El médico (15 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

BOOK: El médico
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—Entonces, ¿reconoces a la gente?

—Sí, por supuesto.

—¿También a las muñecas?

—Tenemos una muñeca. Las mujeres señalan las zonas que les duelen.

—¿Tiene buen aspecto?

«No tanto como el tuyo», quiso decir, pero no se atrevió. Se encogió de hombros.

—Se llama Thelma.

—¡Thelma! —la chica tenía una risa intensa e irregular que lo obligó a sonreír—. ¡Eh! —exclamó, y alzó la mirada para ver dónde se encontraba el sol—. Debo regresar para el ordeñe de última hora —explicó, y su suave plenitud se apoyó en el brazo de Rob.

Se arrodilló ante ella en la orilla y le quitó los patines.

—No son míos; estaban en la casa —dijo—. Puedes quedártelos un tiempo y usarlos.

La chica sacudió rápidamente la cabeza.

—Si los llevara a casa, él sería capaz de matarme y querría averiguar qué hice para conseguirlos.

Rob notó que una oleada de sangre trepaba por su cara. Para librarse de la incomodidad, cogió tres piñas y le dedicó unos juegos malabares.

La joven rió, aplaudió y, con una jadeante bocanada de palabras, le explicó como llegar a la granja de su padre. Antes de partir vaciló y se volvió unos segundos.

—Los jueves por la mañana. Las visitas no le gustan, pero los jueves por mañana lleva quesos al mercado.

Llegó el jueves y Rob no salió a buscar la granja de Aelfric Talbott. Se quedó en la cama pusilánime, y temeroso, no por causa de Garwine ni de su padre, sino por las cosas que ocurrían en su interior y que no comprendía; misterios que no tenía valor ni sabiduría para afrontar.

Había soñado con Garwine Talbott. En el sueño se habían acostado en el pajar, tal vez en el granero del padre de ella. Era el tipo de sueño que había tenido tantas veces con Editha, e intentó limpiar la ropa de cama sin llamar la atención de Barber.

Comenzaron las nevadas. Cayó como un espeso plumón de ganso, y Barber cubrió con pieles los vanos de las ventanas. El aire del interior de la casa se volvió viciado, e incluso de día era prácticamente imposible ver si no estaba uno junto a la lumbre.

Nevó cuatro días, con muy breves interrupciones. Deseoso de hacer algo, Rob se sentó junto al hogar y trazó dibujos de las diversas hierbas recolectadas. Utilizó trozos de carbón rescatados del suelo y corteza de la leña, y dibujó la menta rizada, los pétalos desmayados de las flores puestas a secar, las hojas con venas del trébol de las habas silvestres. Por la tarde, derritió nieve en el fuego y dio de comer y beber a las gallinas, cuidando de abrir y cerrar rápidamente la puerta del improvisado corral porque, el hedor era cada vez más insoportable.

Barber se quedó en la cama, bebiendo sorbitos de hidromiel. La segunda noche de la nevada anduvo con dificultad hasta la taberna y regresó con una tabernera rubia y silenciosa llamada Helen. Rob intentó observarlos desde su lecho al otro lado del hogar porque, aunque había presenciado el acto muchas veces, lo desconcertaban ciertos detalles que últimamente se habían colado en sus pensamientos y en sus sueños. Sin embargo, no pudo atravesar la espesa oscuridad y se limitó a estudiar sus cabezas iluminadas por la luz de fuego. Barber se mostró embelesado y absorto, pero la mujer parecía retraída y melancólica: como alguien que se dedica sin alegría a cumplir una obligación.

En cuanto la mujer partió, Rob cogió un trozo de corteza y un fragmento de carbón. En lugar de dibujar las plantas, intentó esbozar los rasgos de una mujer.

Barber, que iba en busca del orinal, se detuvo a observar el boceto y frunció el ceño.

—Me parece que conozco esa cara —comentó. Poco después, de regreso en la cama, alzó la cabeza entre las pieles y exclamó—. ¡Vaya! ¡Si es Helen!

Rob estaba muy contento. Intentó hacer un retrato del vendedor de ungüentos Wat, pero Barber solo logró identificarlo después de que el ayudante añadiera la pequeña figura del oso
Bartram
.

—Debes ahondar en tu intento de recrear caras, pues estoy convencido de que nos resultará útil —dijo Barber, que en seguida se hartó de observar a Rob y volvió a beber hasta que se quedó dormido.

El martes cesó la nevada. Rob se cubrió las manos y la cabeza con trapos y buscó una pala de madera. Limpió un sendero que salía de la puerta de la casa y se dirigió a la cuadra para ejercitar a
Incitatus
, que estaba engordando por la falta de trabajo y la ración cotidiana de heno y granos dulces.

El miércoles ayudó a varios chicos de Carlisle a quitar con palas la nieve de la superficie de la charca. Barber sacó las pieles que cubrían los agujeros de las ventanas y dejó que el aire frío pero fragante campara por la casa Lo celebró asando un trozo de cordero, que acompañó con jalea y pastelitos de manzana.

El jueves por la mañana, Rob cogió los patines y se los colgó del cuello por las tiras de cuero. Se dirigió a la cuadra, solo puso la brida y el cabestrillo a
Incitatus
, montó y salió de la población. El aire crujía, el sol brillaba y la nieve era pura.

Se transformó en romano. De nada servía simular que era Calígula amo del
Incitatus
original, porque sabía que Calígula se había vuelto loco y había encontrado un desdichado final. Decidió ser Cesar Augusto y condecoró a la guardia pretoriana por la Via Appia hasta Brindisi.

No tuvo dificultades para encontrar la granja de los Talbott. Se alzaba exactamente donde la chica había dicho. Aunque la casa estaba ladeada amén de tener muy mal aspecto y el techo hundido, el granero era amplio y se encontraba en perfectas condiciones. La puerta estaba abierta y oyó que alguien se movía dentro, entre los animales.

Siguió montado sin saber qué hacer, pero
Incitatus
relinchó y no tuvo más remedio que anunciarse.

—¿Garwine? —preguntó.

En la puerta del granero apareció un hombre que se encaminó lentamente hacia él. Esgrimía una horquilla de madera cargada de estiércol y se dio cuenta de que estaba borracho. Era un hombre cetrino y giboso, con una descuidada barba negra del color de la cabellera de Garwine. Solo podía tratarse de Aelfric Talbott.

—¿Quién eres? —inquirió.

Rob le respondió.

El hombre se tambaleo

—¡Vaya, Rob J. Cole! No has tenido suerte. No esta aquí. La muy putilla se ha largado.

La horquilla cargada de estiércol se movió ligeramente y Rob tuvo la certeza de que en un santiamén él mismo y el caballo serían rociados con excrementos de vaca frescos y humeantes.

—Sal de mi propiedad —ordenó Talbott.

Estaba llorando. Lentamente, Rob guió a
Incitatus
de regreso a Carlisle. Se preguntó adonde habría ido la chica y si lograría sobrevivir.

Ya no era César Augusto a la cabeza de la guardia pretoriana. Solo era un chiquillo enredado en sus dudas y temores.

Cuando llegó a casa, colgó los patines de la viga y nunca volvió a cogerlos.

11
EL JUDÍO DE TETTENHALL

No había nada que hacer salvo aguardar la llegada de la primavera. Habían elaborado y embotellado nuevas partidas de Panacea Universal. Todas las hierbas que Barber encontró, con excepción de la verdolaga para combatir las fiebres, estaban secas y en polvo, o remojadas en la medicina. Sentíanse fatigados de practicar los juegos malabares y hartos de ensayar magias, Barber estaba también cansado del Norte, de beber y dormir.

—Estoy demasiado impaciente para seguir arrastrándome mientras se consume el invierno —dijo una mañana de marzo, y abandonaron Carlisle prematuramente, avanzando con lentitud hacia el sur porque los caminos todavía estaban casi intransitables.

Tropezaron con la primavera en Beverley. El aire se suavizó, y emergió junto con una multitud de peregrinos que habían visitado la gran iglesia de piedra consagrada a San Juan Evangelista. Rob y Barber montaron el espectáculo, y su primer gran público de la nueva temporada respondió con entusiasmo. Todo fue bien durante los tratamientos hasta que, al hacer pasar a la sexta paciente detrás del biombo de Barber, Rob tomó las delicadas manos de una elegante mujer.

Rob sintió que se le aceleraba el pulso.

—Pasad, señora —dijo débilmente.

Le hormigueaba la piel donde sus manos se unieron. Se volvió e intercambió una mirada con Barber.

Barber palideció. Casi con brutalidad, empujó a Rob hasta quedar fuera del alcance de los oídos de la paciente.

—¿No tienes ninguna duda? Debes estar absolutamente seguro.

—Morirá muy pronto —afirmó Rob.

Barber regresó junto a la mujer, que no era vieja y parecía gozar de buena salud. No se quejó de ninguna dolencia y dijo que solo había ido a comprar un filtro.

—Mi marido es un hombre de edad. Su ardor languidece, mas me admira —dijo serenamente.

Su refinamiento y la ausencia de falso pudor la dotaban de dignidad.

Llevaba ropa de viaje, confeccionada con finos paños. Evidentemente, era una mujer rica.

—Yo no vendo filtros. Eso es magia y no medicina, señora.

La mujer murmuró una disculpa. Barber se aterrorizó al ver que no lo corregía en el tratamiento que le había dado: ser acusado de brujería por la muerte de una noble significaba la destrucción segura.

—Un trago de alcohol suele producir el efecto deseado. Fuerte y caliente, le dijo antes de retirarse.

Barber se negó a aceptar pago. En cuanto la mujer hubo salido, presentó sus excusas a los pacientes que aún no había atendido. Rob ya estaba cargando el carromato.

Así, huyeron una vez más. En esta ocasión apenas hablaron durante la escapada. En cuanto estuvieron bastante lejos y acamparon para pasar la noche, Barber rompió el silencio.

—Cuando alguien muere repentinamente, su mirada queda vacía —dijo en voz baja—. La fisonomía pierde expresión, y a veces la cara se torna purpúrea. Una comisura de la boca cuelga, cae un párpado, los miembros se vuelven de piedra. —Suspiró—. Es despiadado.

Rob no contestó.

Prepararon las camas e intentaron dormir. Barber se levantó y bebió un rato, pero esta vez no tendió sus manos al aprendiz para que las retuviera

En el fondo de su alma, Rob sabía que no era un hechicero, pero solo podía existir otra explicación, y no la comprendía. Permaneció echado y rezo. «Por favor, quítame este sucio don y devuélvelo a su lugar de origen.» Furioso y abatido, no pudo evitar un fruncimiento de cejas, pues la mansedumbre nunca le había dado ninguna ventaja. «Es algo que podría estar inspirado por Satán, y no quiero tener nada que ver con eso», le gruñó a Dios.

Al parecer, su oración fue escuchada. Aquella primavera no hubo más incidentes. Se mantuvo el buen tiempo, con días soleados más cálidos y secos que de costumbre, buenos para los negocios.

—Buen tiempo en el día de San Swithin —dijo Barber una mañana, en tono triunfal—. Todo el mundo sabe que eso significa buen tiempo durante otros cuarenta días.

Gradualmente sus temores se apaciguaron, y fueron animándose.

¡Su amo recordó su cumpleaños! La tercera mañana siguiente al día de San Swithin, Barber le hizo un hermoso regalo: tres plumas de ganso, un pote de tinta y una piedra pómez.

—Ahora puedes emborronar las caras con algo distinto de un trozo de carbón.

Rob no tenía dinero para comprarle a Barber un regalo de cumpleaños pero un día, a última hora de la tarde, sus ojos reconocieron una planta al pasar junto a un campo. A la mañana siguiente, salió a hurtadillas del carromato, caminó media hora hasta el campo y recogió una buena cantidad plantas. El día del cumpleaños de Barber, Rob le regaló un gran ramo de verdolaga, la hierba para las fiebres, que aquel recibió con evidente placer.

En su espectáculo se notaba que estaban bien avenidos. Cada uno anticipaba lo que haría el otro, y su representación adquirió brillo y agudeza, despertando espléndidos aplausos. Rob tenía ensueños en los que veía a sus hermanos entre los espectadores; imaginaba el orgullo y el asombro de Anne Mary y de Samuel Edward al ver a su hermano mayor hacer pases mágicos y malabarismos con cinco pelotas.

Habrán crecido, se dijo. ¿Lo recordaría Anne Mary? ¿Seguiría siendo indómito Samuel Edward? Y seguramente Jonathan Carter sabía andar y hará como un hombrecito hecho y derecho.

A un aprendiz le era imposible insinuarle a su amo a donde debía dirigir caballo, pero en Nottingham encontró la oportunidad de consultar el mapa de Barber, y vio que estaban en el mismísimo corazón de la isla inglesa. Para llegar a Londres tendrían que continuar al sur, pero también desviarse al este. Memorizó los nombres y emplazamientos de las ciudades, para saber si estaban viajando hacia donde tan desesperadamente deseaba ir.

En Leicester, un granjero que picaba una roca en su campo, había desenterrado un sarcófago. Cavó a su alrededor, pero era demasiado pesado para que él lo levantara, y su fondo permaneció aferrado a la tierra como un canto rodado.

—El duque enviará hombres y animales para sacarlo y se lo llevará a su castillo —les dijo orgulloso el pequeño terrateniente.

En el mármol de grueso grano blanco había una inscripción:

DIIS MABUS. VIVIO MARCIANO MILITI LEGIONIS SECUNDAE AUGUSTAE. IANUARIA MARINA CONJUNX PIENTISSIMA POSUIT MEMORIAM.

—«A los dioses del mundo de los muertos —tradujo Barber—. Para Vivio Marciano, soldado de la Segunda Legión de Augusto. En el mes de enero, su devota esposa Marina instaló este sepulcro.»

Se miraron.

—Me pregunto qué le ocurrió a la muñequita Marina después de enterrarlo, pues estaba a gran distancia de su casa —dijo razonablemente Barber.

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