El mal (68 page)

Read El mal Online

Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

BOOK: El mal
7.77Mb size Format: txt, pdf, ePub

La mente de Michelle casi no se atrevía a plasmar en un pensamiento concreto su sospecha:
Jules se estaba convirtiendo en un vampiro.

Varney había llegado a morderle, en su ataque de meses atrás. Había alcanzado su flujo sanguíneo y lo había contaminado, contra todo pronóstico.

Michelle comprendió que su amigo hubiera mantenido en secreto aquella tragedia hasta que el sufrimiento se hiciese insostenible, o el veredicto inequívoco, momento en que él habría adoptado una nueva resolución.

Michelle abrió los ojos al máximo, cayendo en la cuenta de lo que significaba la enigmática despedida que Jules le había dispensado esa misma tarde.

—Tengo que irme —Michelle se puso en pie de un salto.

Todos miraron hacia ella.

—Ahora —concluyó la chica.

Las caras de sus compañeros, especialmente la de Pascal, expresaban un completo asombro.

* * *

André Verger suspiró, aliviado. Ya estaba todo resuelto, y él libre para encargarse de lo importante.

El único imprevisto era que Dominique Herault, el molesto amigo del Viajero, había sobrevivido al atropello. No obstante, ya le habían informado de su estado comatoso irreversible, según los diagnósticos, así que en principio se trataba de una contrariedad poco relevante. A pesar de todo, el chico continuaba bajo discreta vigilancia en el centro sanitario.

En ocasiones, ese tipo de pacientes desahuciados por los médicos terminaban resucitando, y aunque suponía que en tal caso aquel joven tardaría mucho tiempo en recuperar detalles de lo sucedido, no era cuestión de que terminara hablando más de la cuenta.

«Si no se atan bien todos los cabos, el pasado acaba siempre por salir a flote», se dijo Verger esbozando una sonrisa maligna mientras entraba en el coche. Una vez hubiera solucionado el asunto del Viajero, no tendría inconveniente en cerrar definitivamente aquel tema. Las cosas había que hacerlas bien.

CAPITULO 50

Los desarrollados sentidos de Jules no le habían engañado. Se había vuelto en cuanto aquel sonido había llegado hasta él, en una clara pose defensiva, y ahora se encontraba con la mirada atenta de una atractiva joven, quieta más allá del muro que separaba el interior de la azotea de la estrecha cornisa donde él permanecía.

—Hola, Jules.

Bonita voz. Ella permanecía quieta, a varios metros de distancia. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Con qué propósito?

«Me ha llamado por mi nombre, así que me conoce», pensó.

Jules recorrió con los ojos toda su figura, que le resultó familiar. Entonces cayó en la cuenta. Se trataba de la chica que acompañaba a Pascal esa misma mañana, en el parque. Su físico era inconfundible.

—Sabes mi nombre —observó él—. Y yo no sé quién eres.

Ella dio unos pasos más, hasta que Jules la detuvo con un gesto.

—Mira —le advirtió—, no sé qué haces aquí, pero no es buen momento.

Reparó en que la chica lo contemplaba con una admirable tranquilidad, en aquellas circunstancias extremas. Era evidente lo que Jules se proponía hacer, y sin embargo ella no aparentaba nerviosismo. Al contrario, se la veía serena, como si se acabaran de conocer en un café o al salir de clase.

—Soy amiga de Pascal, como ya sabes —así quedaba demostrado que ella también había alcanzado a verle entre las columnas del templete—. Me llamo Beatrice.

Jules no vinculó aquel nombre con las vivencias de Pascal en el Más Allá; para él se trataba de dos mundos paralelos.

—¿Cómo has llegado aquí?

—Eso es lo de menos, Jules. Lo importante es que sé lo que has hecho.

La chica avanzó un metro más hasta situarse junto al muro que los separaba, aprovechando el gesto confundido que acababa de provocar en su oyente.

La pasmosa naturalidad con la que se expresaba había vuelto a sorprender a Jules, que no sabía bien cómo reaccionar ante una situación que desde luego no había previsto. Ni aunque hubiera planificado su suicidio durante los últimos tres meses habría sido capaz de contemplar la posibilidad de un encuentro así.

—¿A qué te refieres? —él no estaba dispuesto a comprometerse.

Ahora ella sonrió.

—¿Quieres que hablemos de a qué has dedicado tus últimas noches? ¿De qué rastro has ido dejando?

El desconcierto en el chico aumentó hasta la turbación. ¿De dónde salía esa chica que parecía saberlo todo? ¿Qué pretendía surgiendo de aquella forma en su casa?

Jules, en medio de su estupor, sintió que aumentaba el entumecimiento de su cuerpo. A su espalda, la noche iba cayendo, un atardecer extinto que para él anunciaba el comienzo de una contrarreloj.

* * *

Michelle, cuando vio la reacción de todos y recordó la situación en la que se encontraban, estuvo tentada de echarse atrás o, al menos, de compartir sus deducciones. Sin embargo, sus propias dudas sobre cómo podía afectar al Viajero enterarse de su sospecha —cuando aún no estaba confirmada— frenó sus últimas intenciones. Además, lo de Jules, en caso de ser cierto, no se trataba precisamente de una pequeña dificultad.

—¿Ahora? —preguntaba el Viajero, incrédulo—. Pero ¿cómo te vas a ir ahora? Te... te necesito.

«No, por favor...» pensó ella, consciente de lo que le debía de haber costado a Pascal manifestar aquello delante de los demás. «No me digas eso ahora».

Michelle se aproximó a él y, mirándolo con ternura, le dio un beso en los labios.

—Te lo explicaré a tu vuelta, y lo entenderás —le dijo sin despegar los ojos de los de él, soportando en su interior un arduo conflicto—. Pero ahora no tengo más remedio que irme. Sabes que estoy contigo, pero ahora no soy necesaria. Debo irme. Y tú también —añadió.

Ambos tenían misiones que cumplir.

—Pero ¿tan importante es eso que tienes que hacer en este preciso momento? —insistió el Viajero, ante el gesto mudo de los demás—. ¿No puede esperar?

Ella frunció los labios, puesta en pie delante de todos.

—No —respondió con contundencia—. No puede esperar.

—No está en nuestra mano obligarte a que te quedes —observó Marcel, a quien le gustaban muy poco las sorpresas de última hora—. Pero salir ahora puede ser peligroso. Después de lo de Dominique, está claro que Verger no está quieto...

Mathieu intervino entonces.

—Yo la acompaño.

Marcel y Daphne se miraron titubeando. Lo cierto es que ninguno de los dos jóvenes era imprescindible para iniciar el viaje de Pascal. Michelle, por su parte, no sabía cómo responder a aquella repentina oferta de su amigo.

—De acuerdo —aceptó Marcel a regañadientes—. Llamadme al móvil cuando estéis preparados para volver. Y, sobre todo, tened mucho cuidado.

—No es tarde, pero hoy percibo una gran agitación de fuerzas —advirtió Daphne—. Puede ocurrir cualquier cosa. No lo olvidéis.

«Ya lo creo», convino Michelle. «Puede ocurrir cualquier cosa».

Ella se volvió una última vez hacia Pascal.

—Ya te lo contaré todo. Pero, por favor, vuelve sano y salvo. Tienes que volver. Sé prudente —tomó aliento—. Hazlo por Dominique y por... por mí.

El Guardián y Mathieu —que ya se había despedido de Edouard— aguardaban.

—Lo haré por todos —contestó el Viajero, aún impactado por aquella enigmática marcha que no entendía, apenas mitigada por la promesa de futuras explicaciones—. Ten cuidado tú también, Michelle.

Les faltó valor para decirse sin tapujos lo que sentían el uno por el otro.

Michelle se puso en marcha. Marcel los condujo por una ruta distinta a través del edificio, que iba a parar a una discreta salida lateral.

La chica, ya en la calle, se dispuso a preparar a Mathieu para lo que se avecinaba. Tampoco ella estaba dispuesta, en realidad. Mientras aguardaban a un taxi, miró el cielo cada vez más oscuro, calculando el margen que les quedaba antes de que Jules perdiera el control, si es que en efecto se había convertido en un vampiro.

¿Cuándo lo hacía una criatura de esas? ¿Cuándo se abandonaba a sus instintos y dejaba de reconocer a sus amigos? ¿A medianoche? En tal caso, aún faltaban varias horas. Si por el contrario bastaba con la llegada de la oscuridad... Michelle repasaba mentalmente sus conocimientos sobre esa figura sin llegar a ninguna conclusión, no estaba segura. Por otra parte, el hecho de que Jules todavía pudiese salir durante el día constituía un buen síntoma.

Lo peor, no obstante, era la certeza de que no sabría cómo actuar si finalmente sus temores se materializaban.

—¿Dónde vamos? —preguntó Mathieu, de pie sobre la acera.

Michelle respondió al momento:

—A casa de Jules.

* * *

Verger, resguardado en el hueco de un portal, estudiaba el palacio. No necesitó dar un paso más para concretar el emplazamiento exacto de la Puerta Oscura en las profundidades de aquella vetusta construcción. Su aura de energía traspasaba los muros de piedra, derramándose por los alrededores, al alcance de quien tuviera la capacidad suficiente para captarla.

André Verger poseía ese don. Sabía también que el acceso no iba a ser fácil. No solo porque no había entradas a la vista, sino porque para llegar hasta el Viajero tendría que enfrentarse al Guardián de la Puerta. El hechicero se encogió de hombros, sin experimentar ninguna inquietud. Sí, el Guardián y su espada suponían un problema, pero lo suyo tampoco eran precisamente los escrúpulos a la hora de llevarse por delante a todo aquel que se interpusiese en su camino.

Aunque aún no veía las cosas claras, Verger era consciente de que tenía que actuar ya. Lo más probable era que a aquella hora el Viajero se hallara en el interior del edificio, preparándose para cruzar la Puerta. El hechicero se negó a contemplar la posibilidad de que Pascal Rivas ya hubiese partido hacia la otra dimensión, lo que arruinaría su asedio, colocándolo en una posición muy delicada ante su señor.

—Vaya, qué tenemos aquí —susurró sonriendo—. Menuda sorpresa. Esta tarde hay en palacio una fiesta por todo lo alto...

Los ojos de Verger contemplaron la figura de la detective Betancourt, que acababa de aparecer merodeando también por las proximidades del palacio.

—Hay que reconocer que esa mujer tiene intuición —pensó en voz alta—. Adelante, detective, muéstreme el camino hacia el Viajero.

André Verger se fue aproximando con exquisito cuidado, deslizándose entre las sombras y los peatones. La detective acababa de rodear de forma parcial la construcción y se asomaba en aquel momento por el callejón lateral que ya conocía. Por muy poco no se había cruzado con Michelle y Mathieu, que hacía unos minutos habían desaparecido de la calle en el interior de un taxi.

Marguerite volvió a encontrarse con las puertas que viese en la ocasión anterior, y se detuvo para decidir su siguiente movimiento. Su propósito inicial de ocultar a Marcel aquella «inocente travesura» iba dando paso a la necesidad de hablar con él sobre los últimos crímenes. Entonces se empezó a plantear dejarse de rodeos y llamarlo al móvil directamente para que saliera de aquel edificio, si es que se encontraba allí.

Verger, con la paciencia del cazador, dejaba transcurrir unos minutos antes de superar la última distancia que lo separaba del callejón. Se detuvo justo en la esquina, consciente de que un único paso más lo haría visible desde el interior de aquel angosto pasaje. Por fin, se inclinó levemente y asomó la cabeza.

Ante sus ojos se ofreció un panorama vacío. Suciedad, tabiques oscuros y algunas viejas puertas. De la detective, ni rastro.

Al hechicero le extrañó aquella rapidez en desaparecer. ¿Quizá esa policía disponía de alguna llave para una de las entradas? Porque no había transcurrido el suficiente tiempo para otras posibilidades.

Pero aquella alternativa vinculaba a la detective con la Puerta Oscura, y eso resultaba un poco extraño. Verger, desconfiado, avanzó unos pasos. Fueron pocos, pero los suficientes como para quedar junto al punto en el que los tabiques se replegaban hacia el interior, produciendo un ensanchamiento que generaba a su vez un escondido rincón.

Allí aguardaba Marguerite, apuntando al hechicero con su pistola.

—Caramba, señor Verger —saludó, irónica—. Dígame que me ha venido siguiendo para comunicarme que ya ha averiguado qué empleado de su empresa llamó por teléfono a Pierre Cotin.

El empresario había alzado las manos y sonreía con cara de circunstancias.

—Detective Betancourt, encantado de saludarla.

—Veo que tiene buena memoria para los nombres.

—Y usted, un claro don de la oportunidad. No esperaba encontrarla por aquí.

—La sorpresa es mutua —repuso ella—. Pensaba que usted solo se desplazaba por avenidas.

—No siempre, no siempre.

Marguerite no estaba dispuesta a darle tregua.

—¿Usted cree que puede seguir a una detective sin que se dé cuenta?

—Qué más le da lo que yo crea.

—Me interesa bastante. Sobre todo, a partir de ahora.

—¿Le parezco peligroso? ¿Puedo bajar los brazos?

Marguerite lo meditó un instante.

—Señor Verger, me parece usted muy peligroso. Así que hasta que me explique qué está haciendo aquí y por qué me ha seguido, continuaremos así.

—De acuerdo, entonces.

La detective confirmaba con aquel encuentro tan imprevisto su convicción de que la muerte de Pierre Cotin iba mucho más allá de un simple ajuste de cuentas. Lo que todavía no había podido determinar era el papel que Marcel Laville había jugado en el violento final de aquella alimaña.

André Verger se fue girando con lentitud hacia ella, y enfocó con sus penetrantes ojos los de Marguerite. Ahí la detective cometió el error de devolverle la mirada, de mantenérsela. Una vez sus pupilas fueron atrapadas por la hipnótica intensidad que emanaba del hechicero, ya no pudo apartarlas de él. Se sintió sumergir en aquel semblante penetrante mientras un profundo mareo se adueñaba de su cuerpo. Las piernas le temblaban, y el arma empezó a pesarle demasiado.

Aguantó heroicamente aquel súbito ataque de debilidad, se esforzó por disimularlo ante ese oscuro individuo que iba ampliando su insoportable sonrisa sin que ella acertara a reunir el aplomo preciso para cortársela.

Y es que no podía recobrar el dominio sobre sí misma. Impotente, sentía cómo iba perdiendo el control de su cuerpo.

Marguerite intuía que aquello iba a peor. Su visión periférica se había vuelto esponjosa, difusa, y un entumecimiento general iba ascendiendo por sus piernas agarrotando sus movimientos. Notaba agitación en los labios de Verger. El tipo estaba hablando, aunque su voz llegaba a ella distorsionada, deformada, transformada en un esperpento del lenguaje humano.

Other books

Death and the Penguin by Kurkov, Andrey
Gang Leader for a Day by Sudhir Venkatesh
Amorous Overnight by Robin L. Rotham
The Rules of Survival by Nancy Werlin
The sound and the fury by William Faulkner