Aquella noche Meir dio a Rob una lección sobre el Levítico. Éstos eran los animales que los judíos podían comer de entre todos los que habitaban la tierra: cualquiera que rumia y tiene la pezuña hendida, incluyendo oveja, vaca, cabra y venado. Entre los animales
treif
—no
kasher
— estaban los caballos, burros, camellos y cerdos.
De las aves, estaban autorizados a comer palominos, gallinas, palomas domésticas, patos domésticos y gansos domésticos. Entre los seres alados prohibidos estaban las águilas, avestruces, buitres, milanos, cuclillos, cisnes, cigüeñas, búhos, pelícanos, avefrías y murciélagos.
—En mi vida he paladeado una carne tan sabrosa como la de un polluelo de cisne primorosamente mechado, envuelto en cerdo salado y luego asado lentamente al fuego.
Meir parecía ligeramente asqueado.
—Aquí no lo comerás —dijo.
El día siguiente amaneció claro y frío. La casa de estudios estaba casi desierta después del
shaharit
, la primera oración ritual, por la mañana, pues muchos se acercaron al corral del
rabbenu
para presenciar la
shehitah
, la matanza ritual. El aliento de los asistentes formaba pequeñas nubes que flotaban en el aire quieto y helado.
Rob estaba con Simon. Se produjo una leve agitación cuando llegó Reb Aruch ben David con el otro mashglah, un anciano encorvado, de nombre Reb Samson ben Zanvil, cuyo rostro era adusto y resuelto.
—Es mayor que Reb Baruch y que el
rabbenu
, aunque no tan docto —susurró Simon—. Ahora teme quedarse atrapado entre ambos si se plantea una disidencia.
Los cuatro hijos del
rabbenu
condujeron al primer animal desde el establo: un toro negro de lomo oscuro y pesados cuartos traseros. Mugiendo, el toro agitó la cabeza y pateó el suelo. Tuvieron que pedir ayuda a los mirones para dominarlo con cuerdas, mientras los inspectores examinaban cada milímetro de su cuerpo.
—La más mínima herida o rasguño en la piel lo descalificará como animal de carne —dijo Simon.
—¿Por qué?
Simon lo miró, fastidiado.
—Porque lo dice la ley —respondió.
Finalmente satisfechos, condujeron al toro a un pesebre lleno de dulce heno. El
rabbenu
cogió una larga cuchilla.
—Fíjate en el extremo romo y cuadrado de la cuchilla —dijo Simon—. No tiene punta, para evitar la posibilidad de que rasgue el pellejo del animal. Pero la cuchilla esta afilada como una navaja.
Seguían observando en medio del frío, pero nada ocurría.
—¿Qué están esperando? —susurró Rob.
—El momento exacto, porque el animal tiene que estar inmóvil en el instante del corte mortal —explicó Simon—, pues de lo contrario no sería
kasher
.
Y mientras lo decía, la cuchilla centelleó. Un solo golpe limpio cercenó gaznate y, con él, la traquea y las arterias carótidas. A continuación brotó un chorro rojo y el toro perdió el conocimiento cuando se cortó el suministro de sangre en el cerebro. Los ojos se empañaron y el animal cayó de rodillas; al cabo de un instante, estaba muerto.
Se oyó un murmullo de complacencia entre los observadores, murmullo que se silenció de inmediato porque Reb Baruch había cogido la cuchilla y la estaba examinando.
Rob notó en su expresión un debate que tensó sus finos rasgos de anciano. Baruch se volvió hacia su también anciano rival.
—¿Ocurre algo? —preguntó fríamente el
rabbenu
.
—Eso temo —dijo Reb Baruch, y procedió a mostrar, en mitad del borde cortante de la hoja, una imperfección, una ínfima muesca en el acero esmeradamente afilado.
Viejo y nudoso, con el rostro demudado, Reb Samson ben Zanvil esperó, seguro de que como segundo
mashgiah
sería solicitado su juicio, un juicio que no deseaba pronunciar.
Reb Daniel, padre de Rohel e hijo mayor del
rabbenu
, comenzó a vociferar —¿Qué clase de bobada es esta? Todos saben con cuanto cuidado son afiladas las cuchillas rituales del
rabbenu
—dijo, pero su padre levantó la mano, exigiéndole silencio.
El
rabbenu
sostuvo la cuchilla a la luz y pasó un dedo experto por debajo mismo del filo. Suspiró, porque la muesca existía: un error humano que volvía ritualmente inadecuada la carne del animal.
—Es una bendición que tu mirada sea más afilada que la de esta hoja y continúe protegiéndonos, viejo amigo mío —se apresuró a decir, y todos se relajaron, como si liberaran el aliento largo tiempo contenido.
Reb Baruch sonrió. Se estiró y palmeó la mano del
rabbenu
. Ambos se miraron a los ojos un buen rato.
Luego, el
rabbenu
se volvió y llamó a Mar Reuven el Cirujano Barbero.
Rob y Simon dieron un paso al frente y escucharon atentamente.
—El
rabbenu
te pide que entregues esta res
trief
al carnicero cristiano de Gabrovo —dijo Simon.
Rob cogió su yegua, que estaba muy necesitada de ejercicios, y la ató al trineo chato sobre el que una serie de manos dispuestas cargaron al toro sacrificado. El
rabbenu
había utilizado una cuchilla aprobada para el segundo animal, que fue declarado
kasher
, y los judíos ya lo estaban desmembrando cuando Rob agitó las riendas y azuzó a
Caballo
para salir de Tryavna.
Fue a Gabrovo lentamente, experimentando un gran placer. La carnicería estaba donde le habían dicho: tres casas más abajo del edificio más destacado de la ciudad, una posada. El carnicero era un hombre fornido y pesado, que con su cuerpo hacía honor a su oficio. La lengua no significó un obstáculo.
—Tryavna —dijo Rob, señalando el toro muerto.
La cara coloradota se deshizo en sonrisas.
—Ah.
Rabbenu
—dijo el carnicero y asintió vivazmente.
Descargar el animal resulto difícil, pero el carnicero fue a una taberna y volvió con un par de ayudantes. Con cuerdas y esforzándose lograron descargar el toro.
Simon le había dicho a Rob que el precio era fijo y no habría regateo. Cuando el carnicero le entregó una cantidad ínfima de monedas, Rob comprendió por qué sonreía entusiasmado, pues prácticamente había robado una excelente res, solo porque en la cuchilla de la matanza había una insignificante muesca. Rob nunca entendería a la gente que, sin buenas razones, era capaz de tratar una carne estupenda como si fuese basura. La estupidez de aquel episodio lo cubrió de una especie de vergüenza; le habría gustado explicarle al carnicero que él era cristiano y no estaba emparentado con quienes se comportaban tan tontamente. Pero no pudo hacer otra cosa que aceptar las monedas en nombre de los hebreos y guardarlas en la bolsa que llevaba a ese efecto, para salvaguardarlas.
Cerrado el negocio, fue directamente a la taberna de la posada cercana. El oscuro bodegón era largo y estrecho, más semejante a un túnel que a un salón, con su techo bajo ennegrecido por el humo del fuego, a cuyo alrededor holgazaneaban nueve o diez hombres, bebiendo. Una mesita estaba ocupada por tres mujeres que aguardaban, atentas. Rob las observó mientras bebía un aguardiente moreno sin refinar, que no fue de su agrado. Las mujeres eran, obviamente, prostitutas de la taberna. Dos habían pasado la flor de la vida, pero la tercera era una rubia joven de expresión maliciosa y al mismo tiempo inocente. Captó el propósito de Rob en su mirada y le sonrió. Rob terminó la bebida y se acercó a la mesa.
—Supongo que no sabéis inglés —murmuró, acertadamente.
Una de las mayores dijo algo y las otras dos rieron. Pero Rob sacó una moneda y se la dio a la joven. Era toda la comunicación que necesitaban.
Ella se la embolsó y, sin decir palabra a sus compañeras, fue a buscar su capa, que colgaba de una percha.
Rob la siguió afuera, y en la calle nevada se encontró cara a cara con Mary Cullen.
—¡Hola! ¿Estáis pasando un buen invierno vos y vuestro padre?
—No, estamos pasando un invierno espantoso —dijo Mary, y Rob observó que se le notaba. Tenía la nariz roja y una llaga fría en la tierna plenitud del labio inferior—. La posada siempre esta helada y la comida es pésima. ¿Es verdad que vivís con los judíos?
—Sí.
—¿Cómo podéis? —preguntó ella con una vocecilla suave.
Rob había olvidado el color de sus ojos y el efecto de su mirada lo desarmó, como si hubiera tropezado con unos aleteantes azulejos en la nieve.
—Duermo en un establo muy abrigado. La comida es excelente —contestó, con enorme satisfacción.
—Mi padre me ha dicho que los judíos despiden un hedor particular que se llama
foetor judaicus
. Porque frotaron el cuerpo de Cristo con ajo después de matarlo.
—A veces todos olemos. Pero sumergirse de la cabeza a los pies todos los viernes es una de las costumbres de los judíos. Sospecho que se bañan con más frecuencia que el resto de los humanos.
Ella se ruborizó, y Rob comprendió que debía de ser difícil y raro obtener agua para bañarse en una posada como la de Gabrovo. Mary observó a la mujer que, pacientemente, esperaba a corta distancia.
—Mi padre dice que el que se aviene a vivir con judíos no puede ser un hombre cabal.
—Vuestro padre parecía simpático, pero quizá —dijo Rob reflexivamente —sea un asno.
En ese mismo momento, cada uno echó a andar por su lado. Rob siguió a la rubia hasta una habitación cercana. Estaba desordenada y llena de ropa sucia de mujeres, y tuvo la sospecha de que convivía con las otras dos. Mientras la mujer se desnudaba, Rob la observaba.
—Es una crueldad mirar tu cuerpo después de haber visto a la otra —le dijo, sabiendo que ella no entendería una sola palabra de lo que decía—. Su lengua no siempre expresa mieles, pero... No es una beldad, exactamente, pero muy pocas mujeres pueden compararse a Mary Cullen en su porte.
La mujer le sonrió.
—Tú eres una puta joven pero ya pareces vieja —le dijo.
Hacía mucho frío y la mujer se despojó de su ropa y se metió rápidamente entre las mugrientas mantas de piel, no sin que antes él hubiera visto más de lo que hubiera preferido. Era un hombre que sabía apreciar el aroma a almizcle de las mujeres, pero de ella emanaba un hedor agrio. El vello de su cuerpo tenía aspecto duro y pegoteado, como si sus jugos se hubiesen secado y resecado incontables veces sin sentir la simple y honrada humedad del agua. La abstinencia había provocado tales ardores en Rob que se habría echado encima de ella, pero el breve vislumbre de su cuerpo azulado le permitió descubrir una carne ajada y apelmazada que no quería tocar.
—¡Maldita sea esa bruja pelirroja! —refunfuñó.
La mujer lo miró, desconcertada.
—Tú no tienes la culpa, muñeca —le dijo, mientras metía la mano en la bolsa.
Le dio más de lo que habría valido aunque hubiese intentado extraerle algún valor. La mujer metió las monedas bajo las pieles y las apretó contra su cuerpo. Rob ni siquiera había empezado a desvestirse; estiró su ropa, inclinó la cabeza ante ella y salió a tomar aire fresco.
A medida que avanzaba febrero, pasaba cada vez más tiempo en la casa de estudios, desentrañando detenidamente el Corán persa. Siempre lo asombraba la inexorable hostilidad del Corán hacía los cristianos y su amargo aborrecimiento de los judíos. Simon se lo explicó.
—Los primeros maestros de Mahoma fueron judíos y monjes sirio-cristianos. Cuando él informó por vez primera de que el arcángel Gabriel le había visitado, que Dios le había nombrado su profeta y le había dado instrucciones de fundar una religión nueva y perfecta, esperaba que sus viejos amigos lo siguieran en tropel, dando gritos de alegría. Pero los cristianos prefirieron su propia religión y los judíos, sobrecogidos y amenazados, se sumaron activamente a los que rechazaban las predicas de Mahoma. No los perdonó en toda su vida, y habló y escribió sobre ellos injuriosamente.
Los conocimientos de Simon hacían que el Corán cobrara vida para Rob. Ya iba por la mitad del libro y se afanaba en los estudios, sabedor que en breve reanudarían el viaje. Al llegar a Constantinopla, él y el grupo de Meir seguirían caminos diferentes, lo que, además de separarlo de su maestro Simon, lo privaría del libro, y esto era lo más importante. El Corán desprendía insinuaciones de una cultura remota, y los judíos de Tryavna daban a entender que iba a descubrir un estilo de vida diferente. De niño creía que Inglaterra era el mundo, pero ahora sabía que existían otros pueblos. En algunos rasgos eran semejantes, pero diferían en cuestiones importantes.
El encuentro en la matanza ritual había reconciliado a
rabbenu
con Reb Baruch ben David, y sus familias comenzaron de inmediato a planear la boda de Rohel con el joven Res Meshullum ben Nathan. El barrio judío era un hervidero de bulliciosa actividad. Los dos ancianos iban de un lado a otro, de buen humor, a menudo juntos.
El
rabbenu
regaló a Rob el viejo sombrero de cuero y le dejó, para que estudiara, un artículo del Talmud. El libro hebreo de las leyes había sido traducido al parsi. Aunque Rob agradeció la posibilidad de ver en la lengua persa otro documento, el significado de ese texto estaba fuera de su alcance. El documento se ocupaba de una ley llamada
shaatnez
: aunque se permitía a los judíos usar lino y lana, no se les permitía mezclar ambas fibras, y Rob no podía entender por qué.
Cada vez que lo preguntó, su interlocutor manifestaba ignorarlo o se encogía de hombros y decía que era la ley.
Ese viernes, desnudo en la vaporosa caseta de baños, Rob reunió valor mientras los hombres rodeaban al sabio.
—
Shi-ailah, Rabbenu, shi-ailah
—gritó. («¡Una pregunta, una pregunta!») El
rabbenu
dejó de enjabonar la prominencia de su barriga, sonrió al
goy
extranjero y luego habló.
—Ha dicho: «Pregunta, hijo mío»—dijo Simon.
—Tenéis prohibido comer carne con leche. Tenéis prohibido usar lino con lana. La mitad del tiempo tenéis prohibido tocar a vuestras mujeres. ¿Por qué hay tantas cosas prohibidas?
—Para alimentar la fe —respondió el
rabbenu
.
—¿Por qué Dios impone exigencias tan extrañas a los judíos?
—Para separarnos de vosotros —dijo el
rabbenu
, pero sus ojos chispearon y no había malicia en sus palabras.
Rob bufó cuando Simon le echó agua en la cabeza.
Todos participaron cuando Rohel, nieta del
rabbenu
, contrajo matrimonio con Meshullum, nieto de Reb Baruch, el segundo viernes del mes.