquín del baño —en el que sabía que había veneno— y me decía que yo era un débil. Mi mujer y yo íbamos de la ciudad al campo y del campo a la ciudad, tratando de escapar. Luego hubo una noche en que la tortura física y mental fue tan infernal que creí que iba a saltar por la ventana. Como pude, llevé el colchón al piso de abajo para no saltar al vacío. Fue a verme un médico y me recetó un fuerte sedante; al día siguiente estaba tomando el sedante, y la ginebra. Esta combinación pronto me causó un descalabro. Temían que enloqueciera; yo también. Comía poco o nada porque no podía hacerlo, y mi peso llegó a ser cuarenta libras menos del normal.

Mi cuñado es médico y gracias a él y a mi madre, se me internó en un hospital para la rehabilitación física y mental de alcohólicos, conocido nacionalmente. Bajo el tratamiento de belladona se aclaró mi cerebro; la hidroterapia y los ejercicios ligeros ayudaron mucho. Lo mejor de todo fue que conocí a un médico que me explicó mi caso diciéndome que aunque yo había actuado egoísta e imprudentemente, también era cierto que estaba gravemente enfermo física y mentalmente.

Me produjo cierto alivio enterarme de que la voluntad del alcohólico se debilita sorprendentemente cuando se trata de combatir el licor, aunque en otros aspectos pueda seguir siendo fuerte. Estaba explicado mi proceder ante un deseo vehemente de dejar de beber. Comprendiéndome ahora, me sentí alentado por nuevas esperanzas. Durante tres meses las cosas marcharon bien. Iba a la ciudad con regularidad y hasta ganaba algún dinerito. Seguramente en eso estaba la solución; conocerse a sí mismo.

Pero no lo estaba, porque llegó el día temible en que volví a beber. La trayectoria de mi decaimiento físico y moral descendió como la curva que describe el esquiador en un salto de altura. Después de algún tiempo regresé al hospital. Me parecía que aquello era el fin, la caída del telón. Mi esposa, fatigada y desesperada, recibió el informe de que en un año todo acabaría con una falla del corazón,
delirium tremens
o tal vez con un edema cerebral. Pronto tendrían que llevarme a un manicomio o a una funeraria.

No tenían que decírmelo. Lo sabía y casi acogía con regocijo la idea. Fue un golpe devastador para mi orgullo. Yo, que tenía un concepto tan bueno de mí mismo, de mis aptitudes, de mi capacidad para vencer obstáculos, estaba por fin acorralado. Ahora me sumiría en la oscuridad, uniéndome al interminable desfile de borrachines que me precedían. A pesar de todo, habíamos sido muy felices mi esposa y yo. ¡Qué no hubiera dado yo para reparar los daños! Pero eso ya había pasado.

No hay palabras para describir la soledad y desesperación que encontré en ese cenagal de autoconmiseración; sus arenas movedizas se extendían por todos lados. No pude más. Estaba hundido. El alcohol era mi amo.

Tembloroso, salí del hospital totalmente doblegado. El temor me sostuvo sin beber por algún tiempo. Pero volvió la locura insidiosa de la primera copa y el Día del Armisticio de 1934 volvía a empezar. Todos se resignaron a la certeza de que se me tendría que encerrar en algún sitio o que dando tumbos llegaría a mi fin miserable. ¡Qué oscuro parecía todo antes de amanecer! En realidad, eso era el principio de mi última borrachera. Pronto sería lanzado como una catapulta hacia lo que me da por llamar cuarta dimensión de la existencia. Llegaría a saber lo que son la felicidad y la tranquilidad; el ser útil en un modo de vivir que va siendo más maravilloso a medida que transcurre el tiempo.

Al finalizar aquel frío mes de noviembre, estaba sentado en la cocina de mi casa bebiendo. Con cierta satisfacción pensé que tenía escondida suficiente ginebra para esa noche y el día siguiente. Mi esposa estaba en su trabajo. Dudé si me atrevería a esconder una botella cerca de la cabecera de la cama. La necesitaría antes del amanecer.

Mis cavilaciones fueron interrumpidas por el timbre del teléfono. La alegre voz de un antiguo compañero de colegio me preguntaba si podía ir a verme.
Estaba sobrio
. No podía recordar ninguna ocasión anterior en la que mi amigo hubiese llegado a Nueva York en esas condiciones. Me quedé sorprendido, pues se decía que lo habían internado por demencia alcohólica. ¿Cómo habría logrado escapar? Claro que vendría a cenar y entonces podría beber libremente con él. Sin preocuparme de su bienestar, sólo pensé en revivir el espíritu de días pasados. ¡Hubo una ocasión en que alquilamos un avión para completar la juerga! Su visita era un oasis en el desierto de la futilidad. ¡Exactamente eso, un oasis! Los bebedores son así.

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