La señora Maigret lo miró a los ojos y comprendió que su marido ya no bromeaba, que estaba hablando muy seriamente, que había angustia en su voz.
Él le tomó la mano para terminar:
—Estoy persuadido de que esto no ha acabado todavía, ¿comprendes? Y con toda mi alma quisiera impedir que una chica estupenda, que hoy se halla viva, pase uno de estos días por esta plaza metida en un ataúd, escoltada por personas vestidas de negro. ¡Hay un loco en la ciudad! Un loco que habla, que ríe, que va y viene.
Y con una voz cálida balbuceó, con los ojos medio cerrados:
—¡Dame por lo menos la pipa!
Maigret había elegido su hora preferida, las nueve de la mañana, a causa de la rara tonalidad que el sol tenía a esta hora, y también a causa del ritmo de vida que, sobre la plaza, partiendo de la puerta abierta de una tienda, del ruido de las ruedas de una carreta, de un visillo bruscamente corrido, iba amplificándose hasta el mediodía.
Desde su ventana podía ver sobre un árbol uno de los anuncios que había hecho poner por toda la ciudad.
El miércoles a las nueve de la mañana, en el Hotel de Inglaterra, el comisario Maigret entregará una prima de cien francos a toda persona que le proporcione un dato sobre las agresiones de Bergerac, que parecen ser obra de un loco.
—¿Tengo que quedarme en la habitación? –preguntó la señora Maigret, que incluso en el Hotel encontraba el modo de trabajar casi tanto como en su casa.
—¡Quédate si quieres!
—No tengo ningún interés, Además, no vendrá nadie.
Maigret sonreía, Eran sólo las ocho y media, y, mientras encendía su pipa, aguzaba el oído para percibir el ruido de un motor:
—¡Ya tenemos a uno!
Era el ruido familiar del viejo Ford.
—¿Por qué no vino Leduc ayer?
—Tuvimos unas palabras. No tenemos las mismas ideas sobre el loco de Bergerac. Lo cual no será obstáculo para que se encuentre aquí dentro de unos segundos.
—¿El loco?
—Leduc. ¡Y el loco también! ¡Y quizá varios locos! Es casi matemático. Un anuncio como éste ejerce una atracción irresistible sobre todos los anormales, los imaginativos, los grandes nerviosos, los epilépticos. ¡Entra, Leduc!
Leduc ni siquiera había tenido tiempo de llamar a la puerta. Mostró un rostro algo confuso.
—¿Cómo no viniste ayer?
—Precisamente quería rogarte que me excusaras. Buenos días, señora Maigret. Tuve que ir a buscar al plomero porque se me reventó una cañería. ¿Te encuentras mejor?
—¡Voy tirando! Siempre con la espalda rígida como un ataúd, pero aparte de eso... ¿Has visto mi anuncio?
—¿Qué anuncio?
Estaba mintiendo, y Maigret estuvo a punto de decírselo. Pero, a fin de cuentas, no tuvo esa crueldad.
—¡Siéntate! Dale el sombrero a mi mujer. Dentro de unos minutos vamos a recibir visitas. Y, entre otras, me dejaría cortar la mano si no recibimos la del loco.
Estaban llamando a la puerta. Sin embargo, nadie había atravesado la plaza, Unos instantes después entraba el dueño del Hotel.
—Le ruego me disculpe. No sabía que tenía visita. Vengo a causa del anuncio.
—¿Puede usted proporcionarme algún dato?
—¿Yo? ¡No! ¡Qué idea! ¡Si hubiese sabido algo lo habría dicho ya! Sólo deseaba saber si debemos dejar subir a todos los que se presenten.
—¡Sí, naturalmente!
Maigret lo contemplaba a través de sus ojos entornados. Estaba convirtiéndose en una manía lo de observar a la gente de aquella manera. ¿O quizá se debía a que Maigret vivía obstinadamente bajo un rayo de sol?
—Puede usted dejarnos.
Y dirigiéndose a Leduc, añadió:
—¡También éste es un hombre curioso! Fuerte como un árbol, sanguíneo, como con una piel rosada que parece siempre a punto de estallar.
—Lo que corresponde a un antiguo mozo de granja de los alrededores, que empezó casándose con su patrona. Él tenía veinte años, y ella cuarenta y cinco.
—¿Y después?
—Éste es su tercer matrimonio. ¡Una fatalidad! Todas sus esposas mueren.
—Volverá dentro de un momento.
—¿Por qué?
—¡No lo sé! Pero volverá cuando todo el mundo esté aquí. Encontrará un pretexto. En este momento el procurador debe estar saliendo de su casa. En cuanto al doctor, juraría que trota por las salas del hospital para liquidar en cinco minutos sus consultas de la mañana.
Maigret aún no había terminado la frase cuando ya divisaron al procurador, que atravesaba la plaza apresuradamente.
—¡Ya van tres!
—¿Qué quieres decir?
—El procurador, el dueño del Hotel, y tú.
—¿Otra vez? Escucha, Maigret...
—Ve a abrirle la puerta al procurador, que no se atreve a llamar.
—Volveré dentro de una hora –anunció la señora Maigret, que acababa de ponerse el sombrero.
El procurador la saludó ceremoniosamente y estrechó la mano del comisario sin mirarlo de frente.
—Me han puesto al corriente de su idea, y he insistido en verlo inmediatamente. Para empezar, que quede bien entendido que actúa usted a título privado. Pero, a pesar de ello, debiera haberme consultado, ya que habiendo una investigación en curso...
—Siéntese, se lo ruego. Leduc, ocúpate del sombrero y el bastón del procurador. Precisamente estaba diciéndole a Leduc, señor procurador, que dentro de unos momentos el asesino estará aquí. ¡Bien! Ya tenemos aquí al comisario, que mira la hora y va a beber cualquier cosa antes de subir.
¡Era cierto! Vieron entrar al comisario en el Hotel, pero sólo diez minutos después apareció en la puerta de la habitación. Quedó estupefacto al ver al procurador, y se excusó murmurando:
—Creí que mi deber era...
—¡Naturalmente! Leduc, busca sillas. Debe haber una en la habitación de al lado. Nuestros clientes empiezan a llegar. Pero ninguno quiere ser el primero.
En efecto, tres o cuatro personas vagaban por la plaza echándole frecuentes miradas al Hotel. Todas siguieron con los ojos el coche del doctor, que paró justo ante la puerta.
A pesar del sol primaveral había cierta tensión en el aire. El médico, al igual que sus predecesores, hizo un movimiento de contrariedad al encontrar a tanta gente en la habitación.
—¡Esto es un verdadero consejo de guerra! –murmuró con una risita.
Y Maigret notó que se había afeitado mal y que el nudo de su corbata no era tan perfecto como de ordinario.
—¿Cree usted que el juez de instrucción...?
—Ha ido a Saintes para un interrogatorio, y no volverá hasta la noche.
—¿Y su secretario? –quiso saber Maigret.
—No sé si ha ido con él. O quizá. ¡Sí, está saliendo de su casa y viene hacia aquí! Vive precisamente enfrente del Hotel, en esa casa de las persianas azules.
Pasos en la escalera.
Pasos de muchas personas.
Después cuchicheos.
—Abre la puerta, Leduc.
Esta vez se trataba de una mujer, y no venía de fuera. Era la sirvienta que había estado a punto de ser víctima del loco y que seguía trabajando en el Hotel. Un hombre la seguía, tímido, avergonzado.
—Es mi novio, que trabaja en el garaje. No quería dejarme venir, con el pretexto de que cuanto menos se hable...
—Hagan el favor de entrar los dos. Y usted también. –añadió dirigiéndose al dueño del Hotel, que se hallaba en la puerta.
—Sólo quería saber si mi sirvienta...
—¡Entre! ¡Entre! Y usted, ¿cómo se llama?
—Rosalía, señor. Pero no sé si, por la prima. Porque ya he dicho todo lo que sabía.
Y el novio, furioso, gruñó, sin mirar a nadie:
—¡Mientras sea verdad!
—¡Claro que es verdad! Yo no habría inventado.
—¿Acaso no inventaste también la historia del cliente que quería casarse contigo? Y cuando me contabas que tu madre había sido criada por los gitanos.
La chica estaba furiosa, pero no cedía. Era una campesina fuerte, de carnes apretadas, que en cuanto se alteraba un poco tenía los cabellos en desorden como después de una batalla, y que, al levantar el brazo para repeinarse, mostraba unas axilas húmedas cubiertas de cabellos bermejos.
—He dicho lo que he dicho. Me atacaron por detrás y noté una mano cerca de mi barbilla. Entonces mordí con todas mis fuerzas. Incluso recuerdo que llevaba un anillo de oro en el dedo.
—¿Vio al hombre?
—Huyó inmediatamente hacia el bosque. Estaba de espaldas. Y yo ya tenía bastante trabajo con levantarme, puesto que...
—¡Por lo tanto, es usted incapaz de reconocerlo! ¿Es eso lo que declaró en el interrogatorio?
Rosalía guardó silencio, pero había algo amenazador en la expresión tozuda de su rostro.
—¿Reconocería usted el anillo?
Y la mirada de Maigret erró por todas las manos: las manos regordetas de Leduc, que llevaba una pesada sortija; las manos del doctor, finas y largas, con sólo una alianza en el dedo anular; las manos del procurador, todavía pálidas, con la piel temblona, que se agitaban sacando un pañuelo del bolsillo.
—Era una sortija de oro.
—¿No tiene usted ninguna idea sobre la identidad de su agresor?
—Señor, yo le aseguro. –empezó el novio con la frente húmeda por el sudor.
—Hable.
—Yo no quisiera que ocurriesen desgracias. Rosalía es una buena chica, lo digo delante de ella. Pero sueña todas las noches, y a veces me cuenta sus sueños. Después, unos días más tarde, llega a creer que le ha ocurrido realmente. Le pasa lo mismo con todas las novelas que lee.
—Lléname la pipa, Leduc.
Bajo las ventanas, Maigret veía ahora un grupo de diez personas que hablaban a media voz.
—No obstante, Rosalía, usted tiene una ligera idea.
La chica permaneció en silencio. Su mirada se posó durante un minuto sobre el procurador, y Maigret vio una vez más los zapatos de charol negro con botoncillos.
—Dale los cien francos, Leduc. Excúsame de que te emplee como secretario. –Y luego, dirigiéndose al dueño del Hotel–: ¿Está usted contento de ella?
—Como camarera no tengo ninguna queja contra ella.
—Bien, que entren los siguientes.
El secretario se había introducido en la habitación y esperaba apoyado en la pared.
—¿Usted estaba ahí? Haga el favor de sentarse.
—Tengo poco tiempo libre –murmuró el médico sacando su reloj del bolsillo.
—Bueno, esto será suficiente.
Y Maigret, mientras encendía su pipa, vio entrar por la puerta a un joven, con los cabellos como la estopa y los ojos llenos de legañas.
—Supongo que no irá a... –murmuró el procurador.
—Entra, muchacho. ¿Cuándo tuviste tu última crisis?
—Salió del Hospital hace ocho días –dijo el doctor.
Era, evidentemente, un epiléptico; la clase de persona a quien la gente del campo llama el tonto del pueblo.
—¿Tienes algo que decirme?
—¿Yo?
—Sí, tú. ¡Habla!
Pero en lugar de hablar el muchacho empezó a llorar, y después de algunos segundos, sus sollozos eran convulsivos. Todo presagiaba una nueva crisis. Se adivinaban algunas sílabas mal articuladas.
—¡Todo el mundo cree que yo! ¡No he hecho nada, lo juro! Entonces, ¿por qué no me dan cien francos para comprarme un traje?
—¡Dale los cien francos y haz pasar al siguiente! –le dijo Maigret a Leduc.
El procurador estaba cada vez más impaciente. El comisario de la policía local comentó, con aire de indiferencia:
—Si la Policía Municipal obrase del mismo modo, es probable que en el próximo consejo general...
Rosalía y su novio se peleaban en voz baja en un rincón. El dueño del Hotel asomaba la cabeza por la puerta para escuchar los ruidos que provenían de la planta baja.
—¿Espera usted verdaderamente descubrir alguna cosa? –murmuró el señor Duhourceau con un suspiro.
—¿Yo? Nada, en absoluto.
—En ese caso...
—Le prometí que el loco estaría aquí, y es probable que ya esté entre nosotros.
No habían entrado más que tres personas: un peón caminero que había visto tres días antes «una sombra deslizante entre los árboles y huir cuando él se acercó».
—¿La sombra no le hizo nada?
—No.
—¿Y no la reconoció? ¡Vale por cincuenta francos!
Maigret era el único que conservaba su buen humor. En la plaza unas treinta personas agrupadas contemplaban las ventanas del Hotel.
—¿Y tú? –le preguntó Maigret a un viejo campesino vestido de luto que esperaba con mirada de furia.
—Soy el padre de la primera chica asesinada. Bueno, he venido a decir que si atrapo a ese monstruo, yo...
También él tenía cierta tendencia a volverse hacia el procurador.
—¿No tiene usted ninguna pista?
—No, ninguna. Pero yo digo lo que digo. No se puede hacer nada por un hombre que ha perdido a su hija. Sería mejor que buscasen por donde ha habido ya algo. Ya sé que no es usted de aquí, y que no sabe. Todo el mundo le dirá que han sucedido cosas de las que nunca se ha sabido.
El médico, impaciente, se había puesto en pie. El comisario miraba hacia otro lado, como si no quisiese oír. En cuanto al procurador, parecía de piedra.
—Se lo agradezco mucho, amigo mío.
—Y, sobre todo, no quiero sus cien francos. Si algún día pasa por mi granja... Cualquiera le dirá dónde se encuentra.
No preguntó si debía quedarse. No saludó a nadie, y se fue, con la espalda encorvada.
Su marcha fue seguida de un largo silencio, y Maigret fingió hallarse muy ocupado llenando su pipa.
—Una cerilla, Leduc.
Aquel silencio tenía algo de patético. Y se hubiese dicho que también los grupos esparcidos sobre la plaza evitaban hacer el menor ruido.
Sólo los pasos del viejo campesino sobre la gravilla.
—Te ruego que te calles, ¿me oyes?
Era el novio de Rosalía, que había empezado a hablar en voz alta. La chica miraba de frente, vacilante.
—Y bien, señores –suspiró por fin Maigret–. Me parece que esto no va tan mal.
—¡Todos estos interrogatorios ya han sido hechos! –replicó el comisario de policía poniéndose en pie y buscando su sombrero.
—¡Sí, pero esta vez el loco está aquí!
Maigret dijo esto sin mirar a nadie, con los ojos fijos sobre la colcha.
—¿Cree usted, doctor, que una vez pasadas sus crisis se acuerda de lo que ha hecho? –añadió.
—Es muy posible.
El dueño del Hotel se hallaba en el centro de la habitación, y aquel detalle acrecentaba su confusión, pues era el centro de todas las miradas.