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Authors: Chris Stewart

El Loro en el Limonero (16 page)

BOOK: El Loro en el Limonero
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Adam comenzó a hablar y a leer fragmentos de su libro. No creo haber deseado nunca antes que alguien fuera prolijo —y el escritor no me hizo ese favor. Fue conciso y divertido y, todo hay que decirlo, literario. Me limpié la suciedad de las uñas y me puse a esperar a ser denunciado vergonzosamente, a que alguien se pusiera de pie por la parte de atrás y dijera: «Ese hombre no es un autor, es un esquilador de ovejas». En lugar de ello Monty Don dio comienzo a la más delicada de las presentaciones y me pidió que leyera un fragmento que había señalado previamente. Era una descripción de mi primera expedición de esquila en Las Alpujarras, en la que había tenido que enfrentarme al escepticismo de los pastores locales ante la utilización de unas tijeras eléctricas y hacerlos callar.

Dirigí la vista a la página y de pronto me di cuenta de que no tenía ni idea de cómo leerla. No era que mis habilidades literarias me hubiesen abandonado, sino que simplemente no tenía la menor idea de cómo debían sonar en inglés las voces de los diferentes pastores bromeando unos con otros. En aquella ocasión todos habíamos hablado en andaluz alpujarreño, y en el libro yo había soslayado el problema de los acentos regionales reflejando su gramática peculiar y dejando sus acentos a la imaginación. Monty me miró, Adam me miró. La lluvia golpeaba pacientemente el techo de la carpa como si también estuviera esperando. Elegí un acento, más o menos al azar, y me puse en manos del público de la sala.

El primer pastor anunció sus serias dudas sobre la seguridad de su rebaño con la voz de un pirata de comedia para niños, una especie de acento de Cornualles de Ben Gunn3. Carraspeé y probé de nuevo. Le contestó un chico de la región inglesa de Somerset que por lo visto había pasado mucho tiempo en el Transvaal. Volví a detenerme. Con el rabillo del ojo vi levantarse a Nat y salir medio agachada y de puntillas con el niño debajo del brazo. Mark miraba fijamente el techo de la carpa, asombrado al parecer de descubrir que estaba hecho de lona.

Proseguí. El primer pastor se había decidido por un acento mucho más suave y razonable de campesino de Sus— sex. Eso no estaba mal, pero yo —el narrador— de algún modo me había convertido en el Príncipe Felipe. Me detuve horrorizado.

—Lo siento —empecé a decir—, en realidad no sé de dónde han venido todos esos extraños acentos. —Pero mis palabras fueron completamente ahogadas por el feroz repiqueteo de la lluvia en el techo de la carpa. Al parecer Dios, en respuesta a mi ferviente plegaria para que la tierra se abriera y me tragara, había dispuesto que fueran los cielos los que se abrieran en su lugar. Tal vez no se había acostumbrado del todo a mi acento.

Me eché hacia atrás, salvado por los elementos, y vi cómo Nat regresaba a la carpa con el niño dormido en brazos. Me dirigió una amplia sonrisa. Mientras continuaba lloviendo ninguno de nosotros podía hacer nada más que sonreír. Era imposible oír ni una sola palabra de nadie, ni siquiera de la persona que estaba a tu lado. Me imaginé a Vikram Seth sonriendo y esperando en el estrado de la carpa de detrás, y me puse a pensar en la maravillosa virtud que tiene la lluvia de hacernos a todos iguales.

Después del diluvio el público y los miembros del panel intercambiaron algunas ideas sobre agricultura y literatura de la manera más relajada que imaginarse pueda. A continuación salimos todos al sol radiante del exterior, para entrar en una carpa donde unos montones de libros estaban esperando para ser firmados. No pude evitar ver un rebaño de vacas por encima de la zona del festival atravesando a paso lento un húmedo prado como si quisieran unirse a la cola.

A mi vuelta de este periplo literario, que incluyó unas cuantas firmas de libros en las librerías de la zona, así como el ir a visitar a mis viejos amigos ganaderos de ovejas, Ana y Chloë me inspeccionaron de cerca buscando algún signo de engreimiento. A Chloë le gustó oírme contar cómo había firmado libros en las librerías para unas personas totalmente desconocidas, aunque parecía preocupada de que ello me hubiera hecho cambiar de alguna manera sutil e irreversible.

Yo sabía a lo que se refería. El interés por los autores me parecía una cosa fugaz que se te sube a la cabeza. Sonó el teléfono y, como prueba de lo sugestionable que me había vuelto, lo descolgué esperando que fuera un periodista exigiendo una entrevista. Pero era José Guerrero, mi socio de esquila.

—YA HAS VUELTO DE POR AHÍ. MUY BIEN —gritó—, ¡MAÑANA NOS VAMOS A ESQUILAR!

—No, no nos vamos. Acabo de llegar a casa en este momento.

—¿Y QUÉ MÁS DA?, HAY QUE ESQUILAR ESTAS OVEJAS. NOS VEMOS A LAS CINCO Y MEDIA EN EL BAR DE RAMÓN.

—Mira, no quiero ir a esquilar mañana; ya he estado fuera muchos días y ahora quiero volver a acostumbrarme a mi familia.

—CRISTÓBAL, CUENTO CONTIGO. PUEDES VOLVER A ACOSTUMBRARTE A TU FAMILIA EL JUEVES.

—¿Por qué no puedes esquilarlas tú?

Pero era demasiado tarde; la línea ya se había cortado.

Chloë no se mostró especialmente entusiasmada de que me marchara a esquilar inmediatamente después de mi llegada, pero Ana lo comprendió. Sabe que nunca he podido negarle un favor a José Guerrero.

José es único. Tras su fachada de presuntuoso desparpajo se esconde una naturaleza discreta, considerada y cálida. Hace un par de años le fue diagnosticado un cáncer del sistema linfático, lo que probablemente explica su curioso aspecto cadavérico. Su modo de hacer frente a la enfermedad consiste en lanzarse a una vida de constante actividad frenética. Estar con él resulta agotador, pues te consume con su energía inagotable. Pero al parecer la técnica funciona; la enfermedad parece no poder aguantar el ritmo, y cada vez que le veo está un poco mejor y toma unas cuantas pastillas menos.

Tanto Ana como yo pensamos que un día de sucio trabajo manual con José Guerrero me ayudaría a volver a poner los pies en el suelo y bajar de las alturas enrarecidas que había estado habitando.

A las cinco de la mañana no hay el menor indicio de luz en el cielo, solo las estrellas, y aquella mañana en concreto no había luna. Salí de la cama sin hacer ruido y busqué a tientas mi camiseta y mis vaqueros, después de lo cual salí con sigilo de la casa a la cálida y oscura mañana. Mientras avanzaba lentamente por la pista, me esforcé por distinguir el canto de los ruiseñores entre el crujido de mis pisadas sobre la grava y el fragor del río. Todo en derredor, las grandes panzas de las montañas contrastaban su profunda negrura con el incipiente y casi imperceptible gris del cielo. Las flores amarillo claro de las gayombas que bordeaban el camino resplandecían débilmente, y su perfume llenaba el aire de la noche. Entonces atravesé el puente, subí al coche y, al encender los faros, extinguí el hechizo de la mañana.

En el bar de Ramón los madrugadores de siempre se encontraban sentados en la barra aplicándose en silencio a su café, su manzanilla, su anís o su coñac. No había ni rastro de José, por lo que me senté en un taburete y pedí un zumo de naranja. Entró un hombre joven con chándal brillante y empezó a contar chistes de fútbol a voz en cuello. Los demás miembros del bar parecían estar disfrutando, pero mis pensamientos empezaron a derivar hacia mi casa y la cama. ¿Qué demonios me había hecho querer esquilar un día en que la mujer del tiempo había dicho en la televisión que iba a hacer unos treinta y cinco grados?

A las seis y media, José entró en el bar y se dejó caer a mi lado.

—Has sío puntual —dijo—. Muy bien, vámonos.

Yo sabía que él había dicho las cinco y media, pero no valía la pena discutir. A José se le habían pegado las sábanas, pero es un hombre a quien no gusta admitir sus errores y, a decir verdad, tenía un poco de mal aspecto y parecía como si no necesitara una discusión.

Arrojé mi bolsa al interior de la estrecha y fétida cabina de la furgoneta de José y me metí tras ella. Mi amigo puso en marcha el motor e introdujo una cinta en el radio cassette. El sonido salía a todo volumen, horrorosamente distorsionado.

—Esto te va a gustar, Bebequín...

—¿Cómo?

—La música, es Bebé Kin...

—Ah, ¿quieres decir que es BB King?

—Sí, claro. Acabo de comprarme esta cinta. Escucha, es una canción de Elmore James.

A José le vuelve loco el blues. Bueno, a mí también, a una hora decente del día. Pero José parece tener algún tipo de cortocircuito en su sistema de sensibilidad, pues le gusta oírlo a todo volumen incluso de madrugada. Inspirado por los riffs de guitarra de Bebequín, se dirigió, dándole caña sin piedad a su pequeña furgoneta de hojalata, hacia lo alto de la Sierra de Lújar.

Era una mañana calurosa incluso a una hora tan temprana, antes de la salida del sol, y llevábamos abiertas las dos ventanillas, lo que dispersaba un poco el miasma a mierda de oveja y humo de tabaco. A medida que íbamos ascendiendo, comenzaron a aparecer las cimas cubiertas de nieve de Sierra Nevada, así como el gris de las altas montañas asomándose por encima de los tenues pliegues azulados de los valles. Seguimos subiendo, curva tras curva, por la estrecha carretera de montaña flanqueada por unos terraplenes densos de hierba crecida y de flores, a través del pequeño puerto por encima de Camacho, y pusimos rumbo al este a lo largo de la cresta hasta llegar al punto más alto de la carretera, el Haza del Lino. Allí nos detuvimos en el bar para preguntar el camino.

—¿Está Blas? —le preguntó José a la belleza de ojos oscuros que había detrás de la barra.

—No, está en la sierra.

—Pero me estaba esperando hoy —dijo extrañado—. ¿No le dieron el recao?

—¡Mamá! —llamó la chica.

Una mujer recién salida de la cocina, donde había estado friendo, miró a José desde la puerta.

—Ah, sí. No le di a Blas tu recao porque no vino a casa anoche.

—¿Y cuándo volverá?

—Eso no te lo puedo decir.

Las dos mujeres se miraron una a otra con aire dubitativo, dirigiendo luego la mirada a José.

—Entonces, ¿cómo podemos encontrarlo? —preguntó.

—Es muy difícil —comenzó a decir la madre con una mirada que hizo que pareciera que era realmente muy difícil.

—¿Cómo, entonces?

—Bueno, pues seguís la carretera hacia la Venta del Tarugo... y entonces cogéis la primera carretera a la derecha...

—No, mejor que paséis por el Tarugo y luego tiréis a la izquierda —sugirió un viejo que estaba sentado en la barra.

—¿Y tú que sabes, Manuel? Es mucho más rápido ir p'abajo y luego p'arriba...

—Pero Manuel tiene razón... —interrumpió otro cliente.

Y así continuaron las cosas, con un tropel de apasionados y aparentemente contradictorios consejos, hasta que finalmente salimos con un pedazo de papel marcado con lo que parecían ser unas runas y un guía autoproclamado llamado Miguelillo, quien aparentemente tenía un dominio muy somero de la geografía local. Sin embargo, afirmó saber exactamente dónde encontrar a Blas.

Miguelillo se sentó en la parte delantera y yo me estiré en el asiento de atrás para ver pasar el mundo a toda velocidad, o al menos la parte de éste correspondiente a la Sierra de la Contraviesa, por las ventanillas laterales. Bajamos hacia la Venta del Tarugo por una preciosa carreterita donde crecían llores y hierba entre las grietas del asfalto.

El sol se elevaba ya abrasador sobre la lejana Sierra de Gádor. Cada curva que tomábamos nos dejaba casi completamente ciegos, pues a la luz blanca del sol se sumaba el repugnante estado del parabrisas de José y el hecho de que hacía mucho tiempo que se habían caído las dos viseras. A ambos lados se extendían onduladas colinas plantadas de vides, unas cepas cortas cuya oscura sombra alargaba el sol todavía bajo. Había algunos hombres en los viñedos, aprovechando el fresco de la primera hora de la mañana, uno de ellos pequeño y solitario en un mar de vides, dando tajos sin parar a las malas hierbas con su azada —una tarea verdaderamente hercúlea. Nadie vivía por aquí. Ni siquiera podía imaginar que pudieran vivir ovejas. Seguimos avanzando más y más. Había pocas desviaciones y ningún pueblo, ninguna casa, nada que no fueran vides.

Miguelillo parecía estar cada vez más perplejo, y pronto quedó claro que apenas sabía quién era Blas y mucho menos dónde podíamos encontrarle. Era una de esas personas, y las encuentras por todas partes en la España rural, que se pasan el día en los bares esperando a que suceda algo interesante —por ejemplo, una excursión en coche a algún lugar. Por si acaso nos quedaba alguna duda sobre su utilidad, nos contó que tenía un trastorno psicológico que de vez en cuando le volvía violento. Casi siempre estaba bien, pero cuando se mosqueaba no podía controlarse. Dijo que eso le hacía difícil conservar un trabajo serio. Todo esto nos lo contó con una sonrisa que habría seducido a la más antipática de tus tías.

José, todo sonrisas también, se volvió para dirigirse a Miguelillo.

—Hombre —dijo—. Tó eso es una mala suerte mú grande, y mi amigo aquí presente y yo nos sentimos mú privilegiaos de tenerte como guía hoy... a pesar de que no tengas ni idea de dónde leches estamos. Pero aprovecho pa decirte que si te saltas las normas aunque solo sea un tanto así, no dudaremos en colgarte por los huevos de uno de esos alcornoques. Cristóbal, que está ahí en el asiento de atrás, ahora está mú tranquilo y suave, pero cuando se mosquea tiene mu malas pulgas y no hay quien lo pare. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

Miguelillo entendió perfectamente y dijo que creía poquísimo probable que se fuera a volver desagradable. En cuanto a mí, simplemente me puse a mirar a ver pasar a gran velocidad por la ventanilla las flores del borde de la carretera, esperando no verme forzado a tener malas pulgas.

Poco después, tras equivocarnos de camino un par de veces y no obtener ninguna ayuda de Miguelillo, que había decidido bajarse en un cruce donde había una gran higuera de hermosa sombra, dimos con el cortijo donde teníamos que hacer nuestro trabajo. Con el fin de prestar algún ímpetu al asunto, abrí la puerta del coche de golpe y salí de un salto al cálido sol del corral. Una oscura hilera de hombre— iones con monos azules estudiaron nuestra llegada a través de una nube de humo de tabaco mientras, debajo de un nogal, un par de perros flacos se rascaban en unos pedazos oxidados de maquinaria agrícola.

—¿Cómo es posible que haya alguien que quiera ser otra cosa que esquilador de ovejas? —le dije con entusiasmo a |osé mientras preparábamos la maquinaria en el establo de abajo.

El día empezó a desarrollarse exactamente igual que suelen hacerlo este tipo de días, con un calor cada vez más fuerte, ambos chorreando de sudor y rodeados por enjambres de moscas, pero no nos importó porque las ovejas eran perfectas. Esquilarlas era como cortar mantequilla con un cuchillo caliente, y la lana se desprendía fácil y limpiamente. José, que canturreaba en voz baja, aumentó la velocidad para ver quién esquilaba más ovejas. Yo también me apresure, y pasamos toda la mañana esquilando juntos a toda velocidad aquellas fantásticas ovejas gordas. A medida que fue avanzando el día y las ovejas empezaron a sudar de calor, las cosas aún nos fueron mejor. Una oveja acalorada, gorda y sudorosa es el sueño de un esquilador. A media tarde ya habíamos terminado el trabajo y estábamos en la casa del pastor comiendo con él y su familia.

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