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Authors: Jack London

El lobo de mar (4 page)

BOOK: El lobo de mar
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Wolf Larsen dejó caer la mía con un gesto desdeñoso.

—Las manos de los muertos te las han conservado finas. Buenas únicamente para fregar platos y hacer trabajos de marmitón.

—Deseo que se me desembarque —dije firmemente, porque sabía que observaban—. Pagaré cuanto juzgue usted que vale su molestia.

Me miró con curiosidad y a sus ojos asomó la burla.

—Voy a proponerte otra cosa, para bien de tu alma. Mi segundo ha muerto, y van a ascender todos. Un marinero subirá a popa para ocupar el lugar del segundo, el grumete pasará a ser marinero y tú serás grumete. Firmas el contrato para la expedición, veinte dólares mensuales, y ya está. ¿Qué dices a esto? Y piensa que es para bien de tu alma. Es precisamente lo que tú necesitas; así aprenderás a sostenerte sobre tus propias piernas y tal vez a hacer pinitos.

Pero yo no me di por aludido. Las velas del barco que había visto a Sudoeste se habían hecho más grandes y más visibles. Eran de una goleta igual que el Ghost, aunque de casco más pequeño. Constituía un lindo espectáculo verla saltar y volar hacia nosotros, y seguramente iba a pasar muy cerca. El viento había arreciado de pronto y el sol había desaparecido, enojado tras sus vanos esfuerzos por seguir luciendo. El mar empezaba a agitarse, volviéndose de un color plomizo, desagradable, y comenzaba a lanzar a lo alto montañas de espuma. Habíamos aumentado la velocidad y el barco corría mucho más inclinado. Un golpe de viento hundió la borda, y el agua, por un momento, barrió la cubierta de aquel lado, haciendo levantar rápidamente los pies a dos marineros.

—Aquel barco pasará pronto por aquí —dije después de un instante de silencio—. Como lleva dirección contraria, es probable que vaya a San Francisco.

—Muy probable —respondió Wolf Larsen, volviéndose en parte y gritando: "¡Cocinero, cocinero!".

El cocinero salió.

—¿Dónde está aquel muchacho? Dile que le necesito.

—Sí, señor.

Thomas Mugridge corrió a popa y desapareció por otra escalera próxima al timón. Un momento después surgís un sujeto de dieciocho o diecinueve años, corpulento, de aspecto vil y enfurruñado, andando sobre los talones.

—Ahí viene, señor —dijo el cocinero.

Pero Wolf Larsen, sin fijarse en este héroe, se volvió hacia el grumete.

—¿Cómo te llamas, muchacho?

—George Leach, señor —respondió de mal humor, y el continente del muchacho mostraba bien a las claras que adivinaba la razón por que había sido llamado.

—No es un nombre irlandés —repuso el capitán con perversa intención—. O'Toole o McCarthy sentarían algo mejor a tu aspecto. A no ser que haya algún irlandés entre las relaciones de tu madre.

Vi crisparse los puños del muchacho ante el insulto y la sangre le enrojeció la nuca.

—Pero dejemos eso —continuó Wolf Larsen—. Debes tener excelentes razones para olvidar tu nombre, y me gustaría que no te ocasionara ningún perjuicio mientras permanecieras a bordo. Por supuesto, tú te inscribiste en el puerto de Telegraph Hill; pero como suelen hacerlo allí o más sucio todavía. Ya conozco la especie. Bueno, puedes decidir si quieres que lo suprimamos aquí. ¿Comprendes? A ver, ¿quién te embarcó?

—McCready & Swanson.

—¡Señor! —vociferó Wolf Larsen.

—McCready & Swanson, señor —corrigió el muchacho, a cuyos ojos asomó la llama del odio.

—¿Quién tiene el dinero que te adelanté?

—Ellos, señor.

—Me lo figuraba. Pudiste dejárselo bien contento. Todo era poco a cambio de desaparecer en seguida. Ya habrás oído decir que te están buscando varios caballeros.

Instantáneamente el muchacho se trocó en una fiera. Encogió el cuerpo como si se dispusiera a saltar, y su semblante se metamorfoseó en el de un animal enfurecido cuando gritó:

—Esto es una...

—¿Una qué? —preguntó Wolf Larsen con una dulzura singular en la voz, como si sintiera una curiosidad invencible por conocer la palabra no pronunciada.

El muchacho titubeó, después hizo un esfuerzo por dominarse.

—Nada, señor, lo retiro.

—Pues me demuestras que yo tenía razón —dijo, con una sonrisa satisfecha—. ¿Cuántos años tienes?

—Acabo de de cumplir dieciséis, señor.

—Mentira. Tú ya no cumplirás dieciocho. Con todo, estás desarrollado y tienes una musculatura de caballo. Coge el fardo y pasa al castillo de proa. Ahora eres remero; has ascendido, ¿ves?

Sin esperar a que el muchacho aceptara, el capitán se volvió hacia el marinero que acababa la fúnebre tarea de coser el envoltorio del cadáver.

—Johansen, ¿conoces algo de navegación?

—No, señor.

—Bueno, no importa; lo mismo puedes ser segundo. Lleva tus cosas a popa al sitio del segundo.

—¡Ay, ay, señor! —respondió Johansen alegremente, dirigiéndose a proa.

Mientras tanto, el grumete continuaba sin moverse.

—¿Qué esperas? —preguntó Wolf Larsen.

—Yo no me ajusté como remero, señor —repuso—. Entré de grumete y no quiero ser remero.

—Anda y haz lo que te he dicho.

Esta vez la orden de Wolf Larsen era extraordinariamente imperiosa. El muchacho le clavó la vista con obstinación y se negó a marcharse.

Entonces hubo otro despertar de la formidable fuerza de Wolf Larsen. Fue algo completamente inesperado lo que sucedió en el intervalo de los segundos. Dio un salto a fondo, de seis pies, y metió el puño en el estómago de Leach. En el mismo instante, como si me hubiesen herido a mí, sentí un choque tremendo en la misma parte del cuerpo. Lo hago constar para demostrar cuán sensible era mi sistema nervioso y lo poco acostumbrado que estaba yo a espectáculos brutales. El grumete, que pesaría cuando menos ciento sesenta y cinco libras, se plegó alrededor del puño con la misma flexibilidad que un trapo mojado alrededor de un palo. Se levantó en el aire, describió una breve curva y cayó junto al cadáver, golpeando la cubierta con la cabeza y los hombros, y allí permaneció retorciéndose de dolor.

—¿Qué hay? —me preguntó Larsen—. ¿Estás decidido?

Yo había mirado casualmente hacia la goleta que se aproximaba, y ahora se hallaba a nuestra vista a una distancia no mayor de doscientas yardas. Era una embarcación pequeña, muy elegante y bien conservada. Sobre una de sus velas pude leer un gran número negro, y me pareció, recordando los dibujos que había visto, un barco—piloto.

—¿Qué es este barco? —pregunté.

—El barco—piloto Lady Mine —contestó Wolf Larsen de mala manera.—. Ha dejado a los pilotos y corre hacia San Francisco. Con este viento llegará en cinco o seis horas.

—Entonces, ¿tiene usted la bondad de hacerles una seña, a fin de que pueda desembarcar?

—Lo siento, porque he perdido el libro de señales —advirtió, y los cazadores celebraron la gracia con muecas.

Reflexioné, mirándole directamente a los ojos. Había visto el terrible tratamiento de que había sido objeto el grumete, y sabía que probablemente me pasaría lo mismo, si no peor. Como digo, reflexioné, y entonces realicé el acto más valeroso de mi vida. Corrí hasta la borda agitando los brazos y gritando:

—¡Lady Mine! ¡Desembárquenme! ¡Mil dólares si me desembarcan!

Esperé, observando a dos hombres que estaban junto al timón, uno de ellos gobernando, el otro se llevaba un megáfono a los labios. Yo no volvía la cabeza, pero a cada momento esperaba un golpe mortal del bruto humano que había detrás de mí. Al fin, después de unos instantes, que me parecieron siglos, no pudiendo resistir aquella tentación, miré en derredor. No se había movido. Se hallaba en la misma posición, balanceándose blandamente con el vaivén del barco y encendiendo otro cigarro.

—¿Qué pasa? ¿Alguna avería?

Este grito procedía del Lady Mine.

—¡Sí! —exclamé con toda la fuerza de mis pulmones—. ¡Vida o muerte! ¡Mil dólares si me desembarcan!

—Demasiada confusión en San Francisco para la salud de mi tripulación —gritó Wolf Larsen después—. ¡Este —y me indicó a mí con el pulgar— cree ver ahora serpientes de mar y monos!

El hombre del Lady Mine respondió con una carcajada a través del megáfono, y el barco—piloto pasó de largo.

—¡Mándalo al infierno! —gritó finalmente, y los dos hombres agitaron los brazos en señal de despedida. Me apoyé desesperado sobre la barandilla, mirando cómo la elegante goleta hacía crecer la extensión desierta del océano que nos separaba y pensando que probablemente estaría en San Francisco dentro de cinco o seis horas. Parecía que la cabeza iba a estallarme; tenía un dolor en la garganta como si mi corazón hubiese subido hasta allí. Una ola rizada rompió en el costado y me salpicó los labios. El viento soplaba con fuerza y el Ghost corría mucho más, hundiendo la barandilla de sotavento. Oía cómo el agua se precipitaba sobre la cubierta.

Cuando me volví un momento después, vi al grumete levantarse dando traspiés. Estaba mortalmente pálido y se encogía queriendo reprimir el dolor. Parecía enfermo.

—Qué, ¿te vas a proa? —preguntó Wolf Larsen.

—Sí, señor —respondió acobardado.

—¿Y tú? —me interrogó a mí.

—Le daré a usted mil... —empecé, pero fui interrumpido.

—¡Guarda eso! ¿Estás dispuesto a cumplir tus deberes de grumete, o habré de enseñarte por mi mano? ¿Qué iba a hacer? Ser brutalmente apaleado, muerto quizás, de nada serviría en mi caso. Miré con fijeza en aquellos ojos grises, crueles. Toda la luz y el calor del alma humana que contenían debían estar petrificados. En los ojos de algunos hombres se ve la agitación de su alma; pero los suyos eran fríos y grises como el mismo mar.

—¿Qué hay?

—Sí —dije.

—Di: sí, señor.

—Sí, señor —enmendé.

—¿Cómo te llamas?

—Van Weyden, señor.

—¿El primer nombre?

—Humphrey, señor. Humphrey van Weyden.

—¿Edad?

—Treinta y cinco años, señor.

—Bien va. Vete al cocinero y aprende tus obligaciones.

Y así fue cómo pasé a un estado de servidumbre involuntaria con Wolf Larsen. El era más fuerte que yo, y esto era todo. Pero entonces me parecía muy irreal; y ahora, cuando miro hacia atrás, no me parece más real que entonces. Para mí será siempre una cosa monstruosa, inconcebible, una horrible pesadilla.

—Alto, no te vayas ahora.

Me detuve obedientemente en mi camino hacia la cocina.

—Johansen, llama a los hombres ahora que lo hemos resuelto todo; celebraremos el entierro y libraremos la cubierta de trastos inútiles.

Mientras Johansen bajaba a avisar a los del cuarto, dos marineros, bajo la dirección del capitán, colocaban el cadáver envuelto en lona sobre una tapa de escotilla.

A cada lado de la cubierta, contra la barranquilla y con las quillas hacia arriba, había atados un buen número de pequeños botes. Varios hombres levantaron la tapa de escotilla con su fúnebre carga, la transportaron a sotavento y la colocaron encima de los botes con los pies afuera. Atado a los mismos iba el saco de carbón que el cocinero había llenado.

Yo había imaginado siempre que un sepelio en el mar era una ceremonia muy solemne que inspiraba respeto, pero en éste, al menos, me llevé una gran desilusión. Uno de los cazadores, pequeño y de ojos negros, a quien sus compañeros llamaban Smoke contaba historias abundantemente salpicadas de juramentos y obscenidades, y a cada minuto, poco más o menos, el grupo de cazadores soltaba la carcajada, que me parecía un coro de lobos o de espíritus infernales. Los marineros se reunieron a popa ruidosamente, y algunos que subían del cuarto se frotaban los ojos cargados de sueño y hablaban entre ellos en voz baja. En sus semblantes había una expresión siniestra de enojo. Era evidente que no les gustaba la perspectiva de un viaje bajo las órdenes de tal capitán y comenzando bajo tan malos auspicios. De vez en cuando dirigían a Wolf Larsen miradas furtivas y pude comprender que recelaban de aquel hombre.

Este avanzó hacia la tapa de la escotilla, y todas las cabezas se descubrieron. Los observé con la mirada: veinte hombres entre todos; veintidós, incluyendo al hombre del timón y a mí. Mi inspección curiosa podía perdonárseme, pues parecía ser mi destino convivir con ellos en aquella miniatura de mundo flotante, Dios sabría cuántas semanas o meses. Los marineros, en su mayoría, eran ingleses o escandinavos, y sus caras eran las de unos hombres torpes y estólidos. En cambio, los rostros de los cazadores, de líneas duras y con las huellas de todas las pasiones, revelaban más energía y variedad. Aunque parezca extraño, noté en seguida que las facciones de Wolf Larsen no representaban tanta perversidad. No descubría nada maligno en ellas. Es verdad que había líneas, pero sólo indicaban decisión y firmeza; antes bien, era un semblante franco y abierto, cualidades que acentuaba el hecho de estar completamente rasurado. Apenas podía creer, hasta que ocurrió el incidente referido, que aquel rostro fuese el de un hombre que pudiera comportarse como lo había hecho con el grumete.

En aquel momento, cuando abrió la boca para hablar, las ráfagas de viento empezaron a golpear la goleta e hiciéronla hundir de costado. El viento entonaba un canto feroz a través de los aparejos; algunos cazadores miraron a lo alto con inquietud; la borda de sotavento, donde yacía el cadáver, estaba bajo el agua, y cuando la goleta se enderezó, las olas barrieron la cubierta, mojándonos más arriba de nuestros zapatos. Nos cayó encima un aguacero y las gotas nos herían como si fueran granizo. Cuando pasó, Wolf Larsen empezó a hablar, y los hombres, con la cabeza desnuda, se balanceaban al unísono con el vaivén del barco.

—No recuerdo sino una parte del servicio —dijo—, que es: "Y el cuerpo se arrojará al mar". Así, pues, ya podéis arrojarlo.

Cesó de hablar; los hombres que sostenían la tapa de la escotilla parecían perplejos, extraviados, sin duda, de la brevedad de la ceremonia. Se lanzó sobre ellos furioso.

—¡Levantad este extremo, malditos! ¿Qué demonios os pasa?

Levantaron la tapa de la escotilla con una precipitación sensible, y como un perro lanzado por la borda, se hundió el muerto en el mar empezando por los pies.

El saco de carbón le arrastró hacia el fondo y desapareció.

—Johansen —dijo Wolf Larsen brevemente al otro segundo—, que permanezcan todos sobre cubierta ahora que han subido; recoged las gavias y los foques y aseguradlos bien. Se nos viene encima un Sudeste; también convendrá que se rice el foque y la vela mayor mientras permanecéis por aquí.

Un instante después había gran agitación en la cubierta. Johansen rugiendo órdenes y los hombres apretando, arriando cuerdas de diversas clases, siendo todo aquello confusión para un hombre de tierra como yo. Pero lo que me sorprendió particularmente fue la falta de sentimientos. El muerto era un episodio que ya había pasado, un incidente que se había hundido envuelto en una lona y con un saco de carbón, mientras el barco seguía su rumbo y continuaba su trabajo. Nadie estaba afectado. Los cazadores volvían a reír con una historia nueva de Smoke; los hombres tiraban y halaban, y dos de ellos trepaban a lo alto; Wolf Larsen observaba el cielo nuboso a barlovento, y el hombre muerto, sepultado con sordidez, hundiéndose, hundiéndose...

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