El médico (33 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

BOOK: El médico
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26
EL PARSI

Se habituaron en seguida a la rutina del viaje. Los tres primeros días, tanto los escoceses como los judíos lo miraban amablemente y lo dejaban a solas quizás inquietos por las cicatrices de su cara y las estrafalarias marcas del carromato. La intimidad nunca le había disgustado y estaba contento de que lo dejaran a solas con sus pensamientos.

La muchacha cabalgaba siempre delante de él, que inevitablemente la observaba, incluso después de acampar. Al parecer, tenía dos vestidos negros, y en cuanto tenía la oportunidad lavaba uno de ellos. Era obvió que se trataba de una viajera lo bastante aguerrida como para no quejarse de las incomodidades, pero había en ella —y también en Cullen —un aire melancólico apenas oculto. Por sus vestimentas, Rob dedujo que estaban de luto.

A veces la muchacha cantaba en voz baja.

La cuarta mañana, cuando la caravana se movía muy lentamente, la muchacha desmontó y llevó de las riendas a su caballo, para estirar las piernas.

Rob bajó la vista, y como estaba muy cerca de su carromato, le sonrió. Los ojos eran enormes, del azul más oscuro que puede tener un iris. Su cara de pómulos altos presentaba superficies amplias y delicadas. La boca era grande y madura, como todo en ella, y sus labios se movían con rapidez y, curiosamente, resultaban muy expresivos.

—¿Cuál es la lengua de sus canciones?

—El gaélico.

—Ya me parecía.

—¿Cómo puede un
sassenach
reconocer el gaélico?

—¿Qué es un
sassenach
?

—Es el nombre que damos a quienes viven al sur de Escocia.

—Sospecho que ese termino no es un cumplido.

—Claro que no —reconoció ella, y esta vez sonrió.

—¡Mary Margaret! —grito su padre imprevistamente.

Ella se apresuró a ir a su encuentro, como una hija acostumbrada a obedecer.

¿Mary Margaret?

Debía de contar aproximadamente la edad que tendría ahora Anne Mary, pensó con incomodidad. De pequeña, su hermana tenía el pelo castaño, aunque con algunos matices rojizos...

«Esa chica no es Anne Mary», se recordó severamente. Sabía que debía que dejar de ver a su hermana en todas las mujeres que no habían llegado a la ancianidad, porque era un pasatiempo que podía convertirse en una forma de locura.

Y no era necesario hacer hincapié en ello, pues la hija de James Cullen no le interesaba. Había mujeres atractivas más que suficientes en el mundo y decidió mantenerse alejado de aquella.

Su padre resolvió, evidentemente, darle otra oportunidad de conversación, quizá porque no lo había visto volver a hablar con los judíos. La quinta noche de camino, James Cullen fue a visitarlo, llevando una botella de aguardiente de cebada; Rob le dio la bienvenida y aceptó un trago.

—¡Entiendes de ovejas, señor Cole?

Cullen sonrió de oreja a oreja cuando le oyó responder que no, y se mostró dispuesto a adiestrarlo.

—Hay ovejas y ovejas. En Kilmarnock, asiento de las posesiones Cullen, las ovejas suelen ser tan pequeñas que solo llegan a pesar doce piedras. Me han dicho que en Oriente doblan ese tamaño, tienen pelo largo y no corto y un vellón más denso que el de las bestias escocesas. Es tan espeso, cuando se hila y se convierte en mercancía, que la lluvia no lo empapa.

Cullen dijo que pensaba comprar ganado reproductor cuando encontrara el de la mejor calidad, para llevárselo consigo a Kilmarnock.

«Eso exigirá mucho capital, una buena cantidad de dinero de cambio», se dijo Rob, y comprendió por qué Cullen necesitaba caballos de carga.

Sería mejor que el escocés también llevara guardaespaldas, reflexionó.

—Estás haciendo un largo viaje, y permanecerás mucho tiempo lejos de tus posesiones.

—Las he dejado en buenas manos, al cuidado de parientes que merecen toda mi confianza. Me resultó muy difícil tomar la decisión, pero... seis meses antes de salir de Escocía enterré a mi esposa, después de veintidós años matrimonio.

Cullen hizo una mueca, se llevó la botella a la boca y se echo un buen trago al coleto. «Eso explica la tristeza de esta gente», pensó Rob. El cirujano barbero que había en él lo llevó a preguntar cual había sido la causa aquel fallecimiento.

—Tenía bultos en los dos pechos, bultos duros. Empezó a ponerse pálida y débil, perdió el apetito y la voluntad. Al final sentía terribles dolores. Se tomó tiempo para morir, pero pasó a mejor vida antes de lo que creía. Se llamaba Jura. Bien... Me entregué seis semanas a la bebida, comprendí que no era esa la salida. Durante años me había dedicado a lotear sobre la compra de buen ganado en Anatolia, sin haber pensado nunca que llegaría a hacerlo. Entonces tomé la decisión.

Le ofreció la botella y no se ofendió cuando Rob meneó la cabeza.

—Es hora de orinar —dijo, y sonrió afablemente.

Ya había vaciado una buena cantidad del contenido de la botella, y cuando intentó incorporarse e irse, Rob tuvo que ayudarlo.

—Buenas noches, señor Cullen. Vuelva a visitarme.

—Buenas noches, señor Cole.

Mientras observaba cómo se alejaba con paso inseguro, Rob se dio cuenta de que no había mencionado ni una sola vez a su hija.

La tarde siguiente, un viajante de comercio francés, de nombre Felix Roux, que ocupaba el puesto trigésimo octavo en la fila de marcha, fue arrojado de la montura cuando su caballo se espantó al ver un tejón. Cayó malamente a tierra, con todo el peso del cuerpo en el antebrazo izquierdo. Se fracturó el hueso y le quedó un miembro colgado y torcido. Kerl Fritta mandó a buscar al cirujano barbero, que encajó el hueso e inmovilizó el tazo. La operación fue sumamente dolorosa. Rob se esforzó por informarle a Roux que aunque el brazo le produciría sufrimientos cuando cabalgara, no tendría que abandonar la caravana. Finalmente, hizo que se acercara Seredy para decirle al paciente cómo debía manejar el cabestrillo.

Su expresión era meditabunda mientras regresaba al carromato. Había accedido a tratar a los viajeros enfermos varias veces por semana. Aunque daba propinas generosas a Seredy, sabía que no podía seguir usando como intérprete al sirviente de James Cullen.

De vuelta en su carromato, vio a Simon ben Ha-Levi sentado cerca, a ras del suelo, remendando la cincha de una silla de montar. Se acercó al joven judío y le preguntó:

—¿Sabes francés y alemán?

El joven asintió mientras se llevaba una correa a la boca y arrancaba con sus dientes el hilo encerado.

Rob habló y ha-Levi escuchó. Por último, como los términos eran generosos y el trabajo no le exigía demasiado tiempo, aceptó el cargo de intérprete del cirujano barbero. Rob estaba muy contento.

—¿Cómo es que sabes tantos idiomas?

—Nosotros somos mercaderes internacionales. Viajamos constantemente y tenemos relaciones familiares en los mercados de muchos países. Los idiomas forman parte de nuestro negocio. Por ejemplo, el joven Tuveh está estudiando la lengua de los mandarines, porque dentro de tres años hará la Ruta de la Seda y entrará a trabajar en la empresa de mi tío.

Su tío, Issachar ben Nachum, explicó, dirigía una sucursal de la familia Kai Feng Fu, de la que cada tres años enviaba una caravana de sedas, pimienta y otros productos orientales exóticos a Meshed, en Persia. Y cada tres años desde que era pequeño, Simon y otros varones de la familia viajaban desde su hogar en Angora a Meshed. Allí se hacían cargo de una caravana de ricas mercancías, y regresaban al reino franco de Oriente.

Rob J. sintió que se le aceleraba el pulso.

—¿Conoces la lengua persa?

—Naturalmente. El parsi.

Rob lo miró con ojos desorbitados.

—Se llama parsi.

—¿Me lo enseñarás?

Simon ben ha-Levi vaciló, porque aquello era harina de otro costal. Podía ocuparle mucho tiempo.

—Te pagaré bien.

—¿Para qué quieres saber parsi?

—Necesitaré emplearlo cuando llegue a Persia.

—¿Quieres hacer negocios regularmente? ¿Regresar a Persia una y otra vez para comprar hierbas y productos farmacéuticos, como hacemos nosotros para adquirir sedas y especias?

—Quizá. —Rob J. se encogió de hombros en un gesto digno de Asher—. Un poco de esto y un poco de aquello.

Simon sonrió. Empezó a garabatear la primera lección en la tierra, con un palo, pero el resultado fue insatisfactorio; Rob fue al carromato, cogió sus útiles de dibujo y una rodaja limpia de madera de haya. Simon lo inició en parsi tal como mamá le había enseñado a leer inglés muchos años atrás, empezando por el alfabeto. Las letras del parsi se componían de puntos y líneas onduladas. ¡Por la sangre de Cristo! El lenguaje escrito parecía mierda de paloma, rastros de pájaros, virutas rizadas, lombrices que intentaban aparearse...

—Jamás lo aprenderé —dijo, y sintió que se le partía el corazón.

—Lo aprenderás —le aseguró Simon plácidamente.

Rob J. volvió al carromato con la madera. Cenó despacio, ganando tiempo para dominar su excitación; luego se sentó en el pescante, y de inmediato comenzó a aplicarse en el nuevo aprendizaje.

27
EL CENTINELA FRANCÉS

Abandonaron la región montañosa y se internaron en las llanuras que el camino romano dividía en una línea absolutamente recta hasta donde alcanzaba la mirada. A ambos lados del camino había campos de tierra negra. Los campesinos comenzaban a cosechar cereales y verduras tardías: el verano había terminado. Llegaron a un inmenso lago y siguieron su orilla durante tres días, deteniéndose por la noche para comprar provisiones en la localidad ribereña de Siofok. No era propiamente una ciudad; sólo unos edificios decaídos que habitaba un campesinado mañoso y parlanchín. Pero el lago —el lago Balaton— era un sueño celestial, de aguas oscuras y aspecto duro como el de una gema, que despidió una calima blanca a primera hora de la mañana mientras él esperaba que los judíos recitaran sus oraciones.

Era entretenido observar a aquellas extrañas criaturas que se balanceaban mientras oraban, dando la impresión de que Dios hacía malabarismos con sus cabezas, las cuales subían y bajaban sin la menor sincronía aunque, evidentemente, al son de un ritmo misterioso. Cuando concluyeron y Rob sugirió que nadaran con él, hicieron muecas debido al frío, pero de pronto empezaron a parlotear en su lengua. Meir dijo algo y Simon asintió y se volvió: estaba de guardia del campamento. Los otros y Rob corrieron hasta la orilla del lago, se desnudaron y empezaron a salpicar en los bajíos, gritando como niños. Tuveh no era un buen nadador y se revolcaba. Judah ha-Cohen chapoteaba débilmente y Gershom ben Shemuel, cuya panza redonda era impresionantemente blanca en comparación con su cara bronceada por el sol, flotaba de espaldas y bramaba incomprensibles canciones. La sorpresa fue Meir.

—¡Mejor que el
mikva
! —gritó, jadeante.

—¿Qué es el
mikva
? —preguntó Rob, pero el fornido judío se hundió por debajo de la superficie y luego comenzó a alejarse de la orilla con potentes brazadas. Rob nadó tras él, pensando que preferiría estar con una señora.

Trató de recordar a las mujeres con las que había nadado. Sumarían una media docena y había hecho el amor con todas ellas, antes o después de nadar. Varias veces en el agua, con la humedad lamiendo sus cuerpos...

Hacía cinco meses que no tocaba a una mujer, el periodo de abstinencia más prolongado desde que Editha Lipton lo había introducido en el mundo del sexo. Ahora pateó y se sacudió en el agua, que estaba muy fría, intentando liberarse del dolor que le producía la ausencia del amor carnal.

Cuando adelantó a Meir, le envió una fabulosa salpicadura a la cara.

Meir escupió y tosió.

—¡Cristiano! —le gritó amenazadoramente.

Rob volvió a salpicarlo y Meir se aferró a él. Rob era más alto pero el otro tenía una fuerza descomunal. Empujó a Rob bajo la superficie, pero éste enredó sus dedos en la barba y tironeó, hundiéndolo consigo. Bajo la superficie, parecía que unas diminutas motas de escarcha se separaban del agua parda y se aferraban a él, frío sobre frío, hasta que se sintió envuelto en una piel de gélida plata.

Más abajo.

Hasta que, en el mismo momento, cada uno de ellos sintió pánico y pensó que se ahogaría jugando. Se separaron y aparecieron en la superficie en busca de aire. Ninguno de los dos vencido, ninguno de los dos victorioso, nadaron juntos hasta la orilla. Al salir del agua temblaban con la anticipación del frió otoñal, mientras luchaban por meter sus cuerpos húmedos en ropa. Meir había notado que Rob tenía el pene circuncidado y lo miró.

—Un caballo me mordió la punta —dijo Rob.

—Una yegua, sin duda —apostillo Meir solemnemente; murmuró algo a los otros en su idioma, lo que provocó que todos sonrieran a Rob.

Los judíos usaban una ropa curiosamente orlada sobre la carne. Desnudos eran como los demás hombres; vestidos recuperaban su exotismo.

Pescaron a Rob estudiándolos, pero él no les pidió que aclararan el porqué de su extraña ropa interior, y nadie se lo explicó voluntariamente.

Cuando el lago quedó atrás, el paisaje se resintió. Poco después se volvió casi insoportable la monotonía de bajar por un camino recto e interminable millas y millas de un monte o un campo invariable que se parecía a todos los campos. Rob J. buscó refugio en su imaginación, visualizando el camino como había sido poco después de que lo construyeran, una vía en una vasta red de miles de caminos que habían permitido a Roma conquistar el mundo. En primer lugar habrían llegado los exploradores, una caballería de avanzada. Luego, el general en su carro conducido por un esclavo, rodeado de trompetas por razones de boato y para hacer señales. Más tarde los tributos y los legados, los funcionarios a caballo. Y detrás de ellos la legión, un enjambre de cerdosas jabalinas...: diez cohortes de los asesinos más eficaces la historia; seiscientos hombres por cohorte; cada cien legionarios un centurión. Y por último miles de esclavos haciendo lo que otras bestias de trabajo no podían hacer, arrastrando la
tormenta
, la gigantesca maquinaría de guerra que era la verdadera razón para construir los caminos: enormes arietes para poder destruir muros y fortificaciones, terribles catapultas para que del cielo llovieran dardos sobre el enemigo, gigantescas ballestas, las hondas de los dioses, para arrojar rocas por el aire o lanzar grandes rayos si disparaban flechas. Finalmente, los carros cargados con
impedimenta
, el equipaje, seguidos por esposas e hijos, prostitutas, comerciantes, correos y funcionarios del gobierno; las hormigas de la historia que vivían de las sobras del festín romano.

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