En ese momento, todavía alcanzó a oír una voz familiar: alguien gritaba su nombre y —pudo comprobarlo cuando logró girarse hacia aquel esperanzador sonido— lo señalaba. Eran Marcel y Edouard, que llegaban corriendo desde la calle. La concentrada intermediación del joven médium le permitía verlos desde la dimensión en la que se hallaba, aunque en un principio no dio crédito a aquella imagen; supuso que su mente, intuyendo la agonía que se avecinaba, le jugaba una mala pasada. ¿Deliraba?
Pero aquello era real. Sus ojos llorosos observaron cómo el joven médium atrapaba la katana de manos del Guardián y, enarbolándola, se lanzaba sobre aquella manada de niños aberrantes, dispersándolos gracias a la especial aleación de la plata con que se había forjado. Varios de aquellos pequeños monstruos fueron alcanzados por su filo y, aullando, cayeron inertes.
* * *
Ralph había logrado contar con el apoyo de un hogareño —el de los ojos verdes, llamado Augustin— que, separándose del resto que continuaba intentando frenar a los espíritus colaboradores de Marc con su barrera insolente de cuerpos, lo había acompañado hasta la puerta del edificio. Procurando no llamar la atención, los dos habían caminado a través de ese vestíbulo en el que ninguno de aquellos fantasmas enfrentados se decidía a tomar la iniciativa por temor a desencadenar un encarnizado combate. Un combate que habría resultado inconcebible hasta hacía muy poco tiempo. Y es que, en el fondo, los fantasmas hogareños no estaban acostumbrados a contaminar su existencia lánguida con el germen de la violencia, a mancillar su sombría espera con otro ingrediente que no fuera la resignación. El ente demoníaco había adulterado, de alguna oscura manera, la esencia de un pequeño grupo de ellos y amenazado a los demás si se atrevían a intervenir a la llegada del Viajero; pero, sin la presencia activa del condenado, incluso sus más fieles seguidores terminaban viéndose liberados del hipnótico poder que los había engañado, y perdían empuje. Ahora, frente a sus compañeros rebeldes —de pronto enemigos—, se miraban entre sí, titubeantes.
Ralph, impaciente, quiso salir a la calle. No quería abusar de la suerte y, en cualquier momento, el recibidor tenía muchas posibilidades de convertirse en el escenario de una batalla. Cualquier minúsculo detalle podía servir de detonante para el estallido. Pero el hogareño, indeciso, lo detuvo.
—No sé... —dudó el fantasma, intimidado ante la perspectiva de renunciar al resguardo del portal de la casa.
Augustin se debatía en su fuero interno, luchando por encontrar la determinación suficiente para salir al exterior.
Ralph, aunque cada vez más intranquilo, lo entendió. Pedirle a un fantasma hogareño que saliese de un edificio, que abandonase sus corredores, sus espacios neutros y el cauce subterráneo de los espejos, suponía mucho. En un primer momento, y frente a la urgencia que el suicida había manifestado, ese espíritu había aceptado; pero ahora, ante la conmocionante visión del espacio abierto, aquella alma atrapada se veía asaltada por un virulento ataque de agorafobia que no podía controlar.
—Puedes hacerlo —lo animó Ralph—. Yo también me he alejado de mi región. Puedes hacerlo. El Viajero nos necesita.
El otro lo contempló en silencio, sufriendo por su propia indecisión.
Ralph había supuesto que con la ayuda de un hogareño —eran expertos conocedores de las conexiones entre espejos que hilvanaban todos los edificios de la ciudad— podría llegar muy rápido a donde se proponía. No obstante, la casa escogida por Marc como refugio estaba muy mal comunicada y se hacía necesario salir de ella y alcanzar una manzana cercana para acceder a la tupida red tejida por los invisibles caminos de París. Y ahí se alzaba el obstáculo para Augustin.
El exterior.
Los segundos transcurrían bajo el tenue fragor de la lucha en el parque infantil. Ralph estaba al borde de la histeria. ¡Tenían que salir ya o sería demasiado tarde!
Atendiendo a la lentitud con la que el hogareño, medio asomado desde el portal, extendía una pierna hacia el suelo de la calle, el suicida se habría mordido las uñas de pura ansiedad. Pero disimuló sus nervios: si lo apremiaba más, se arriesgaría a que Augustin se cerrase en banda y ya no hubiera manera de convencerlo.
Por fin, el pie del hogareño tocó tierra. Nada sucedió, y precisamente la continuidad de aquella calma animó a Augustin a un segundo paso. Enseguida el hogareño se encontró por completo fuera de la casa, y a partir de ahí le costó poco recuperar el aplomo. La cruda situación en el parque infantil, que quedaba ante la vista de los dos, también le ayudó a agilizar sus movimientos.
—¿Dónde pretendes llegar? —la voz del hogareño también había ganado en confianza.
Ralph tragó saliva, ante la envergadura de lo que se proponía hacer.
—A la Torre Eiffel.
«A grandes males, grandes remedios», se dijo.
Y ambos se dirigieron corriendo al edificio que les permitiría sumergirse en el camino de espejos que los conduciría a su objetivo.
* * *
Un grito iracundo resonó en la noche, un bramido gutural que barrió la zona como una bocanada de odio que se expandía a ras de tierra, y llegó hasta Edouard. El joven médium frenó en seco al escucharlo y se irguió, asustado. Había logrado a través de su concentración y un trance autoinducido entrar en contacto físico con el Viajero, y lo había estado arrastrando, una vez libre de sus agresores, para apartarlo de aquel terreno maléfico donde podía correr nuevos peligros. Sin embargo, aún no habían rebasado los límites del parque infantil donde el Mal flotaba en jirones como tentáculos.
Seguían al alcance del ente.
Edouard procuraba ahora, entornando los ojos, atisbar el siguiente movimiento de Marc entre la niebla que se mantenía adherida al terreno, una bruma que se desplegaba envolviéndolos con su voluptuoso balanceo. Los columpios —que no habían interrumpido su siniestro vaivén— apenas resultaban visibles, devorados por la cortina vaporosa que amortiguaba furtivos correteos de pisadas menudas. Mientras, Marcel, que intuía desde su ceguera de vivo la proximidad de Marc, instaba al joven médium a continuar ayudando a Pascal sin pérdida de tiempo.
Pero Edouard no quiso retomar todavía su apoyo al Viajero, que permanecía malherido y medio inconsciente aunque sin soltar la daga. Los dedos de Pascal parecían fundidos con la empuñadura de su arma.
No, Edouard no reanudaba su rescate. Aquella especie de aullido surgido de la oscuridad había cortado de cuajo su maniobra. Él sabía que su providencial intromisión habría dejado al ente demoníaco sin espectáculo, y aguardaba concentrado una inminente manifestación de su revancha.
En efecto, la airada reacción del ente no se hizo esperar: su silueta adulta, alargada y negra, se condensó frente al médium entre las volutas vaporosas y, con un gesto, se dispuso a apartar a Edouard, a enviarlo lejos de un solo golpe. El chico, sintiendo sobre su cuerpo el impacto súbito de un tsunami de energía turbia que le aplastó las entrañas, voló por los aires ante la mirada sobrecogida del forense y acabó aterrizando aparatosamente junto al tobogán, donde quedó tendido hasta que empezó a recuperarse del golpe. Mientras tanto, el Guardián había recogido la katana, que Edouard acababa de perder por la violencia del ataque, y tras adelantarse hasta donde imaginaba que se encontraba el Viajero, buscó el origen de la amenaza.
—¡Hazte visible, criatura del Averno! —rugió blandiendo su arma en todas las direcciones—. ¡Enfréntate conmigo!
Marc no podía materializarse en su mundo, solo en la dimensión que Edouard percibía. Como única respuesta al desafío, Marcel comenzó a escuchar un murmullo inquietante que fue confundiéndose con un coro de chillidos animales. El rumor crecía sin que nada se hiciera visible. Marcel fue retrocediendo sin dejar de mirar en todas las direcciones. ¿Qué se aproximaba?
Aunque no podía distinguirlo, el semblante adusto del ente demoníaco se abría ahora en una sonrisa pérfida.
El murmullo se había transformado ya en un clamor hambriento extraordinariamente perturbador en aquel paisaje detenido. Casi de inmediato se confirmaba la intuición del Guardián: acababan de aparecer ante su vista, procedentes de todos los rincones, miles de ratas enormes, un auténtico río de aquellos repugnantes animales al que iban confluyendo más y más roedores que surgían de otras calles.
Marcel sí acertaba a percibir esa amenaza, que llegaba desde su mundo. La veía con sus propios ojos. Logró reaccionar en medio de su espanto, enseguida sería demasiado tarde; echó a correr hasta Edouard —Pascal estaba salvo desde su ubicación en la otra dimensión—, lo ayudó a levantarse, y ambos se lanzaron hacia un edificio próximo que tenía la puerta abierta.
A su espalda, aquellos cuerpos peludos continuaban reuniéndose y formando una turbulenta masa gris, un nervioso flujo compuesto por innumerables ojillos brillantes y pequeños dientes afilados, que solo tenía un objetivo.
Ellos.
* * *
Gracias a la experta guía de Augustin, alcanzaron muy pronto el monumento que el suicida había marcado como objetivo, la Torre Eiffel. Pero ni siquiera entonces Ralph se concedió un descanso, accediendo a ella sin detenerse a través del espejo situado en un baño de empleados.
El suicida avanzaba con la demencial velocidad de la angustia, consumiendo sus energías a cada paso, pero resistiendo. No podía permitírselo, en aquella carrera contrarreloj solo servía ganar.
Miles de peldaños se empequeñecían a su paso mientras otros se iban aproximando, hasta que alcanzara la cúspide de aquella majestuosa construcción de metal que se erigía como pretendiendo alcanzar el nivel de la Tierra de la Espera, la región donde los muertos aguardaban en sus tumbas. Una zona que a él, como suicida, le estaba vedada.
Ralph no descansaba. A su alrededor, conforme su avance le hacía ganar en altura dentro del monumento, iba ofreciéndose el tenebroso paisaje de aquel París vacío, su silueta opaca, muda, recortada contra el resplandor procedente de aquel firmamento de roca resquebrajado en pinceladas de luz. Pero él no lo veía, sus ojos se hallaban centrados en salvar cada nuevo peldaño, en cubrir cada nuevo metro que le aproximaba hasta la altura máxima.
El hogareño aguardaba, mientras tanto, en el primer piso de la torre, preparado para volver a su edificio en cuanto Ralph hubiese cumplido su objetivo.
Un objetivo que el suicida había compartido con Augustin, sumiéndolo en una pavorosa espera. Casi daba más miedo lograr lo que se proponían que no conseguirlo y enfrentarse a las represalias del ente.
* * *
Marcel y Edouard corrían a la máxima velocidad que les permitía el estado aturdido del joven médium. Su propio miedo actuaba como anestesia, por lo que, ante la amenaza de las ratas, el dolor de las lesiones parecía remitir.
Aunque las criaturas, cada vez más ansiosas, continuaban recortando la distancia que las separaba de sus presas. Sus chillidos voraces, el rumor frenético de sus diminutas patas sobre el pavimento, sonaban ya muy cerca de ellos.
Se escuchó un grito ahogado. Un vecino de aquella zona, despierto a aquellas horas o desvelado por culpa de ese inquietante clamor, acababa de distinguir desde su ventana el torrente de roedores que se precipitaba por la calle, y ahora se apresuraba a cerrar todas las ventanas de su piso.
Pascal había recuperado, mientras tanto, parte de sus maltrechas fuerzas. La imagen de su amigo huyendo —aunque no podía distinguir la causa de la fuga desde su dimensión— había actuado de revulsivo, lo había arrancado de su sopor y ahora, todavía absorto e inmóvil en el brumoso parque infantil, le permitía empuñar su daga con nuevas fuerzas. Sus ojos enfilaban el perfil erguido de Marc, cuya oscura nitidez resaltaba entre la niebla.
El ente permanecía en su posición, dirigiendo con ojos entrecerrados aquel ejército de ratas cuya presencia invocaba.
«Está distraído», cayó en la cuenta el Viajero.
Y sin pensarlo dos veces, Pascal se lanzó contra él. No logró alcanzar de lleno a su adversario —la debilidad del chico mitigó el efecto mortífero de su estocada—, pero lo que sí consiguió fue herirlo en un brazo. La daga soltó un chispazo verdoso al entrar en contacto con la piel muerta del ente y, al momento, de la herida humeante empezó a surgir un intenso olor a chamuscado.
Marc aullaba de dolor clavando en Pascal unas pupilas que destilaban un rencor infinito.
Al menos aquel ataque había distraído a Marc, alcanzó a pensar el Viajero mientras se preparaba para soportar el siguiente embate. La desconcentración del ente provocó que, en la otra dimensión, la masa de ratas perdiese algo de empuje.
Marcel y Edouard ganaban así unos segundos muy valiosos que les permitieron alcanzar por fin la anhelada puerta abierta de uno de los edificios circundantes.
Quedaron a salvo. A continuación, sin recuperar siquiera el resuello, comenzaron a recorrer con la vista todos los rincones de aquel portal, a la búsqueda de cualquier hueco por donde pudieran filtrarse los roedores asesinos. Más gritos empezaron a escucharse sobre sus cabezas. En los primeros pisos de aquella casa, el vecindario despertaba a la pesadilla.
* * *
Ralph subía, subía, subía. Las siluetas de los edificios iban quedando por debajo de su vista, una maraña de esqueletos oscuros que lo observaba impasible, al tiempo que su energía espiritual se iba agotando en un curioso equivalente a la falta de resuello. Sin embargo, incluso bajo aquella presión experimentó un extraño placer: el que le provocaba acariciar, por primera vez en mucho tiempo, el recuerdo de la importancia del paso del tiempo.
Sus manos frías se deslizaban por la barandilla provocando fugaces chirridos, y sus pies volaban sobre los peldaños con creciente pesadez. Sentía sobre el rostro el frescor de la altitud, la corriente que su propia velocidad provocaba en la humedad de la noche inerte.
Ya estaba llegando, acababa de alcanzar la última planta.
Pero, una vez más, no se detuvo; necesitaba garantizar el éxito de su maniobra; así que, en cuanto alcanzó el final de la escalera, no se conformó. Estudió la gigantesca estructura metálica que se prolongaba sobre su cabeza hacia la antena de la torre y comenzó a encaramarse sobre las primeras barras apoyando los pies en los abultados remaches.
Poco a poco, fue ganando metros, distanciándose de la última planta abierta a los turistas y de los espacios reservados para el personal que trabajaba allí. Dos veces estuvo a punto de perder el equilibrio, pero ya se había suicidado una vez y no estaba dispuesto a terminar precipitándose al vacío como un simple aficionado. Sonrió, y la blancura de sus dientes resaltó sobre su piel oscura otorgando a la escena un vestigio de brillo.