—Te conozco. Tú eres Cole.
Rob miró al joven, y por un instante volvió a tener nueve años y no sabía pelear o poner pies en polvorosa, pues aquel era, sin lugar a dudas, Anthony Tite. Pero una sonrisa iluminaba el rostro de Tite y no estaba a la vista ninguno de sus secuaces. Además, observó Rob, ahora él era tres cabezas más alto y bastante más pesado que su antiguo enemigo. Dio una palmada en el hombro a Tony
El Meón
, repentinamente tan contento de verlo como si de pequeños hubiesen sido los mejores amigos del mundo.
—Vayamos a una taberna y háblame de ti —propuso Anthony, pero Rob vaciló, porque solo tenía los dos peniques que le había dado el mercader Bobstock por sus malabarismos. Anthony Tite comprendió—. Invito yo. He cobrado un buen salario este último año.
Era aprendiz de carpintero, le contó a Rob en cuanto se instalaron en un rincón de una taberna cercana para beber cerveza.
—En el hoyo —precisó, y Rob notó que su voz era ronca y su tez cetrina.
Rob conocía ese trabajo. Un aprendiz permanecía en un pozo profundo, en cuya parte alta se colocaba un tronco. El aprendiz tiraba de un extremo de una larga sierra, y todo el día respiraba el serrín que le caía encima, mientras un carpintero subalterno se situaba en el borde del hoyo y manejaba la sierra desde arriba.
—Los malos tiempos parecen haber tocado a su fin para los carpinteros —dijo Rob—. Visité la casa de la cofradía y vi a muy pocos vagando por allí.
Tite asintió.
—Londres crece. La ciudad ya tiene cien mil almas: la octava parte de todos los ingleses. Levantan edificios por todas partes. Es un buen momento para inscribirse como aprendiz en el gremio, pues se rumorea que en breve crearán otra Centena. Y como tú eres hijo de un carpintero...
Rob movió la cabeza negativamente.
—Ya he hecho un aprendizaje.
Le habló de sus viajes con Barber, y se sintió gratificado al notar cierta envidia en los ojos de Anthony. Tite habló de la muerte de Samuel.
—Yo he perdido a mi madre y a dos hermanos en años recientes, víctimas de la viruela, y a mi padre a causa de las fiebres.
Rob asintió, con mirada sombría.
—Tengo que encontrar a los que están vivos. En cualquier casa de Londres por la que paso puede estar el último hijo nacido de mi madre antes de su muerte, colocado por Richard Bukerel.
—Quizá la viuda de Bukerel sepa algo. —Rob se sentó más erguido—. Se ha vuelto a casar con un verdulero de nombre Buffington. Su nueva casa no esta lejos de aquí. Inmediatamente más allá de Ludgate.
La casa de Buffington se hallaba en un paraje no muy distinto a aquel tan solitario, en el que el rey había construido su nueva residencia, pero estaba muy próximo a la humedad de las zonas pantanosas del Fleet, y era un refugio lleno de parches en lugar de un palacio. Detrás de la casucha había pulcros campos de coles y lechugas, rodeados por un páramo pantanoso sin drenar.
Lo contempló todo por un momento, y vio a cuatro niños cochinos acarreando sacos de piedras con los que daban vueltas alrededor de los campos plagados de mosquitos, como letal patrulla contra las liebres.
Encontró a la Señora Buffington en la casa. Se saludaron. Ella estaba clasificando diversos productos en canastas. Los animales se comían sus beneficios, explicó en tono gruñón.
—Te recuerdo a ti y a tu familia —dijo, mientras lo examinaba como si fuera una verdura selecta.
Pero cuando le hizo la pregunta que lo había llevado allí, ella no recordaba que su primer marido hubiese mencionado el nombre o el paradero de la nodriza que se llevó al bebe bautizado como Roger Cole.
—¿Nadie apuntó su nombre?
Probablemente algo notó la mujer en su mirada, porque se explicó.
—Yo no sé escribir. ¿Por qué no preguntaste su nombre y lo escribiste tú? ¿Acaso no es tu hermano?
Rob se preguntó cómo podía esperarse semejante responsabilidad de un crío en sus circunstancias, aunque sabía que en cierto sentido la mujer tenía razón.
La Señora Buffington le sonrió.
—No seamos descorteses entre nosotros, pues hemos compartido días más duros como vecinos.
Para su gran sorpresa, vio que lo estudiaba como una mujer estudia a un hombre, con ojos ansiosos. Había adelgazado por las faenas que ahora realizaba y Rob comprendió que en otros tiempos había sido hermosa. No era mayor que Editha.
Pero pensó melancólicamente en Bukerel y recordó la cruel mezquindad de aquella mujer, sin olvidar que cuando quedó solo lo habría vendido como esclavo.
La miró fríamente, le dio las gracias y se marchó.
En la iglesia de San Botolph, el sacristán —un viejo picado de viruela y con el pelo gris polvoriento— respondió a su llamada. Rob preguntó por el Sacerdote que había enterrado a sus padres.
—El padre Kempton fue trasladado a Escocia hace diez meses.
El anciano lo llevó al cementerio de la iglesia.
—Ahora esto está abarrotado —dijo—. ¿No estabas aquí hace dos años, cuando el azote de la viruela? —Rob meneó la cabeza—. ¡Afortunado de ti!
Murieron tantos que enterrábamos todos los días. Ahora andamos escasos de espacio. Gente de todas partes llega en tropel a Londres, y todo hombre alcanza en seguida las dos veintenas de años por las que razonablemente puede orar.
—Pero no tenéis más de cuarenta años —observó Rob.
—¿Yo? Yo estoy protegido por la naturaleza eclesiástica de mi trabajo, y en todo sentido he llevado una vida pura e inocente.
Le dedicó una sonrisa, y Rob olió el alcohol de su aliento.
Esperó fuera de la casa de enterramientos, mientras el sacristán consultaba el libro. Todo lo que el viejo borrachín pudo hacer fue guiarlo a través de un laberinto de lápidas inclinadas, hasta una zona general de la parte oriental del camposanto, cerca del muro trasero cubierto de musgo, y declaró que tanto su padre como su hermano Samuel «habían sido enterrados por aquí». Intentó rememorar el funeral de su padre para recordar el emplazamiento de la tumba, pero no lo logró.
Fue más fácil encontrar a su madre: el tejo que crecía tras su sepulcro se había desarrollado mucho en tres años, pero lo reconoció.
Imprevisiblemente y con gran resolución, volvió corriendo al campamento y Barber lo acompañó a un paraje rocoso, más abajo del talud del Támesis, donde seleccionaron un pequeño canto rodado de color gris, aplanado y alisado por largos años de mareas.
Incitatus
los ayudó a arrastrarlo desde el río.
Rob pensaba grabar personalmente las inscripciones, pero fue disuadido.
—Ya hemos pasado demasiado tiempo aquí —dijo Barber—. Deja que lo haga bien y rápidamente un picapedrero. Yo le pagaré su trabajo, cuando tu completes el aprendizaje y trabajes por un salario, me lo devolverás.
Solo se quedaron en Londres el tiempo suficiente para ver la piedra con los tres nombres y las fechas en el lugar que le correspondía en el cementerio, debajo del tejo.
Barber apoyó una mano fornida en su hombro y le dirigió una mirada penetrante.
—Somos viajeros. Llegaremos a todos los sitios en los que puedas hacer averiguaciones sobre tus otros tres hermanos.
Desplegó el mapa de Inglaterra y mostró a Rob los seis grandes caminos que salían de Londres: por el noreste a Colchester, por el norte a Lincoln York, por el noreste a Shrewsbury y Gales, por el oeste a Silchester, Winchester y Salisbury; por el sudeste a Richborough, Dover y Lyme, y por sur a Chichester.
—Aquí, en Ramsey —dijo Barber hundiendo un dedo en el centro de Inglaterra—, es adonde tu vecina viuda, Della Hargreaves se fue a vivir con su hermano. Ella podrá decirte el nombre del ama de cría a la que entregó al bebe Roger, y tu podrás buscarlo la próxima vez que vengamos a Londres. Y aquí abajo está Salisbury, donde según te han dicho la familia Haverhill ha llevado a tu hermanita Anne Mary. —Arrugó el entrecejo—. Es una pena que no lo supiéramos cuando estuvimos allí durante la feria.
Rob se estremeció al comprender que él y la chiquilla podían haberse cruzado entre las multitudes.
—No importa —dijo Barber—. Regresaremos a Salisbury en nuestro camino de vuelta a Exmouth, en el otoño.
Rob cobró ánimo.
—Y por donde vayamos hacia el norte, preguntaré a todos los sacerdotes y monjes que encuentre si conocen al padre Lovell y a su joven pupilo Willian Cole.
La mañana siguiente abandonaron Londres y siguieron el ancho camino de Lincoln, que llevaba al norte de Inglaterra. Tras dejar atrás todas las casas y el hedor de tanta gente, cuando hicieron un alto para paladear un desayuno especialmente abundante preparado a la orilla de un riachuelo cantarín, coincidieron en que una ciudad no era el mejor lugar para respirar aire de Dios y gozar del calor del sol.
Un día de principios de junio estaban tumbados de espaldas a la vera de un arroyo, en las cercanías de Chipping Norton, viendo pasar las nubes a través de ramas frondosas, esperando que picaran las truchas.
Apoyadas en dos ramas en forma de Y clavadas en tierra, sus varas de arce estaban inmóviles.
—Muy entrada la temporada para que las truchas tengan hambre de lombrices —murmuró satisfecho Barber—. En un par de semanas, cuando los insectos saltadores pululen en los campos, los peces se cogerán antes.
—¿Cómo conocen la diferencia los gusanos machos? —preguntó Rob.
Medio dormido, Barber sonrió.
—Seguro que todas las hembras se parecen en la oscuridad, como las mujeres.
—Todas las mujeres no son iguales, ni de día ni de noche —protestó Rob—. Parecen semejantes, pero cada una tiene su aroma, su sabor, su tacto.
Barber suspiró.
—Esa es la autentica maravilla que opera de señuelo en el caso del hombre.
Rob se incorporó y fue hasta el carromato. Al volver llevaba en la mano un cuadrado liso de pino en el que había dibujado en tinta el rostro de una muchacha. Se puso en cuclillas junto a Barber y le dio la tabla.
—¿La reconoces?
Barber estudió el dibujo.
—Es la chica de la semana pasada, la muñequita de Fairt Ives.
Rob recuperó el dibujo y lo observó, complacido.
—¿Por qué le pusiste esa marca tan fea en la mejilla?
—Porque la tenía.
Barber asintió.
—La recuerdo. Pero con tu pluma y tu tinta estás en condiciones de embellecer la realidad. ¿Por qué no permites que se vea a sí misma más favorablemente de lo que la ve el mundo?
Rob frunció el ceño, preocupado sin saber por qué. Volvió a estudiar el parecido.
—De cualquier manera, no lo ha visto, pues lo dibujé después de dejarla.
—Pero podrías haber hecho el dibujo en su presencia. —Rob se encogió de hombros y sonrió. Barber se levantó, plenamente despierto—. Ha llegado el momento de que demos un uso práctico a tu habilidad.
A la mañana siguiente, fueron a ver a un leñador y le pidieron que aserrara rodajas del tronco de un pino. Los cortes de madera resultaron decepcionantes: demasiado ásperos para dibujar con pluma y tinta. Pero las rodajas de una joven haya eran lisas y duras, y el leñador cortó de buena gana un árbol de tamaño mediano a cambio de una moneda.
A continuación del espectáculo de aquella tarde, Barber anunció que su compañero dibujaría gratuitamente retratos de media docena de residentes de Chipping Norton.
Se produjo un bullicioso alud. Alrededor de Rob se reunió una multitud para observar, con curiosidad, cómo mezclaba la tinta. Pero hacía tiempo que él dominaba el arte de la representación, y estaba habituado al escrutinio. Dibujó un rostro en cada uno de los seis discos de madera: una anciana, dos jóvenes, un par de lecheras que olían a vaca, y un hombre con un lobanillo en la nariz.
La mujer tenía los ojos hundidos y la boca desdentada, con los labios arrugados. Uno de los jóvenes era regordete y carirredondo, de modo que fue lo mismo que dibujarle rasgos a una calabaza. El otro era delgado y moreno, con ojos siniestros. Las lecheras eran hermanas y se parecían tanto que el desafío consistió en tratar de captar las sutiles diferencias; allí Rob fracasó porque podrían haber intercambiado sus retratos sin que se notara. De los seis dibujos, solo se sintió satisfecho con el último. El hombre era casi viejo. Sus ojos y todos los surcos de su cara estaban inundados de melancolía. Sin saber cómo, Rob logró plasmar toda su tristeza.
Dibujó el lobanillo sin la menor vacilación. Barber no protestó, pues todos los modelos estaban visiblemente contentos y se oyeron sostenidos aplausos de los mirones.
—Comprad seis frascos y tendréis, ¡gratis, amigos míos!, un retrato similar —vociferó Barber, sosteniendo en alto la Panacea Universal y emprendiendo su habitual discurso.
En breve se formó una cola delante de Rob, que dibujaba concentradamente, y una cola más larga aun delante de la tarima, en la que permaneció Barber vendiendo su medicina.
Desde que el rey Canuto había liberalizado las leyes de caza, empezaron a aparecer venados en los puestos de carne. En la plaza del mercado de Adreth, Barber compró un buen cuarto trasero. Lo frotó con ajo silvestre y le hizo tajos profundos que rellenó con pequeños cuadrados de grasa de cerdo y cebolla, lardeando sabrosamente el exterior con mantequilla dulce; mientras se asaba, roció constantemente la pieza con una mezcla de miel, mostaza y cerveza negra. Rob comió vorazmente, pero Barber dio cuenta de casi todo el cuarto pero acompañado con una prodigiosa cantidad de puré de nabos y una pieza de pan fresco.