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Authors: Jack London

El lobo de mar (9 page)

BOOK: El lobo de mar
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—¡Eh, Hump! ¿Qué te parece? —dijo después de la pausa que las palabras y la situación requerían.

Le miré a la cara, que resplandecía como el mismo mar, y sus ojos fulguraban a la luz de las estrellas.

—Me parece singular, por no decir otra cosa, que pueda usted mostrar entusiasmo —respondí fríamente.

—¿Por qué, hombre, si esto es la vida? ¡Es la vida! —exclamó.

—Que es una cosa barata y sin valor alguno —repliqué con sus propias palabras.

Se rió, y aquélla fue la primera vez que oí vibrar su voz con una alegría sincera.

—¡Oh, no puedo hacerte comprender, no puedo meterte en la cabeza lo que es la vida! Por supuesto, la vida no tiene valor, excepto para ella misma. De la mía sé decirte que ahora precisamente es cuando vale mucho... para mí. No tiene precio, por lo que no dejarás de comprender que es apreciarla en demasía; pero no puedo evitarlo, porque es la vida que hay en mí la que le da valor.

Parecía buscar las palabras con que expresar el pensamiento, y al fin prosiguió.

—Mira; me siento elevado de una manera extraña, como si el tiempo repercutiera en mí, como si fuesen míos todos los poderes. Conozco la verdad, distingo lo bueno de lo malo, mi visión es clara y lejana, casi podría creer en Dios. Pero —cambió su voz y desapareció el fuego de su mirada—, ¿a qué es debido este estado mío, esta alegría de vivir, este triunfo de la vida, esto que bien podría llamarse inspiración? Pues no es más que la consecuencia de una perfecta digestión, y ocurre cuando el estómago se halla en buenas condiciones y el apetito tiene un límite y todo marcha bien. Es la seducción de la vida, el champaña de la sangre, la efervescencia del fermento... es lo que inspira a algunos hombres ideas santas, y hace que otros vean a Dios o crean en él cuando no puedan verle. Eso es todo, la embriaguez de la vida, la excitación y el movimiento de la espuma, la cháchara de la vida que enloquece al saber que vive. Y... ¡bah! Mañana lo pagaré todo, como lo paga el borracho. Y sabré que he de morir en el mar probablemente, que cesará mi movimiento propio para confundirse con el movimiento de la corrupción del mar; serviré de alimento, me convertiré en carroña, entregaré toda la fuerza y movimiento de mis músculos para que se convierta en fuerza de aletas y escamas en los intestinos de los peces. ¡Bah! El champaña ya es Insípido. Han desaparecido las chispas y las burbujas, ya es una bebida sin sabor.

Me dejó tan de repente como había venido, saltando a la cubierta con la ligereza y suavidad del tigre. El Ghost continuaba su camino. Advertí que el murmullo del agua se parecía mucho a un ronquido, y al escucharlo, el efecto de la rápida transición de Wolf Larsen, desde los transportes sublimes hasta la desesperación, se fue esfumando lentamente. Entonces en el interior del barco se elevó una hermosa voz de tenor, de algún marinero probablemente, entonando la Canción del alisio:

¡Oh, soy el viento que el marino ama...

soy constante, fuerte y sincero;

siguen mi rumbo cual las nubes en lo alto,

por el azul insondable de los trópicos!...

De día y de noche sigo el ladrido,

conservo su ruta lo mismo que un perro.

Al mediodía es mayor mi fuerza,

pero bajo la luna también pongo en tensión la vela.

CAPITULO VIII

Muchas veces creo que Wolf Larsen está loco o al menos medio loco, tales son sus cambios de humor y extravagancias. Otras veces imagino que es un gran hombre, un genio fracasado, pero finalmente me he convencido de que es el prototipo del hombre primitivo, nacido mil años o generaciones demasiado tarde, constituyendo un anacronismo en este siglo cumbre de la civilización. Es, sin duda alguna, un individualista del tipo más pronunciado, y no solamente esto, sino que está muy aislado. No hay ninguna afinidad entre él y los demás hombres de a bordo. Su formidable virilidad y fuerza mental lo mantienen aparte; él los considera más bien como nifios, y como niños los trata, aun a los cazadores, descendiendo por fuerza hasta su nivel y jugando con ellos como si fueran cachorrillos. Y si no, les sondea con la crueldad de un disector, sigue sus procesos mentales y examina sus almas como si quisiera conocer la materia de que están formadas.

En la mesa le he visto varias veces insultar, ora a un cazador, ora a otro, con mirada fría y tranquila, y observar al mismo tiempo sus acciones, sus respuestas o sus enojos pueriles, con cierto interés o curiosidad casi ridículos para mí, que era un espectador y lo comprendía. En cuanto a sus propios enfurecimientos, tengo la seguridad de que no son reales, que a menudo son experimentos, pero en su mayor parte proceden de la costumbre, de una actitud que ha creído conveniente adoptar con sus semejantes. Sé que con la posible excepción del incidente de la muerte del segundo, no le he visto verdaderamente enojado; no es que desee tampoco presenciar uno de sus momentos de genuino furor en que todas sus energías deben entrar en funciones.

Por lo que respecta a la cuestión de sus extravagancias, voy a relatar lo que le aconteció a Thomas Mugridge en la cabina y así completaré un incidente al que ya me he referido en otras ocasiones.

Cierto día, terminada la comida de las doce y cuando acababa yo de poner en orden la cabina, Wolf Larsen bajó la escalera en compañía de Thomas Mugridge. Aunque el cocinero tiene su madriguera en un departamento que comunica con la cabina, nunca se atreve a entretenerse o dejarse ver por allí y sólo un par de veces al día la cruza rápidamente, como un tímido espectro.

—Así, pues, sabes jugar al "Nap" iba diciendo Wolf Larsen con una entonación alegre en la voz—. Debí suponerlo en un inglés. Yo lo aprendí en los barcos Ingleses.

Thomas Mugridge estaba a su lado, estúpidamente satisfecho, encantado de ver que el capitán le trataba como a un camarada. Su petulancia y los esfuerzos que hacía al querer moverse con el desembarazo propio de gentes bien nacidas, hubieran sido insoportables de no haber sido ridículas. Mi presencia le pasó por completo desapercibida, aunque aseguraría que se hallaba simplemente imposibilitado de verme. Sus ojos claros, deslavazados, flotaban como olas indolentes de verano, pero las visiones de bienaventuranzas que pudiesen vislumbrar estaban fuera del alcance de mi imaginación.

—Trae la baraja, Hump —ordenó Wolf Larsen cuando se sentaban a la mesa—. Y saca también los cigarros y el whisky, que encontrarás en mi camarote.

Volví con las cosas requeridas, a tiempo para oír cómo el cocinero insinuaba groseramente que en su vida debía haber algún misterio, que debía ser fruto del error de algún caballero o algo por el estilo, y también que había sido alejado de Inglaterra, y ahora le pagaban a fin de que no volviese por allá.

—Y bien pagado, señor —decía—, bien pagado para que eche el ancla y me esté quieto.

Yo había traído las copas de licor usuales, pero Wolf Larsen frunció el ceño, movió la cabeza y me indicó con la mano que trajera los vasos grandes. Llenó dos tercios de éstos de whisky, puso "una bebida de caballeros", según dijo Thomas Mugridge, y brindaron por el glorioso juego del "Nap", luego encendieron cigarros y empezaron a barajar y repartir las cartas.

Jugaban dinero, aumentaban las cantidades de las apuestas y bebían whisky, se lo acabaron todo y traje más. Ignoro si Wolf Larsen haría trampas, de lo cual era muy capaz, pero el caso es que ganaba constantemente. El cocinero hacía frecuentes viajes a su camarote en busca de dinero, y cada vez lo realizaba con mayor jactancia, pero sin traer nunca más que unos dólares. Según crecía su borrachera aumentaba también su familiaridad, y apenas podía sostener las cartas o mantenerse erguido. Antes de emprender otro viaje a su camarote clavó un dedo grasiento en el ojal de Wolf Larsen y reiteró estúpidamente varias veces: "Tengo dinero, ya le dije que tengo dinero, y que soy el hijo de un caballero".

Wolf Larsen continuaba impasible, y eso que bebía vaso tras vaso y los suyos quizá fuesen los más llenos. No se operaba ningún cambio en él, ni siquiera parecía divertirse con las payasadas del otro.

Finalmente, el cocinero, afirmando en alta voz que podía perder como un caballero, apostó el último dinero y lo perdió, después de lo cual apoyó la cabeza en las manos y se puso a llorar. Wolf Larsen le observaba con curiosidad, como si quisiera escudriñar en su interior; después cambió de parecer, cediendo probablemente a la conclusión de que nada había que hacer allí.

—Hump —me dijo con exagerada cortesía—, ten la bondad de coger a míster Mugridge del brazo y acompáñale a cubierta, no se encuentra muy bien. Y di a Johnson que le vierta unos cuantos cubos de agua salada por encima.

Esto último lo dijo en voz baja, para que sólo pudiera oírlo yo.

Dejé a Mugridge en la cubierta en manos de dos marineros malhumorados que habían sido llamados para el caso. Mugridge, medio adormecido, seguía tartajeando que era hijo de un caballero; pero cuando bajé la escalera para limpiar la mesa, le oí chillar bajo la impresión del primer cubo de agua.

Wolf Larsen contaba las ganancias.

—Ciento ochenta y cinco dólares justos —dijo en voz alta—. Precisamente lo que yo me figuraba. El miserable llegó a bordo sin un centavo.

—Lo que usted ha ganado es mío, señor —dije audazmente.

Me favoreció con una sonrisa burlona.

—En mi época, Hump, estudié gramática —dijo—, y me parece que has confundido los tiempos. "Era mío", debiste haber dicho, no "es mío".

—Esto no es una cuestión de gramática sino de ética —respondí.

Transcurrió un minuto antes de que volviese a hablar.

—Mira, Hump —dijo con una alegre seriedad que encerraba un dejo indefinible de tristeza—, ésta es la primera vez que oigo la palabra "ética" en labios de un hombre. Tú y yo somos los únicos de a bordo que conocemos su significado... Hubo una época en mi vida —continuó después de otra pausa en que soñé que algún día hablaría yo con hombres que usaran este lenguaje, que podría elevarme del lugar de la vida en que había nacido y discutir y mezclarme con gentes que hablaran precisamente de cosas tales como la ética. Esta es la primera vez que oigo pronunciar la palabra, lo cual tiene poca importancia porque estás en un error. No es una cuestión de gramática ni de ética, sino de hecho.

—Ya comprendo —dije—. El hecho es que usted tiene el dinero.

Se le avivó el semblante y pareció satisfecho de mi perspicacia.

—Pero esto es esquivar la verdadera cuestión —continué yo—, se trata de un hecho de justicia.

—¡Ah! —observó haciendo un gesto con la boca—, por lo que veo, ¿sigues creyendo en esas cosas de justicia e injusticia?

—Pero, ¿usted no? ¿No cree usted en eso?

—De ninguna manera. Fuerza es razón y no hay más; la debilidad es culpa, lo cual es un pobre sistema para decir que el ser fuerte es bueno en sí mismo, como por la propia causa es malo ser débil, o mejor aún, el ser fuerte es agradable porque es provechoso y el ser débil es doloroso como lo es un castigo. Ahora precisamente, le posesión de este dinero es una cosa agradable, siempre es bueno tener dinero, y pudiendo poseerlo cometería una injusticia conmigo mismo y con la vida que hay en mi si te lo diera y renunciara al placer de poseerlo.

—Pero reteniéndolo comete una injusticia conmigo —repliqué.

—No lo creas; un hombre no puede hacer injusticias a otro hombre. Sólo puede ser injusto consigo mismo. Según mi manera de ver, yo cometo siempre una injusticia cuando considero los intereses de los demás. ¿No lo comprendes? ¿Cómo pueden ser injustas dos partículas del fermento al luchar por devorarse mutuamente? Es una herencia innata este hecho de devorar y no ser devorado. El que renuncia a ello, peca.

—Entonces, ¿usted no cree en el altruismo? —pregunté.

Escuchó la palabra como si fuese un sonido conocido, pero meditó sobre ella profundamente.

—Espera; significa algo así como cooperación, ¿no es eso?

—Bueno; en cierto modo, viene a ser una especie de conexión —contesté, sin sorprenderme esta vez ente estas lágrimas de su vocabulario, el cual, lo mismo que sus conocimientos, era producto de la instrucción de un hombre que se ha educado a sí mismo, cuyos estudios nadie ha dirigido y que ha pensado mucho y ha hablado poco o nada—. Una acción altruista es la que se realiza para el bienestar de otros. Es una acción desinteresada por oposición a otra realizada en bien de uno mismo, lo cual es el egoísmo.

Asintió con la cabeza.

—¡Oh, sí! Ahora lo recuerdo, lo encontré en una obra de Spencer.

—¡Spencer! —exclamé—. ¿Le ha leído usted?

—No mucho —declaró—. Comprendí bastantes de sus Primeros principios, pero su Biología está fuera de mí alcance y su Psicología me dejó en suspenso por muchos días. Confieso honradamente que no pude comprender adónde se dirigía. Lo atribuí a deficiencia mental por mi parte, pero después me he convencido de que era falta de preparación. Carecía de una base apropiada, y sólo Spencer y yo sabemos cuánto machaqué. De sus Datos de ética entresaqué algo; allí es donde tropecé con la palabra "altruismo", y ahora recuerdo cómo la empleaba.

Me preguntaba yo qué fruto habría sacado este hombre de una obra semejante. Recordaba lo bastante a Spencer para saber que el altruismo era imperativo para su ideal de conducta elevada. Wolf Larsen había evidentemente cribado las enseñanzas del gran filósofo, desechando y escogiendo de acuerdo con sus necesidades y deseos.

—¿Qué más encontró usted? —pregunté.

Frunció un poco las cejas con el esfuerzo mental para expresar convenientemente pensamientos que jamás había traducido en palabras. Sentí que mi espíritu se exaltaba. Estaba practicando un tanteo en su alma, lo mismo que hacía él con el alma de los demás. Estaba explorando un territorio virgen. Ante mis ojos se desarrollaba una región extraña, terriblemente extraña.

—Empleando la menor cantidad posible de palabras —comenzó—, Spencer lo expone de esta manera: Primero, un hombre debe obrar en beneficio propio, hacerlo así es ser moral y bueno. Después debe obrar en beneficio de sus hijos, y en último término debe obrar en beneficio de la raza.

—Y la conducta más justa, más noble y elevada —le interrumpí yo— es aquella acción que beneficia al mismo tiempo al hombre, a sus hijos y a la raza.

—Yo no sostendría eso —replicó—. No veo la necesidad de ello ni es de sentido común. Yo suprimo la raza y los hijos; para ellos no sacrificaría nada. Eso es precisamente muy dulce y sentimental, y debes comprenderlo tú mismo, así es al menos para un hombre que no cree en la vida eterna. Teniendo la inmortalidad por delante, el altruismo sería la proposición de pago de un negocio. Podría elevar mi alma a toda suerte de alturas. Pero, sin tener ante mí otra cosa eterna más que la muerte, dada la corta duración del movimiento de este fermento que se llama vida, sería una inmoralidad ejecutar ninguna acción que representara un sacrificio. Cualquier sacrificio que me hiciese perder una sola vibración de este movimiento sería una tontería, y no solamente una tontería, sino una injusticia para conmigo mismo y además una cosa inicua. No debo perder un latido, si quiero sacar el mayor producto del fermento. La eterna inmovilidad que me espera no se hará más cómoda o más dura con los sacrificios o los egoísmos del tiempo en que habré sido fermento palpitante.

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