Una Guía Michelín le había proporcionado el plano de la ciudad. De hecho se hallaba instalado en el corazón de la misma. La plaza que divisaba era la Plaza del Mercado. El edificio que se vislumbraba a la derecha era el Palacio de Justicia.
La guía decía: Hotel de Inglaterra. Primera Categoría. Habitaciones desde veinticinco francos. Cuartos de baño. Comidas a quince, y a dieciocho francos. Especialidad en trufas, foie–gras y salmón de Dordogne.
También tenía postales. En una de ellas se veía la estación. Sabía que el Hotel de Francia, al otro lado de la plaza, le hacía la competencia al Hotel de Inglaterra.
E imaginaba las calles, y luego las carreteras, como aquella a la que él había llegado tambaleándose.
—¡El jefe de estación al aparato!
—¡Pregúntale si el jueves por la mañana bajó algún viajero del tren de París!
—¡Dice que no!
—¡Eso es todo!
¡Era casi matemáticamente seguro que el billete le pertenecía al hombre que había saltado a la vía un poco antes de Bergerac, y que había disparado sobre Maigret!
—¿Sabes lo que deberías hacer? Ir a ver la casa del señor Duhourceau, el procurador, y después la del cirujano.
—¿Para qué?
—¡Para nada! Para contarme lo que veas.
Se quedó solo y lo aprovechó para fumar más de lo que le estaba permitido. La tarde caía dulcemente y la plaza tenía un resplandor rosado. Los viajantes de comercio volvían de su trabajo y aparcaban los coches en el terraplén, junto al hotel. Se oía, allá abajo, el ruido de las bolas de billar.
¿Por qué el hombre del tren había descendido antes de la parada, arriesgando su vida, y por qué, al verse seguido, había disparado?
¡En todo caso, el hombre conocía el trayecto, pues había descendido en el momento preciso en que el tren comenzaba a perder velocidad!
¡Si no había querido llegar hasta la estación era porque los empleados lo conocían!
¡Y, de todas formas, aquello no bastaba para probar que se trataba del asesino de la granjera y de la hija del jefe de estación!
¡Maigret recordaba la agitación de su compañero de litera, su respiración irregular, sus silencios seguidos de suspiros desesperados!
—A esa hora, Duhourceau debe estar en su casa, en su despacho, leyendo los periódicos de París o examinando sus papeles. El cirujano debe pasar revista en el Hospital, seguido de la enfermera. El comisario de Policía...
Maigret no tenía ninguna prisa. De ordinario, al principio de una investigación, se apoderaba de él una impaciencia parecida al vértigo. La incertidumbre le molestaba extraordinariamente. No se sentía tranquilo hasta que empezaba a presentir la verdad.
Pero esta vez le ocurría lo contrario, quizá a causa de su estado.
¿Acaso no le había dicho el médico que no podría levantarse hasta pasados unos quince días, y que incluso entonces tendría que ser prudente?
Tenía tiempo de sobra. Durante esos largos días mataría el tiempo tratando de reconstruir, desde su cama, un Bergerac tan vivo como fuese posible, con todos los personajes en su lugar.
—¡Voy a tener que llamar para que me enciendan la luz!
Pero no lo hizo por pereza, y su mujer, al volver, lo encontró completamente a oscuras.
La ventana estaba todavía abierta, dejando penetrar el airecillo fresco de la noche. Los faroles dibujaban una guirnalda de luz alrededor de la plaza.
¿Es que quieres agarrarte una pulmonía? ¡A quién se le ocurre estar con la ventana abierta cuando...!
—¿Y bien?
—¿Y bien, qué? He visto las casas. Pero no comprendo para qué puede servir eso.
—¡Cuéntame!
—El procurador vive al otro lado del Palacio de Justicia, en una plaza casi tan grande como ésta. Es una casa grande, de dos pisos. En el primero hay un balcón de piedra. Debe tratarse de su despacho, pues la habitación estaba iluminada. He visto a un criado que corría las cortinas de la planta baja.
—¿Es una casa alegre?
—¿Qué quieres que te diga? ¡Es como todas las casas grandes! Más bien sombría. Las cortinas son de terciopelo granate, y han debido costar unos dos mil francos por ventana. Un terciopelo suave, sedoso, que cae a grandes pliegues.
Maigret estaba encantado. Poco a poco iba corrigiendo la imagen que se había hecho de la casa.
—¿Y el criado?
—¿Qué quieres saber del criado?
—¿Llevaba un chaleco a rayas?
—¡Sí!
Maigret hubiese aplaudido muy a gusto. ¡Una mansión sólida, solemne, con ricas cortinas de terciopelo, con un balcón de piedra tallada, con muebles antiguos! ¡Un criado con chaleco a rayas! ¡Y el procurador, de chaqué, con zapatos de charol y el pelo blanco cortado a cepillo!
—¡Sí, ahora recuerdo que lleva zapatos de charol!
—¡Y con botoncillos! Me di cuenta ayer.
También el hombre del tren llevaba zapatos de charol. ¿Pero se ataban con botoncillos o con cordones?
—¿y la casa del médico?
—¡Está casi en el otro extremo de la ciudad!
Es una villa como las que se ven en las playas, con techo bajo, flores, un bonito garaje, gravilla blanca en el jardín, persianas pintadas de verde y un farol de hierro forjado. Las persianas no estaban cerradas. He visto a su mujer bordando en el salón.
—¿Y la cuñada?
—Llegó en coche con el médico. Muy joven, muy bonita y muy bien vestida. Nadie diría que vive en una ciudad pequeña. Debe comprarse los trajes en París.
¿Qué relación podía tener aquello con un maníaco que atacaba a las mujeres en la carretera y las estrangulaba para atravesarles el corazón con una aguja?
Maigret no intentaba averiguarlo. De momento se contentaba con poner a las personas en su lugar.
—¿No te has encontrado a nadie?
—A nadie conocido. Por lo visto la gente sale poco.
—¿Hay algún cine?
—He visto uno en una calleja. Dan una película que ya vi en París hace tres años.
Leduc llegó hacia las diez de la mañana, dejó el viejo Ford delante del hotel y un poco más tarde llamó a la puerta de Maigret. Éste se hallaba ocupado degustando una taza de caldo que su mujer acababa de prepararle en la cocina.
—¿Cómo te encuentras?
—¡Siéntate! No, no al sol. Me impides ver la plaza.
Desde que había dejado la Policía, Leduc había engordado. Y había en él algo que lo hacía más blandengue que antes.
—¿Qué te ha preparado para comer tu cocinera?
—Chuletas de cordero con salsa. Ahora debo tomar comidas ligeras.
—Dime. ¿No has hecho ningún viajecito a París estos últimos tiempos?
La señora Maigret volvió la cabeza bruscamente, sorprendida por esta pregunta brutal. Y Leduc, violento, miró a su compañero con aire de reproche.
—¿Qué quieres decir? Ya sabes que...
Evidentemente, Maigret sabía muy bien que... Pero observó la silueta de su compañero y su bigotillo castaño, sus anchos zapatos de caza.
—Entre nosotros, ¿cómo te las arreglas aquí en cuestión de mujeres?
—¡Cállate! –intervino la señora Maigret.
—¿Por qué? ¡Es cuestión muy importante! En el campo no se tienen las comodidades de la ciudad. ¿Y tu cocinera? ¿Qué edad tiene?
—¡Sesenta y cinco años! Ya ves que...
—¿Y no hay otra?
Lo más molesto era quizá el tono de seriedad con que Maigret hacía estas preguntas, que de ordinario requieren un tono ligero o irónico.
—¿Ninguna pastora en los alrededores?
—La sobrina de la cocinera, que viene a veces a echar una mano.
—¿Dieciséis años? ¿Dieciocho?
—Diecinueve. Pero...
—Y tú... Ustedes... En fin...
Leduc no sabía ya qué cara poner, y la señora Maigret, aún más violenta que él, desapareció de la habitación.
—¡Eres muy indiscreto!
—Dicho de otro modo, es cosa hecha. ¡Estás bien, viejo!
Y Maigret, sin darle importancia a la cosa, gruñó, pocos instantes después:
—El procurador Duhourceau no está casado. ¿Acaso también él?
—¡Se nota que vienes de París! Hablas de estas cosas como si se tratase de lo más natural del mundo. ¿Crees que el procurador le cuenta a todo el mundo sus aventuras?
—Pero, como todo se sabe, estoy persuadido de que estás al corriente.
—No sé más que lo que se cuenta.
—¿Lo ves?
—El procurador va a Burdeos una o dos veces por semana. Y allá...
Maigret no cesaba de estudiar a su compañero y una sonrisa divertida flotaba por sus labios. Había conocido a un Leduc diferente, un Leduc que no conocía aquellas frases prudentes, aquellos gestos reservados, aquellos temores provincianos.
—¿Sabes lo que tendrías que hacer, tú que tienes libertad para ir y venir a tu antojo? Empezar una investigación para averiguar quién estuvo fuera de la ciudad el miércoles pasado. ¡Espera! Los que más me interesan son el doctor Rivaud, el procurador, el comisario, y tú.
Leduc se había puesto en pie y contemplaba molesto su sombrero de paja, como si estuviese dispuesto a ponérselo de un gesto seco y dejar la habitación.
—¡No! ¡Basta de bromas! No sé qué es lo que te pasa. Desde la herida no te comportas de un modo normal. ¿Acaso me imaginas, en una pequeña ciudad como ésta, donde todo se sabe, abriendo una encuesta sobre el procurador de la República? ¿O sobre el comisario de Policía? ¡Yo, que ya no tengo ningún título oficial! Además, tus insinuaciones.
—¡Siéntate, Leduc!
—Tengo poco tiempo.
—¡Te digo que te sientes! ¡Tienes que comprenderlo! Aquí, en Bergerac, hay un hombre que en la vida corriente tiene todo el aspecto de un hombre normal, y que, sin duda, ejerce una profesión cualquiera. Es ese hombre el que, de pronto, en una crisis de locura...
—¡Y tú me incluyes en el número de los asesinos posibles! ¿Acaso crees que no he comprendido el sentido de tus preguntas? Esa necesidad de saber si tengo una amante. Todo porque tú te dices que un hombre que se halla privado de mujeres se halla más propenso a dejarse llevar de...
Estaba realmente enfadado. Con el rostro congestionado y los ojos brillantes, continuó:
—¡La Policía local se ocupa de este asunto! ¡A mí no me concierne! Y ahora, si tú quieres meterte en lo que...
—¡En lo que no me importa! ¡Peor para mí! Pero imagina por un instante que dentro de un par de días, o de cuatro, o de ocho, descubren a tu amiguita de diecinueve años con una aguja clavada en el corazón.
La mano de Leduc aferró el sombrero y lo hundió con tanta fuerza en su cabeza que la paja crujió. Luego salió cerrando la puerta de un gesto seco.
La señora Maigret, que no esperaba más que esta señal, entró a su vez, nerviosa, inquieta.
—¿Se puede saber qué te ha hecho Leduc? Raras veces te he visto comportarte con alguien de un modo tan desagradable. Se diría que sospechas que...
—¿Sabes lo que deberías hacer? Dentro de un rato, o bien mañana, Leduc volverá, y estoy seguro de que se excusará de su salida demasiado brutal. Pues bien, te pido que vayas a comer a su casa, a La Ribaudière.
—¿Yo? Pero...
—Y ahora, por favor, dame la pipa y arréglame las almohadas.
Una media hora más tarde, cuando entró el doctor, Maigret le sonrió amablemente y, de buen humor, comenzó a interpelarlo:
—¿Qué es lo que le ha dicho?
—¿Quién?
—Mi compañero Leduc. Se halla inquieto. Probablemente le ha pedido que me someta a un serio examen mental. No, doctor, no estoy loco. Pero...
Tuvo que callarse porque le estaban metiendo un termómetro en la boca. El cirujano descubrió la herida, que iba cicatrizándose lentamente.
—¡Se mueve usted demasiado! Treinta y ocho y medio. Y no necesito preguntarle si ha fumado. La atmósfera está cargadísima.
—¡Debería usted prohibirle absolutamente la pipa, doctor! –intervino la señora Maigret.
Pero su marido la interrumpió:
—¿Puede usted decirme con qué intervalos de tiempo fueron cometidos los crímenes del loco?
—Espere. El primero tuvo lugar hace un mes. El segundo una semana más tarde. Después, la tentativa frustrada tuvo lugar el viernes siguiente, y.
—¿Sabe lo que pienso, doctor? Que hay muchas probabilidades de que nos hallemos en vísperas de un nuevo atentado, y aún diría más: si no se produce, es sin duda porque el asesino se siente vigilado. Y, si se produce...
—¿Y bien?
—Podríamos proceder por eliminación. Supongamos que en el momento del crimen se halla usted en esta habitación; eso le libra automáticamente de toda sospecha. Supongamos que el procurador se encuentra en Burdeos, el comisario en París o en otro sitio, y mi amigo Leduc en el diablo.
El médico contemplaba fijamente al enfermo.
—En resumen, está usted restringiendo el campo de posibilidades.
—¡De posibilidades no! De probabilidades.
—¡Es igual! Estaba diciendo que restringe usted el campo al pequeño grupo que se encontraba junto a usted cuando despertó de la operación.
—¡No del todo, puesto que olvido al secretario! Lo restrinjo a las personas que vinieron a verme durante el día de ayer, y que pudieron perder, por descuido, un billete de tren. A propósito, ¿dónde se encontraba usted el miércoles pasado?
—¿El miércoles?
Y el doctor, confuso, rebuscaba en su memoria. Era un hombre joven, activo, ambicioso, de gestos amables y aspecto elegante.
—Creo que... Espere, fui a La Rochelle para...
Pero se interrumpió ante la sonrisa divertida del comisario.
—¿Debo tomarme esto como un interrogatorio? En ese caso le prevengo que...
—¡Cálmese! Piense que no tengo nada que hacer en todo el día, yo, que de ordinario llevo una vida terriblemente activa. De modo que invento juegos para mí solo. ¡El juego del loco! Nada le impide a un médico estar loco, o a un loco ser médico. Nada impide tampoco que un procurador de la República...
Y Maigret oyó que el doctor le preguntaba en voz baja a su mujer:
—¿No ha bebido nada?
Lo mejor fue cuando el doctor Rivaud se marchó. La señora Maigret se aproximó a la cama, muy enfadada:
—¿Es que no te das cuenta de lo que haces? ¡Verdaderamente, no te comprendo! ¡Si quisieras hacerle creer a la gente que eres tú el loco, no obrarías de otra manera! El doctor no ha dicho nada. Es muy educado. Pero he notado que... ¿Se puede saber por qué sonríes así?
—¡Por nada! ¡Es el sol! Esas líneas rojas y verdes de la tapicería. Esas mujeres que chismorrean en la plaza. Ese cochecito color limón que parece un insecto grande. Y ese tufillo a foie–gras. Pero he aquí que hay un loco. Mira esa chica tan guapa que pasa, sus formas redondas, sus senos en forma de pera. Es quizá a ella a la que el loco...