Un pastor sentado bajo un árbol parecía observarlos, y cuando se acercaron a él vieron que estaba muerto.
El
hakim
permaneció en su silla como los demás, con la vista fija en el cadáver. Como Fadil no tomó la iniciativa, Rob desmontó y examinó el cuerpo, cuya carne era azul y ya estaba rígida. Llevaba demasiado tiempo muerto para cerrar sus párpados. Un animal le había roído las piernas y le había arrancado la mano derecha a mordiscos. El frente de la túnica estaba negra de sangre. Cuando Rob cogió su cuchillo y la cortó, no encontró huellas de la plaga: presentaba una herida de arma blanca en el corazón, lo bastante grande para haber sido inferida por una espada.
—Registremos —dijo Rob.
La casa estaba desierta.
En el campo encontraron restos de centenares de reses lanares sacrificadas, con muchos huesos limpios por los lobos. En derredor todo estaba pisoteado y era evidente que allí se había detenido un ejército el tiempo suficiente para matar al pastor y llevarse carne.
Fadil, con los ojos vidriosos, no dio instrucciones ni órdenes.
Rob tumbó el cuerpo de costado; lo cubrieron con grandes piedras y rocas para salvar lo que quedaba del ataque de las bestias, y se alejaron deprisa.
Finalmente, llegaron a una finca importante, consistente en una casa suntuosa rodeada de campos cultivados. También parecía desierta, pero desmontaron.
Karim llamó audible y largamente hasta que se abrió una mirilla en el centro de la puerta y un ojo los escrutó desde el interior.
—Fuera de aquí.
—Somos una comisión medica de Ispahán y nuestro destino es Shiraz —informó Karim.
—Yo soy Ismael el Mercader. Os diré que muy pocos siguen vivos en Shiraz. Hace siete semanas, un ejército de turcomanos seljucíes llegó a Anshan. Casi todos huimos a su llegada, llevando mujeres, niños y animales al interior de los muros de Shiraz. Los seljucíes nos sitiaron. La peste ya se había declarado entre ellos y abandonaron el asedio a los pocos días. Pero antes de marcharse catapultaron al interior de la ciudad dos cadáveres de soldados muertos por la plaga. En cuando desaparecieron, nos apresuramos a llevar los dos cadáveres al otro lado del muro y quemarlos, pero era demasiado tarde: la peste brotó entre nosotros.
Hakim
Fadil recuperó el habla:
—¿Es una plaga temible?
—No se puede imaginar algo peor —dijo la voz desde atrás de la puerta—. Algunas personas parecen inmunes a la enfermedad, como yo, gracias a Alá ¡cuya merced abunde!, pero la mayoría de los que estuvieron dentro de las murallas han muerto o agonizan.
—¿Y los médicos de Shiraz? —preguntó Rob.
—Había en la ciudad dos cirujanos barberos y cuatro médicos, pues los demás sanadores huyeron en cuanto partieron los seljucíes. Ambos barberos y dos médicos bregaron entre la gente hasta que también murieron, poco después. Otro médico se contagió, y quedaba uno solo para atender a los dolientes cuando yo mismo abandoné la ciudad, hace un par de días.
—Entonces parece que somos muy necesarios en Shiraz —apuntó Karim.
—Yo tengo una casa grande y limpia —dijo el hombre—, con amplias provisiones de comida y vino, vinagre y cal, y abundantes existencias de cáñamo para ahuyentar cualquier problema. Os abriré esta casa, pues no existe mejor protección que dejar entrar a un grupo de sanadores. Dentro de poco, cuando la pestilencia haya pasado, podemos ir a Shiraz, en benefició de todos nosotros. ¿Quién quiere compartir mi seguridad?
Reinó el silencio. Al cabo de unos segundos, Fadil dijo roncamente:
—Yo.
—No hagas eso,
hakim
—advirtió Rob.
—Eres nuestro jefe y nuestro único médico —le recordó Karim.
Fadil no parecía haberlos oído.
—Entraré, mercader.
—Yo también —dijo Abbas Sefi.
Ambos desmontaron.
Se oyó el sonido de una pesada tranca lentamente movida. Vislumbraron una cara pálida y barbada mientras la puerta se abría apenas lo suficiente para que los dos hombres se deslizaran en el interior de la casa. Luego se oyó otro portazo y la tranca que volvía a ocupar su lugar.
Los que quedaron fuera parecían hombres a la deriva en alta mar. Karim miró a Rob.
—Tal vez tengan razón —musitó.
Mirdin no pronunció palabra; su expresión era de preocupación o incertidumbre.
El joven Alí estaba en un tris de echarse a llorar.
—El
Libro de la plaga
—dijo Rob al recordar que Fadil lo llevaba en una gran bolsa colgada de una tira alrededor de su cuello.
Se acercó a la puerta y la aporreó con sus puños como si diera martillazos.
—Idos —ordenó Fadil con voz aterrorizada, temiendo sin duda que abrieran la puerta y cayeran sobre él.
—¡Óyeme bien, piltrafa, cobarde! —gritó Rob, arrebatado por la rabia—. Si no nos das el libro de Ibn Sina, reuniremos madera y brozas y las amontonaremos contra las paredes de esta casa. Para mí será un placer prenderles fuego personalmente, médico de pacotilla.
Al instante volvieron a oír el movimiento de la tranca. Se abrió la puerta y el libro cayó en el polvo, a sus pies.
Rob lo recogió y montó. Su furia se fue desvaneciendo a medida que cabalgaba, porque una parte de su ser anhelaba estar con Fadil y Abbas Sefi en la protegida casa del mercader.
Pasó un buen rato hasta que se decidiera a volverse en la silla. Mirdin y Karim iban muy atrás, pero lo seguían. El bisoño Alí Rashid ocupaba la retaguardia, llevando a rastras el caballo de carga de Fadil y la mula de Abbas Sefi.
El camino atravesaba un llano pantanoso casi en línea recta, y luego se volvía tortuoso en una cordillera rocosa de montañas peladas que recorrieron durante dos días. Finalmente, en el descenso hacia Shiraz, la tercera mañana, divisaron humo a lo lejos. A medida que se acercaban, veían hombres quemando cadáveres en el exterior del recinto amurallado. Más allá de Shiraz, distinguieron las estribaciones de su famosa garganta, Teng-i-Allahu Akbar, o Paso de Dios es Grandioso. Rob notó que docenas de grandes aves negras revoloteaban por encima del paso, y supo que por fin se habían encontrado con la pestilencia.
Ningún centinela guardaba las puertas cuando entraron en la ciudad.
—Entonces ¿los seljucíes estuvieron en el interior de los muros? —preguntó Karim, porque Shiraz parecía saqueada.
Era una ciudad primorosa, de piedra rosa, con muchos jardines, pero por todas partes se veían tocones indicativos de que otrora había habido grandes árboles majestuosos que daban sombra; incluso habían arrancado los rosales de los jardines para alimentar las piras funerarias. Como en un sueño, siguieron cabalgando por las calles desiertas.
Finalmente, divisaron a un hombre de andar bamboleante, pero en cuanto lo llamaron e intentaron aproximarse, se escondió detrás de unas casas.
En breve, encontraron a otro transeúnte, pero esta vez lo arrinconaron con sus caballos cuando intentó escapar. Rob J. desenvainó la espada.
—Responde y no te haremos daño. ¿Dónde están los médicos?
El hombre estaba aterrorizado. Sostenía delante de la boca y la nariz un pequeño bulto, probablemente con hierbas aromáticas.
—Con el
kelonter
—jadeó, señalando calle abajo.
En el camino se cruzaron con una carreta dedicada a la recogida de cadáveres. Estaban a cargo de ella dos hombres robustos, con las caras más veladas que si hubiesen sido mujeres. En un momento dado, detuvieron su vehículo para cargar el cuerpo de un niño al que habían dejado tirado en la calle. La carreta ya transportaba tres cadáveres adultos: un hombre y dos mujeres.
En las oficinas municipales se presentaron como la misión médica de Ispahán. Los miraron con estupor un hombre duro de traza militar y un anciano achacoso; ambos tenían las caras demacradas y los ojos fijos de un largo insomnio.
—Yo soy Dehbid lafiz,
kelonter
de Shiraz —dijo el más joven—. Y este es
hakim
Isfari Sanjar, nuestro último médico.
—¿Por qué están las calles desiertas? —preguntó Karim.
—Éramos catorce mil almas —explicó Hafiz—. Con la llegada de los seljucíes se sumaron cuatro mil de este lado de la protección de nuestra muralla. Con la irrupción de la plaga, un tercio de los que estaban en Shiraz huyeron, incluidos —prosiguió amargamente— todos los ricos y la totalidad del gobierno, contentos con dejar a este
kelonter
y a sus soldados para que custodiaran sus propiedades. Aproximadamente seis mil han muerto. Los que aun no se ha visto afectados se encierran en sus hogares y ruegan a Alá ¡misericordioso sea! que los mantenga así.
—¿Cuál es tu tratamiento,
hakim
? —preguntó Karim.
—Nada sirve contra la peste —dijo el anciano doctor—. El médico solo puede abrigar la esperanza de proporcionar algún consuelo a los moribundos.
—Nosotros todavía no somos médicos —dijo Rob—, sino aprendices enviados por nuestro maestro Ibn Sina, y nos ponemos a tus órdenes.
—Yo no doy órdenes; vosotros haréis lo que podáis —dijo bruscamente
hakim
Isfari Sanjar, e hizo un ademán—. Solo os daré un consejo. Si seguís vivos como yo, todas las mañanas debéis tragar con el desayuno un trozo de pan tostado empapado en vinagre de vino, y antes de hablar con cualquier persona debéis beber un trago de vino.
Rob J. comprendió que lo que había confundido con los achaques de una edad avanzada, no era más que una borrachera.
Registros de la misión médica de Ispahán.
Si este compendio se encuentra después de nuestra muerte, será generosamente recompensado su envió a Abu Alí at-Husain ibn Abdullah ibn Sina, médico jefe del
maristan
, Ispahán. Redactado el día 19 del mes de Rabia I, del año 413 de la Hégira.
Llevamos cuatro días en Shiraz, durante los cuales han muerto 243 personas. La pestilencia comienza como una fiebre leve seguida por dolor de cabeza, a veces intenso. La fiebre sube mucho inmediatamente antes de que aparezca una lesión en la ingle, en una axila o detrás de una oreja, corrientemente llamada buba. En el
Libro de la plaga
se mencionan esas bubas, que según
hakim
Ibn al-Khatib de al-Ándalus estaban inspiradas por el diablo y siempre tienen forma de serpiente. Las que observamos aquí no tienen forma de serpiente; son redondas y llenas, como la lesión de un tumor. Pueden ser grandes como una ciruela, pero en su mayoría presentan el tamaño de una lenteja. Suelen registrarse vómitos de sangre, lo que en todos los casos significa que la muerte es inminente. La mayoría de las víctimas fallecen a los dos días de la aparición de una buba. En unos pocos afortunados, la buba supura. Cuando esto ocurre, es como si un humor maligno saliera del paciente, que entonces puede recuperarse.
Firmado: Jesse ben Benjamin
Aprendiz
Encontraron un lazareto establecido en la cárcel, de donde habían sido liberados los prisioneros. Estaba abarrotado de muertos, agonizantes y recién afectados, de modo que era imposible atender a alguien. El aire estaba cargado de gruñidos y gritos, y del hedor a vómitos sanguinolentos, cuerpos sin lavar y desperdicios humanos.
Después de ponerse de acuerdo con los otros tres aprendices, Rob fue a ver al
kelonter
y solicitó el uso de la ciudadela, que ahora albergaba a los soldados. Una vez concedida su petición, fue de paciente en paciente por toda la prisión, comprobando su estado, sosteniéndoles las manos.
El mensaje que se transmitía a sus propias manos solía ser fatal: la llama de la vida se extinguía.
Los moribundos fueron trasladados a la ciudadela, y como formaban una gran mayoría de los enfermos, los que aun no agonizaban serían atendidos en un sitio más limpió y menos hacinado.
Corría el invierno persa, y las noches eran frías y las tardes, cálidas. La nieve de las cumbres brillaba, y por las mañanas los aprendices de médicos necesitaban sus pieles de carnero. Por encima del desfiladero, los buitres negros planeaban en numero creciente.
—Tus hombres arrojan los cadáveres por el paso en lugar de incinerarlos —dijo Rob J. al
kelonter
.
Hafiz asintió.
—Lo he prohibido, aunque quizás tengan razón. La madera escasea.
—Todos los cadáveres deben ser incinerados —replicó Rob con tono firme, pues se trataba de algo en lo que Ibn Sina había sido inexorable—. Debes hacer lo necesario para cerciorarte de que se cumplan tus órdenes.
Aquella tarde decapitaron a tres hombres por arrojar cadáveres en el paso, sumando las muertes por ejecución a las que se cobraba la plaga. No era esa la intención de Rob, pero Hafiz se sentía agraviado.
—¿Dónde van a conseguir madera mis hombres? Ya no quedan árboles.
—Envía soldados a las montañas para que los talen —sugirió Rob.
—No volverían.
De tal suerte, Rob delegó en el joven Alí la tarea de entrar con soldados en las casas abandonadas. Casi todas eran de piedra, pero tenían puertas y postigos de madera, así como sólidas vigas para sostener las techumbres. Alí indicó a los hombres que arrancaran y rompieran, y empezaron a chisporrotear las piras fuera de los muros de la ciudad. En principio siguieron las instrucciones de Ibn Sina y respiraron a través de esponjas empapadas en vinagre, pero estas obstaculizaban su trabajo, y en seguida las descartaron. Siguiendo el ejemplo de
hakim
Isfari Sanjar, todos los días se atragantaban con una tostada empapada en vinagre y bebían una buena cantidad de vino. A veces, al caer la noche, estaban tan ebrios como el viejo
hakim
.