El médico (50 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

BOOK: El médico
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Durante la noche, el hombre que estaba a su lado volvió a hablarle.

—Está el sha, judío extranjero —dijo.

Rob esperó.

—Ayer, el día de nuestra tortura, era miércoles,
Chahan Shanbah
. Hoy es
Panj Shanbah
. Y todas las semanas, en la mañana del
Panj Shanbah
, con el propósito de intentar una perfecta limpieza del alma antes del
Jom'a
, el sábado, el sha Ala-al-Dawla celebra una audiencia en cuyo curso cualquiera puede aproximarse a su trono en la Sala de Columnas y quejarse de injusticias.

Rob no logró contener un atisbo de esperanza.

—¿Cualquiera?

—Cualquiera. Hasta un preso puede solicitar que lo lleven para presentar su caso al sha.

—¡No, no lo hagas! —gritó una voz en la oscuridad.

Rob no pudo distinguir de qué 
carcan
salía el sonido.

—Quítatelo de la cabeza —prosiguió la voz desconocida—. Prácticamente el sha nunca revoca el juicio o la condena de un
mufti
. Y los
mullahs
esperan ansiosos el retorno de los que han hecho perder el tiempo al sha por lenguaraces. Es entonces cuando les cortan la lengua y les rajan el vientre, como sin duda sabe este diablo malparido que te da pérfidos consejos. Debes poner toda tu fe en Alá y no en el sha. El hombre de la derecha reía maliciosamente, como si lo hubieran descubierto gastando una broma pesada.

—No existe ninguna esperanza —dijo la voz desde la oscuridad.

El regocijo de su vecino se había convertido en un paroxismo de toses y jadeos. Cuando recuperó el aliento, dijo rencorosamente:

—Sí, debemos buscar la esperanza en el Paraíso.

No volvieron a hablar.

Tras veinticuatro horas en el
carcan
, soltaron a Rob. Trató de mantenerse en pie pero cayó y permaneció tumbado, atenazado por el dolor, mientras la sangre volvía a circular por sus músculos.

—Vamos —dijo finalmente un guardia, y le dio un puntapié.

Se levantó con dificultad y salió cojeando de la cárcel, tratando de alejarse a la mayor velocidad posible. Caminó hasta una gran plaza con plátanos y una fuente de chorro en la que bebió y bebió, rindiéndose a una sed insaciable. Luego hundió la cabeza en el agua hasta que le zumbaron los oídos y sintió que se había quitado de encima parte del hedor carcelario.

Las calles de Ispahán estaban atestadas y la gente lo observaba al pasar.

Un vendedor ambulante, bajo y gordo, con una túnica andrajosa, apartaba moscas de un caldero en el que cocinaba algo sobre un brasero, en su carro tirado por un burro. El aroma del caldero le produjo tal debilidad, que Rob tuvo miedo. Pero cuando abrió la bolsa, descubrió que en lugar de fondos suficientes para mantenerse durante meses, solo contenía una pequeña moneda de bronce.

Le habían robado el resto mientras estaba inconsciente. Maldijo tristemente, sin saber si el ladrón era el soldado picado de viruela o un guardia de la cárcel. La moneda de bronce era una mofa, un chiste malévolo del ladrón, o tal vez se la había dejado por algún retorcido sentido religioso de la caridad. Se la dio al vendedor, que le sirvió una pequeña ración de arroz
pilah
grasoso. Era picante y contenía trozos de habas; tragó demasiado rápido, o tal vez su cuerpo había sufrido demasiado por la privación, el sol y el
carcan
. Casi al instante vomitó el contenido de su estómago en la calle polvorienta. Le sangraba el cuello donde había sido atormentado por el cepo, y sentía una palpitación detrás de los ojos. Se trasladó a la sombra de un plátano y allí permaneció, pensando en la campiña inglesa, en su yegua y en su carro con dinero debajo de las tablas, y en
Señora Buffington
sentada a su lado, haciéndole compañía.

La multitud era más densa ahora; un tropel de personas avanzaba por la calle, todas en la misma dirección.

—¿A dónde van? —preguntó al vendedor.

—A la audiencia del sha —contestó el hombre, mirando con desconfianza al judío harapiento hasta que se alejó.

«¿Por qué no?», se preguntó. ¿Acaso tenía otra opción?

Se sumó a la marea que bajaba por la avenida de Alí y Fátima, cruzó las cuatro vías de la avenida de los Mil Jardines, y torció hacía el inmaculado bulevar que llevaba por nombre Puertas del Paraíso. Había jóvenes y viejos, gentes de edades intermedias,
hadji
s de turbante blanco, estudiantes tocados con sus turbantes verdes,
mullahs
, pordioseros con el cuerpo entero y mutilados con harapos y turbantes de desecho de todos los colores, padres jóvenes con sus bebés, sirvientes que llevaban sillas de mano, hombres a caballo y a lomo de burro. Rob se encontró siguiendo los pasos a un corro de judíos de caftanes oscuros, y cojeó tras ellos como un ganso errante.

Atravesaron la breve frescura de un bosque artificial —los árboles no abundaban en Ispahán— y luego, aunque estaban adentrados en los muros de la ciudad, pasaron junto a numerosos campos en los que pastaban ovejas y cabras, separando la realeza de sus súbditos. Se acercaban a una gran extensión verde con dos columnas de piedra en sus extremos, a la manera de portales. Cuando apareció el primer edificio de la corte real, Rob creyó que se trataba del palacio, porque era más grande que el del rey, en Londres.

Pero se trataba de viviendas, a las que sucedieron otras del mismo tamaño, en su mayoría de ladrillo y piedra, muchas con torres y porches, todas con terrazas e inmensos jardines. Pasaron viñedos, establos y dos pistas de carreras, huertos y pabellones ajardinados de tal belleza que se sintió tentado a separarse de la muchedumbre y deambular por aquel perfumado esplendor, pero no le cabía la menor duda de que estaba prohibido.

Y después divisó una estructura tan formidable y al mismo tiempo tan arrebatadoramente graciosa, que no dio crédito a sus propios ojos: tejados en forma de pechos y almenas doradas entre las que se paseaban centinelas de yelmos y escudos relucientes, bajo largos pendones variopintos que ondeaban en la brisa.

Tironeó de la manga del que iba delante, un judío rechoncho cuya camiseta orlada asomaba por la camisa.

—¿Qué es esa fortaleza?

—¡La Casa del Paraíso, residencia del sha! —El hombre lo observó con mirada de preocupación—. Estas ensangrentado, amigo.

—No es nada; solo un pequeño accidente.

Se volcaron por el largo camino de acceso; a medida que se acercaban, Rob notó que un ancho foso protegía el sector principal del palacio. El puente estaba levantado, pero en este lado del foso, junto a una plaza que hacía las veces de gran portal del palacio, había una sala por cuyas puertas entró la multitud.

El recinto ocupaba aproximadamente la mitad del espacio cubierto de la catedral de la Santa Sofía de Constantinopla. El suelo era de mármol, y las paredes y los altísimos techos de piedra, con ingeniosas hendijas para que la luz del sol iluminara tenuemente el interior. Se llamaba Sala de Columnas, porque junto a las cuatro paredes se alzaban columnas de piedra elegantemente talladas y acanaladas. La base de cada columna estaba esculpida en forma de patas y garras de diversos animales. Cuando llegó Rob, la sala estaba llena a medias, pero detrás entró mucha gente que lo apretó entre los judíos. Unas secciones acordonadas dejaban pasillos abiertos a todo lo largo del recinto. Rob abrió bien los ojos, observándolo todo con renovada intensidad, porque las horas pasadas en el
carcan
lo habían terminado de convencer de su extranjería: actos que él consideraba naturales eran susceptibles de resultar extravagantes y amenazadores para la mentalidad persa, y ahora sabía que su vida podía depender de que percibiera correctamente cómo se comportaban y pensaban.

Observó que los hombres de la clase alta —con pantalones bordados, túnicas y turbantes de seda y zapatos con brocados— llegaban a caballo por otra entrada. A unos ciento cincuenta pasos del trono eran detenidos por unos sirvientes que se llevaban sus caballos a cambio de una moneda, y desde esa posición privilegiada proseguían su camino a pie, entre los pobres.

Unos funcionarios subalternos, de ropajes y turbantes grises, pasaron entre la muchedumbre y solicitaron la identidad de quienes querían hacer alguna petición. Rob se abrió paso hasta el pasillo, y con dificultad dio su nombre a uno de ellos, que lo apuntó en un pergamino curiosamente delgado y de aspecto endeble.

Un hombre alto había entrado en la porción elevada del frente de la sala, en la que había un gran trono. Rob estaba demasiado lejos para ver los detalles, pero el recién llegado no era el sha, pues se sentó en un trono más pequeño, debajo y a la derecha del asiento real.

—¿Quién es ese? —preguntó Rob al judío con quien ya había hablado.

—El gran visir, el santo imán Mirza-aboul Qandrasseh.

El judío miró incómodo a Rob, pues había escuchado su propuesta como demandante. Ala-al-Dawla subió a la plataforma, desabrochó el talabarte y dejó la vaina en el suelo mientras se sentaba en el trono. Todos los presentes en la Sala de Columnas hicieron el
ravi zemin
mientras el imán Qandrasseh invocaba el favor de Ala para quienes pedían justicia al León de Persia. La audiencia comenzó de inmediato. Rob no oía claramente a los suplicantes ni a los entronizados, pese al silencio que se hizo en la sala. Pero cada vez que hablaba un mandante, sus palabras eran repetidas en voz alta por otros estacionados en puntos estratégicos de la sala, y de esta forma las palabras de los participantes llegaban a todos.

El primer caso era el relativo a dos curtidos pastores de la aldea de Ardistan, que habían andado dos días para llegar a Ispahán y presentar su controversia al sha. Les enfrentaba un feroz desacuerdo sobre la propiedad de un cabrito recién nacido. Uno era el dueño de la madre, una hembra que llevaba mucho tiempo estéril y no era recepTorá. El otro afirmaba que la había preparado con el fin de que fuese montada con éxito por el macho cabrio, y por lo tanto reclamaba la mitad de la propiedad de la cría.

—¿Apelaste a la magia? —preguntó el imán.

—Excelencia, lo único que hice fue acariciarla con una pluma para calentarla —respondió el aludido.

La multitud rugió y pataleó. En seguida el imán señaló que el sha se pronunciaba a favor del que había empuñado la pluma.

Para la mayoría de los presentes, aquello era un entretenimiento. El sha nunca hablaba. Tal vez transmitía sus deseos a Qandrasseh por señas, pero todas las preguntas y decisiones parecían provenir del visir, que no soportaba a los imbéciles.

Un severo maestro de escuela, con el pelo aceitado y una barbita cortada en una punta perfecta, vestido con una orlada túnica bordada, con aspecto de haber sido desechada por un hombre rico, solicitó el establecimiento de una nueva escuela en la población de Nain.

—¿No hay dos escuelas en Nain? —inquirió con aspereza el imán.

—Escuelas muy pobres en las que enseñan hombres indignos, Excelencia —respondió suavemente el maestro.

Un leve murmullo de desaprobación se elevó entre la muchedumbre. El maestro continuó leyendo la petición, que aconsejaba para la escuela propuesta la contratación de un director con tan detallados requisitos, tan específicos e irrelevantes, que despertó risas disimuladas, pues era obvio que la descripción solo se ajustaría al propio lector.

—Suficiente —dijo Qandrasseh—. Esta petición es maliciosa y egoísta, y en consecuencia un insulto al sha. Que el
kelonter
castigue a este hombre veinte veces con las varas, y que ello complazca a Alá.

Aparecieron unos soldados blandiendo porras, a cuya vista comenzaron a palpitar las contusiones de Rob. Se llevaron al maestro, que protestaba sin parar.

En el caso siguiente hubo poco regocijo. Dos nobles ancianos ataviados con costosas ropas de seda tenían una ínfima diferencia de opinión concerniente a derechos de pastoreo. A la presentación siguió una interminable disputa en voz baja sobre antiguos acuerdos concluidos por hombres ya difuntos, mientras el público bostezaba y se quejaba de la ventilación de la sala hacinada y de dolor en sus fatigadas piernas. No evidenciaron la menor emoción cuando se pronunció el veredicto.

—¡Que pase Jesse ben Benjamin, judío de Inglaterra! —gritó alguien.

Su nombre flotó en el aire y luego resonó como un eco a través de la sala, mientras lo repetían una y otra vez. Bajó cojeando el largo pasillo alfombrado, conocedor de la mugre de su caftán arrugado y del estropeado sombrero de cuero, que hacían juego con su cara maltrecha.

Cerca del trono hizo tres veces el
ravi zemin
, pues había observado que eso era lo prescrito.

Cuando se enderezó vio al imán con la túnica negra de
mullah
y su nariz afilada en un rostro voluntarioso enmarcado por una barba entrecana.

El sha usaba el turbante blanco de los religiosos que han estado en La Meca, pero entre sus pliegues destacaba una delgada corona de oro. Su larga túnica blanca era de tela suave y ligera, trabajada con hebras azules y doradas. Unas perneras azul oscuro envolvían sus piernas y los zapatos en punta eran del mismo color, bordados con hilo rojo sangre. Parecía vacuo y perdido, la imagen de un hombre desatento porque estaba aburrido.

—Un
Inghiliz
—observó el imán—. Hasta el presente eres nuestro único
Inghiliz
, nuestro único europeo. ¿Por qué has venido a nuestra Persia?

—Para buscar la verdad.

—¿Quieres abrazar la religión verdadera? —preguntó Qandrasseh afablemente.

—No, pues ya hemos aceptado que no hay Alá salvo Él, el más misericordioso —dijo Rob, bendiciendo las largas horas pasadas bajo la tutela de Simon ben ha-Levi, el comerciante erudito—. Esta escrito en el Corán: «No adoraré lo que adoras tú ni tú adorarás lo que yo adoro... Tú tienes tu religión y yo tengo mi religión.»

«Debo ser breve», se recordó a sí mismo.

Sin emoción y con parquedad, relató que se encontraba en la jungla del occidente persa cuando una bestia saltó sobre él.

Tuvo la impresión de que el sha empezaba a prestar atención.

—En el lugar de mi nacimiento no existen las panteras. Yo no tenía armas ni sabía cómo enfrentar a esa bestia.

Contó cómo había sido salvada su vida por el sha Ala-al-Dawla, cazador de leopardos como su padre Abdallah, que había matado al león de Kashan.

Los más cercanos al trono comenzaron a aplaudir a su gobernante y a dar agudos grititos de aprobación. Los murmullos ondularon por la sala al tiempo que los repetidores transmitían la historia a las multitudes que estaban demasiado lejos del trono para haberla oído.

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