La primera mañana de Rob J. como estudiante amaneció calurosa, con el cielo plomizo. Se vistió cuidadosamente con la ropa nueva, pero decidió que hacía mucho calor para ponerse las perneras. Se había esforzado infructuosamente para aprender el secreto de arrollar el turbante verde, y por último dio una moneda a un joven callejero que le enseñó a ceñir el paño plegado alrededor de
qalansuwa
y luego encajárselo hábilmente. Pero Khuff tenía razón en cuanto a la pesadez de la tela barata: el turbante verde pesaba casi una piedra, y finalmente se quitó la insólita carga de la cabeza y se puso el sombrero de judío, lo que fue un alivio.
Eso lo volvió instantáneamente identificable cuando se acercó a la Gran Teta, donde conversaba un grupo de jóvenes tocados con turbantes verdes.
—¡Karim, aquí está tu judío! —gritó uno.
Un hombre que estaba sentado en los peldaños se levantó y se le aproximó. Reconoció al estudiante bello y larguirucho al que había visto castigando a un enfermero durante su primera visita al hospital.
—Soy Karim Harun ¿Tú eres Jesse ben Benjamin?
—Sí.
—El
hadji
me ha asignado la tarea de mostrarte la escuela y el hospital, y de responder a tus preguntas.
—¡Lamentarás no estar de vuelta en el
carcan
, hebreo! —grito alguien, y todos los estudiantes rieron.
Rob sonrió.
—No creo —dijo.
Era obvio que toda la escuela había oído hablar del judío europeo que estuvo en la cárcel y luego fue admitido en la escuela de medicina por mediación del sha.
Empezaron por el
maristan
, pero Karim caminaba deprisa; era un guía irritable y superficial, que evidentemente quería poner fin cuanto antes a una tarea indeseable. Pero Rob J. logró dilucidar que el hospital estaba dividido en secciones femeninas y masculinas. Los hombres tenían enfermeros, y las mujeres estaban a cargo de enfermeras y sirvientas. Los únicos hombres que podían acercarse a las mujeres eran los médicos y los maridos de las pacientes.
Había dos salas dedicadas a cirugía y una cámara alargada, de techo bajo, repleta de estantes con frascos y tarros pulcramente etiquetados.
—Este es el khazanat ul-sharaf, el «tesoro de medicinas.» —dijo Karim—.
Los lunes y jueves los médicos hacen dispensario en la escuela. Después que los pacientes son examinados y tratados, los farmacéuticos preparan el medicamento prescrito por el médico. Los farmacéuticos del
maristan
son precisos hasta el grano más ínfimo, y honrados. La mayoría de los boticarios de la ciudad son unos cabrones corruptos, capaces de vender un frasco de orines y jurar que es agua de rosas.
En el edificio contiguo, la escuela, Karim le mostró salas de exámenes, de clase y laboratorios, una cocina y un refectorio, así como un gran baño para uso de profesores y estudiantes.
—Hay cuarenta y ocho médicos y cirujanos, pero no todos son profesores. Incluyéndote a ti, hay veintisiete estudiantes de medicina. Cada estudiante es aprendiz de una serie de médicos. La duración del aprendizaje varía según los individuos, lo mismo que la condición de aprendiz. Eres candidato a un examen oral cada vez que el puñetero cuerpo docente resuelve que estás preparado. Si apruebas, te nombran
hakim
. Si fracasas, sigues siendo estudiante y debes trabajar con la esperanza de que te den otra oportunidad.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
Karim frunció el ceño y Rob comprendió que había hecho una pregunta inoportuna.
—Siete años. Me he examinado dos veces. El año pasado fallé en filosofía. Mi segundo intento fue hace tres semanas, cuando no supe responder a unas preguntas sobre jurisprudencia. ¿Qué cuernos puede importarme la historia de la lógica y los precedentes de la ley? Ya soy un buen médico. —Suspiró amargamente—. Además de las clases de medicina, tienes que asistir a las de derecho, teología y filosofía. Puedes escoger los cursos. Lo mejor suele ser volver con los mismos profesores —reveló a regañadientes—, porque algunos son misericordiosos durante los exámenes orales si se han familiarizado contigo.
»En la madraza todos tienen que asistir a las clases matinales de cada disciplina. Pero por la tarde los estudiantes de leyes preparan informes o asisten a los tribunales, los aspirantes a teólogos se encierran en las mezquitas, los filósofos en perspectiva leen o escriben, y los futuros médicos hacen prácticas en el hospital. Los médicos visitan el hospital por la tarde y los estudiantes se pegan a ellos, lo que les permiten examinar pacientes y proponer tratamientos. Los médicos hacen infinitas preguntas instructivas. Es una espléndida oportunidad para aprender o —sonrió agriamente— convertirte en un asno hecho y derecho.
Rob estudió el rostro elegante y desdichado. «Siete años —pensó, azorado—, y nada salvo perspectivas inciertas.» Y seguramente ese hombre haya iniciado los estudios de medicina con una preparación superior a la de mis vagos conocimientos.
Pero los temores y los sentimientos negativos se desvanecieron cuando entraron en la biblioteca, que llevaba el nombre de Casa de la Sabiduría.
Rob nunca había imaginado que pudiera haber tantos libros en un solo lugar. Algunos manuscritos figuraban en vitelas de diversos animales, pero en su mayoría estaban hechos del mismo material ligero sobre el que habían escrito su
calaat
.
—Persia tiene pergaminos de muy mala calidad —observó.
Karim bufó.
—Aquí no hay ningún pergamino. Esto se llama papel y es un invento de los ojos sesgados del Este, unos infieles muy inteligentes. ¿En Europa tenéis papel?
—Nunca lo he visto.
—El papel solo consiste en trapos viejos apaleados y aprestados con cola animal, y luego prensados. Es barato y hasta los estudiantes pueden permitirse el lujo de comprarlo.
La Casa de la Sabiduría deslumbró a Rob más que nada de lo que había visto hasta entonces. Se paseó calladamente por la sala, tocó los libros y miró los nombres de los autores, de los que solo conocía unos pocos.
Hipócrates, Dioscórides, Ardígenes, Rufo de Efeso, el inmortal Galeno..
Oribasio, Filagrio, Alejandro de Tralles, Pablo de Egina...
—¿Cuántos libros hay aquí?
—La madraza posee casi cien mil libros —dijo Karim con orgullo. Sonrió al notar incredulidad en los ojos de Rob—. En su mayoría fueron traducidos al persa en Bagdad. En la universidad de Bagdad hay una escuela de traductores donde se transcriben en papel libros escritos en todas las lenguas del Califato oriental. Bagdad tiene una universidad inmensa, con seiscientos mil libros en su biblioteca, y más de seis mil estudiantes y maestros famosos. Pero nuestra pequeña madraza posee algo de lo que ellos carecen.
—¿Qué es ese algo? —inquirió Rob, y el estudiante más antiguo lo condujo a una pared de la Casa de la Sabiduría totalmente dedicada a las obras de un solo autor.
—Él —dijo Karim.
Esa tarde Rob vio al hombre que los persas llamaban Jefe de Príncipes. A primera vista, Ibn Sina le resultó decepcionante. Su turbante rojo de médico estaba desteñido y lo llevaba atado con descuido; su
durra
presentaba un aspecto lastimoso y era sencilla. Bajo y de calva incipiente, tenía la nariz bulbosa y con venitas, y un principio de papada bajo su larga barba. Era igual a cualquier árabe envejecido, hasta que Rob vio sus penetrantes ojos pardos, tristes y observadores, severos y curiosamente vivos, y de inmediato sintió que Ibn Sina veía cosas que resultaban invisibles para el hombre corriente.
Rob era uno de los siete estudiantes que, con cuatro médicos, seguían los pasos de Ibn Sina mientras recorría el hospital. Ese día el médico jefe se detuvo a corta distancia del jergón en el que yacía un hombre hecho una pasa y de miembros flacos.
—¿Quién es el estudiante aprendiz de esta sección?
—Yo, maestro. Mirdin Askari.
«De modo que éste es el primo de Aryeh», se dijo Rob. Observó con interés al joven judío atezado, cuya mandíbula larga y los dientes blancos y cuadrados lo dotaban de una cara sencilla y simpática, como la de un caballo inteligente.
Ibn Sina señaló al paciente.
—Háblanos de él, Askari.
—Es Amahl Rabin, un camellero que vino al hospital hace tres semanas, con intensos dolores en la región lumbar. Al principio sospechamos que se había lesionado la espina dorsal estando borracho, pero en breve el dolor se extendió al testículo y al muslo derechos.
—¿La orina? —preguntó Ibn Sina.
—Hasta el tercer día la orina era transparente. De color amarillo claro.
La mañana del tercer día, presentaba sangre, y por la tarde expulsó seis cálculos: cuatro granitos de arena y dos piedras del tamaño de un guisante pequeño. Desde entonces no ha sufrido dolores y su orina es transparente, pero no acepta alimentos.
Ibn Sina arrugó la frente.
—¿Qué le habéis ofrecido?
El estudiante se mostró desconcertado.
—La ración habitual. Pilah de varios tipos. Huevos de gallina. Cordero, cebollas, pan... No prueba bocado. Han dejado de funcionarle los intestinos, su pulso es más lento y se va debilitando progresivamente.
Ibn Sina asintió y los miró a todos.
—¿Qué lo aqueja, entonces?
Otro asistente hizo acopio de coraje.
—Creo, maestro, que sus intestinos se han retorcido, bloqueando el paso de alimentos a través de su cuerpo. El paciente lo ha percibido y no permite que nada entre en su boca.
—Gracias, Fadil ibn Parviz —dijo cortésmente Ibn Sina—. Pero en el caso de una lesión de ese tipo, el paciente comería y después vomitaría.
Esperó. Como nadie hizo ninguna observación, se acercó al paciente.
—Amahl —dijo—, yo soy Husayn el Médico, hijo de Abdullah, que era hijo de al-Hasan, que era hijo de Ali, que era hijo de Sina. Estos son mis amigos y serán amigos tuyos. ¿De dónde eres?
—De la aldea de Shaini, maestro —susurro el hombre del jergón.
—¡Ah, eres un hombre de Fars! He pasado días muy felices en Fars. Los dátiles del oasis de Shaini son grandes y dulces, ¿verdad?
A Amahl se le llenaron los ojos de lágrimas y asintió torpemente.
—Askari, ve a buscar dátiles y un cuenco de leche tibia para nuestro amigo.
Al instante trajeron lo que había pedido Ibn Sina; médicos y estudiantes observaron cómo el enfermo comía vorazmente.
—Despacio, Amahl. Despacio, amigo mío —le advirtió Ibn Sina—. Askari, ocúpate de que cambien la dieta de nuestro amigo.
—Sí, maestro —dijo el judío mientras se alejaban.
—Siempre debemos recordar este detalle acerca de los enfermos que están a nuestro cuidado. Acuden a nosotros pero no se convierten en nosotros, y con mucha frecuencia no comen lo que nosotros comemos. Los leones no paladean el heno cuando visitan al ganado.
»Los habitantes del desierto subsisten principalmente gracias a cuajadas agrias y preparados de lácteos similares. Los habitantes del Dar-ul-Maraz comen arroz y frutos secos. Los jorasanies solo ingieren sopa espesada con harina. Los indios comen guisantes, legumbres, aceite y especias picantes. Los pueblos de la Transoxiana toman vino y carne, sobre todo de caballo. Los de Fars y Arabistan se alimentan principalmente de dátiles. Los beduinos están acostumbrados a la carne, la leche de camello y las algarrobas. Los de Gurgan, los georgianos, los armenios y los europeos suelen tomar bebidas espirituosas con las comidas, y comen carne de vacas y cerdos.
Ibn Sina observó a los hombres reunidos a su alrededor.
—Los aterrorizamos, jóvenes maestros. Algunas veces no podemos salvarlos y otras los mata nuestro tratamiento. No los matemos también de hambre.
El Jefe de Príncipes se alejó andando, con las manos a la espalda.
A la mañana siguiente, en un pequeño anfiteatro con gradas de piedra, Rob asistió a su primera clase en la madraza. Por puro nerviosismo llegó temprano y estaba solo en la cuarta fila cuando media docena de aprendices entraron juntos. Al principio no le prestaron atención. Por su conversación era evidente que uno de ellos, Fadil ibn Parviz, había sido notificado de que examinarían su aptitud para convertirse en médico, y sus compañeros reaccionaban con burlona envidia.
—¿Solo falta una semana para que te examines, Fadil? —dijo un asistente bajo y rechoncho—. ¡Mearás verde de miedo!
—Cierra tu boca gorda, Abbas Sefi, nariz de judío, picha cristiana. Tu no tienes nada que temer de los exámenes porque serás aprendiz más tiempo aun que Karim Harun —respondió Fadil.
Todos rieron. De pronto, Fadil notó la presencia de Rob y dijo:
—
Salaam
¿Qué tenemos aquí? ¿Cómo te llamas,
Dhimmi
?
—Jesse ben Benjamin.
—¡Ah, el preso famoso! El cirujano barbero judío con un
calaat
del sha.
Aquí descubrirás que hace falta algo más que un decreto real para llegar a ser médico.
El anfiteatro se estaba llenando. Mirdin Askari se abría paso por las gradas de piedra en busca de un lugar desocupado y Fadil lo llamó.
—¡Askari! Ha llegado otro hebreo que quiere ser matasanos. Pronto seréis más que nosotros.
Askari los miró fríamente y se desentendió de Fadil como quien no hace caso de un insecto fastidioso.
Nuevos comentarios fueron interrumpidos por la llegada del profesor de filosofía, un hombre de expresión preocupada, llamado Sayyid Sadi.
Rob tuvo un indicio de lo que sería afanarse por ser aprendiz de médico, pues Sayyid paseó la mirada por la sala y notó una cara que le era desconocida.
—Tú,
Dhimmi
, ¿cómo te llamas?
—Soy Jesse ben Benjamin, maestro.
—Jesse ben Benjamin, dinos cómo describió Aristóteles la relación entre el cuerpo y el espíritu.
Rob meneó la cabeza.
—Está en su obra
Sobre el alma
—dijo impaciente el profesor.
—No conozco
Sobre el alma
. Nunca he leído a Aristóteles.
Sayyid Sadi lo observó consternado.
—Debes empezar a leerlo de inmediato.
Rob entendió muy poco de lo que dijo Sayyid Sadi en el transcurso de su clase.
Al terminar la lección, mientras el anfiteatro se estaba vaciando, abordó a Mirdin Askaria.
—Te transmito los mejores deseos de tres hombres de Nasuat, Reb Lonzano ben Ezra, Reb Loeb ben Kohen, y tu primo Reb Aryeh Askari.
—Ah. ¿Fue afortunado su viaje?