En medio de su borrachera, Mirdin les habló de su mujer, Fara, y de sus hijitos Dawwid e Issachar, que esperaban su regreso sano y salvo a Ispahán.
Habló con nostalgia de la casa de su padre a orillas del mar de Omán, donde su familia recorría la costa comprando aljofares.
—Me gustas —le dijo a Rob—. ¿Cómo puedes ser amigo de mi repugnante primo Aryeh?
Entonces Rob comprendió la frialdad inicial de Mirdin.
—¿Yo amigo de Aryeh? Yo no soy amigo de Aryeh. ¡Aryeh es un idiota!
—¡Eso es, es exactamente un idiota! —gritó Mirdin, y todos se desternillaron de risa.
El elegante Karim arrastraba las palabras contando historias de conquistas femeninas, y prometió que en cuanto regresaran a Ispahán encontraría para el joven Alí el par de tetas más hermoso de todo el Califato oriental. Karim corría todos los días de un lado a otro de la ciudad de la muerte. A veces se mofaba de sus compañeros, que no tenían más remedió que correr con él, pasando por las calles desiertas junto a casas desocupadas, o cerca de otras en las que se acurrucaban los sanos con los nervios a flor de piel, o frente a cadáveres a la espera de la carreta. Con sus burlas, Karim pretendía huir de la espantosa vista de la realidad. Porque a todos los trastornaba algo más que el vino. Rodeados de muerte, eran jóvenes y estaban vivos, e intentaban enterrar su terror fingiéndose inmortales e inmunes.
Registros de la misión médica de Ispahán.
Día 28 del mes de Rabia I, del año 413 de la Hégira.
Las sangrías, las ventosas y las purgas parecen dar pocos resultados. La relación de las bubas con las muertes a causa de esta plaga resulta interesante, pues sigue observándose que si la buba estalla o evacua regularmente su hedionda supuración verde, es probable que el paciente sobreviva.
Tal vez muchos perecen por causa de la fiebre terriblemente alta que consume las grasas de sus cuerpos. Pero cuando la buba supura, la fiebre cae precipitadamente y comienza la recuperación.
Habiendo observado este fenómeno, nos hemos empeñado en madurar las bubas que podrían abrirse, aplicando cataplasmas de mostaza y bulbos de lila; cataplasmas de higos y cebollas hervidas, todo molido y o mezclado con mantequilla; además de una diversidad de emplastos que favorecen la exudación. En algunos casos, hemos abierto las bubas y las hemos tratado como ulceras, con escaso éxito. Con frecuencia estas inflamaciones, en parte afectadas por la destemplanza y en parte por ser violentamente maduradas, se vuelven tan duras que ningún instrumento puede cortarlas. En estos casos, hemos intentado quemarlas con cáusticos, también con malos resultados. Muchos murieron locos de atar por el tormento, y algunos durante la operación propiamente dicha, de modo que puede afirmarse que hemos torturado a estas pobres criaturas hasta matarlas. Pero algunas se salvan. Claro está que igual hubieran sobrevivido sin nuestra asistencia, pero nos consuela creer que hemos sido útiles a unos pocos.
Firmado: Jesse ben Benjamin
Aprendiz
—¡Recolectores de huesos! —gritó el hombre.
Sus dos sirvientes lo dejaron caer sin ceremonias en el suelo del lazareto y salieron corriendo, sin duda para birlarle sus pertenencias, un robo corriente durante una plaga, que parecía corromper las almas con la misma rapidez que los cuerpos.
Padres enloquecidos de terror abandonaban sin la menor vacilación a sus hijos aquejados de bubas. Aquella mañana habían sido decapitados tres hombres y una mujer por pillaje, y desollaron a un soldado por violar a una moribunda. Karim, que había llevado consigo a soldados armados y provistos de cubos con agua de cal para limpiar casas en las que había habido apestados, contó que se ofrecían en venta todo tipo de vicios, y que había sido testigo de tal depravación que resultaba evidente que muchos se aferraban a la vida a través del delirio de la carne.
Poco antes de mediodía, el
kelonter
, que nunca había entrado personalmente en el lazareto, envió a un soldado pálido y tembloroso a pedir a Rob y a Mirdin que salieran a la calle, donde encontraron a Kafiz olisqueando una manzana cubierta de especias para alejar el brote.
—Os informo de que el recuento de los fallecidos ayer descendió a treinta y siete —dijo con tono triunfal.
La mejora era espectacular, porque el día más virulento, en medio de la tercera semana posterior a la erupción, habían perecido 268 personas. Kafiz les dijo que, según sus cálculos, Shiraz había perdido 861 hombres, 565 mujeres, 3.193 niños, 566 esclavos, 1.417 esclavas, dos sirios cristianos y 32 judíos.
Rob y Mirdin intercambiaron una mirada significativa, pues a ninguno de los dos se les pasó por alto que el
kelonter
había enumerado a las víctimas en orden de importancia.
El joven Alí se aproximaba, andando calle abajo. Curiosamente, el muchacho habría pasado junto a ellos sin dar muestras de reconocerlos, si Rob no lo hubiese llamado por su nombre.
Rob se acercó a él y vio que su mirada era rara. Cuando le tocó la cabeza, el conocido ardor le heló el corazón.
«¡Ah, Dios!»
—Alí —dijo tiernamente—, debes entrar conmigo.
Habían visto morir a muchos, pero la rapidez con que la enfermedad se apoderó de Alí Rashi hizo sufrir en carne propia a Rob, Karim y Mirdin.
De vez en cuando, Alí se retorcía en un espasmo repentino, como si algo le mordiera el estómago. El dolor lo estremecía convulsivamente y arqueaba su cuerpo en extrañas contorsiones. Lo bañaron en vinagre, y a primera hora de la tarde albergaron esperanzas porque estaba casi frió al tacto. Pero fue como si la fiebre se hubiera acumulado, y con el nuevo ataque Alí estaba más caliente que antes, con los labios agrietados y los ojos en blanco.
Entre tantos gritos y quejidos, los suyos prácticamente se perdían, pero los otros tres aprendices los oían con claridad porque las circunstancias los habían convertido en la familia del muchacho.
Durante la noche se turnaron junto a su lecho.
El joven sufría atrozmente en su jergón revuelto, cuando Rob llegó para relevar a Mirdin antes del amanecer. Tenía los ojos opacos y apagados. La fiebre había consumido su cuerpo y transformado el redondo rostro adolescente, del que habían emergido unos pómulos altos y una nariz aguileña que permitían vislumbrar al beduino adulto que pudo llegar a ser.
Rob cogió las manos de Alí y recibió la nefasta noticia.
De vez en cuando, como fuga de la impotencia de no hacer nada, acercaba los dedos a la muñeca de Alí y sentía el pulso, débil y confuso como el aleteo de un pájaro con las alas rotas.
Cuándo llegó Karim para relevar a Rob, Alí había muerto. Ya no podían seguir fingiendo la inmortalidad. Era evidente que alguno de los tres sería el próximo, y comenzaron a experimentar el auténtico significado del miedo.
Acompañaron el cadáver de Alí a la pira, y cada uno rezó a su manera mientras ardía.
Esa mañana comenzaron a percibir el cambio; era obvió que cada vez llevaban menos enfermos al lazareto. Tres días después, el
kelonter
, apenas capaz de contener la ilusión de su voz, informó que el día anterior solo habían muerto once personas.
Andando cerca del lazareto, Rob vio un gran grupo de ratas muertas y agonizantes y notó algo singular al observarlas: los roedores sufrían la plaga, porque casi todos presentaban una buba pequeña pero inconfundible. Localizó a una que había muerto tan recientemente que en su pellejo pálido aun campaban las pulgas; la echó sobre una gran piedra plana y la abrió con su cuchilla tan pulcramente como si al-Juzjani u otro maestro de anatomía estuviese espiando por encima de su hombro.
Registros de la misión médica de Ispahán.
Día 5 del mes de Rabia II, año 413 de la Hégira.
Diversos animales han muerto además de hombres, pues supimos que caballos, vacas, ovejas, camellos, perros, gatos y aves perecieron a causa de la pestilencia en Anshan.
La disección de seis ratas muertas por la plaga fue interesante. Los signos exteriores eran similares a los encontrados en víctimas humanas, con los ojos fijos, los músculos contorsionados, la boca abierta, la lengua ennegrecida y saliente, y bubas en la zona de la ingle o detrás de una oreja.
Con la disección de estas ratas quedó claro por qué la extirpación quirúrgica de la buba suele fracasar. Es probable que la lesión tenga raíces profundas semejantes a la zanahoria, y que después de quitar el cuerpo principal de la buba sigan impregnando a la víctima y haciendo estragos en ella.
Al abrir el abdomen de las ratas encontré que los orificios inferiores de los estómagos y los intestinos superiores, en los seis casos, estaban bastante descoloridos por una bilis verde. Los intestinos bajos se veían moteados. Los hígados de los seis roedores estaban arrugados, y en cuatro casos los corazones aparecían reducidos.
En una de las ratas el estómago estaba, por así decirlo, internamente pelado.
¿Se presentan estos efectos en los órganos de las victimas humanas de esta plaga?
El aprendiz Karim Harun dice que Galeno dejó escrito que la anatomía interna del hombre es idéntica a la del cerdo y a la del mono, aunque distinta a la de las ratas.
Así, aunque no conocemos los hechos causales de la muerte por plaga en los humanos, podemos tener la amarga certeza de que ocurren internamente y están excluidos, por tanto, de nuestra exploración.
Firmado: Jesse ben Benjamin
Aprendiz
Dos días más tarde, mientras cumplía su trabajo en el lazareto, Rob sintió malestar, pesadez, debilidad en las rodillas, dificultad para respirar, y el ardor interior de quien se ha atiborrado de especias, aunque no las había ingerido.
Estas sensaciones lo acompañaron y aumentaron en el curso de la tarde.
Se esforzó por no hacerles caso, y mirando la cara de una víctima de la enfermedad —inflamada y distorsionada, los ojos brillantes y en blanco—, Rob sintió que se estaba mirando a si mismo.
Fue a ver a Mirdin y a Karim.
Encontró la respuesta en sus ojos.
Antes de permitir que lo llevaran a un jergón, insistió en buscar el
Libro de la plaga
y sus notas, que entregó a Mirdin.
—Si ninguno de vosotros sobrevive, el último debe dejarlo donde alguien pueda encontrarlo y enviárselo a Ibn Sina.
—Sí, Jesse —dijo Karim.
Rob se tranquilizó. Le habían quitado una carga de los hombros: había ocurrido lo peor y, por ende, se había librado del terrible grillete del pánico
—Uno de nosotros se quedará contigo —dijo pesaroso el bondadoso Mirdin.
—No, aquí hay muchos que os necesitan.
Pero veía que lo rondaban y lo observaban.
Decidió tomar nota mentalmente de cada paso de la enfermedad, pero solo llegó al inicio de la fiebre alta, pues se vio aquejado de un dolor de cabeza tan formidable que sensibilizó toda su piel. Las mantas se volvieron pesadas e irritantes y se las quitó de encima. Entonces lo venció el sueño.
Soñó que charlaba con el alto y flaco Dick Bukerel, el difunto carpintero jefe del gremio de su padre. Al despertar sintió que el calor era más opresivo y que aumentaba su frenesí interior.
Durante una noche espasmódica, se vio asaltado por sueños más violentos, en los que luchaba con un oso que gradualmente adelgazaba y crecía en estatura, hasta convertirse en el Caballero Negro, mientras todos los que habían sido llevados por la plaga presenciaban la descomunal paliza que se propinaban sin que ninguno de los dos lograra acabar con el otro.
Por la mañana lo despertaron los soldados que arrastraban su miserable carga desde el lazareto hasta la carreta. Era una visión familiar para él como aprendiz y practicante de la medicina, pero desde la perspectiva de un apestado, la escena se veía con otros ojos. Le palpitaba el corazón. Sentía un zumbido lejano en los oídos. La pesadez de todos sus miembros era peor que antes de dormirse, y un fuego quemaba en su interior.
—Agua.
Mirdin se apresuró a buscarla, pero cuando Rob cambió de posición para beber, contuvo el aliento, angustiado. Vaciló antes de mirar el lugar donde sentía dolor. Por último lo descubrió, y él y Mirdin intercambiaron una mirada de temor. Debajo de su brazo izquierdo había una horrorosa buba lívida. Cogió a Mirdin de la muñeca.
—¡No la cortarás! ¡Y no debéis quemarla con cáusticos! ¿Me lo prometes?
Mirdin soltó la mano y volvió a empujar a Rob J. sobre su jergón.
—Te lo prometo, Jesse —dijo suavemente y se fue deprisa para llamar a Karim.
Mirdin y Karim le llevaron la mano detrás de la cabeza y se la ataron a un poste, dejando la buba a la vista. Calentaron agua de rosas y empaparon trapos para hacer compresas, cambiando sin falta las cataplasmas cada vez que se enfriaban.
Tenía más fiebre de la que nunca había visto en hombres o en niños, y todo el dolor de su cuerpo se concentraba en la buba, hasta que su mente se hartó del incesante dolor y comenzó a delirar.
Buscó frescura en la sombra de un trigal, y la besó, le tocó la boca, le besó la cara y la cabellera pelirroja que caía sobre él como la bruma oscura.
Oyó que Karim rezaba en parsi y Mirdin en hebreo. Cuando este llegó al Ihema, Rob siguió la oración.
Oye, oh Israel, Señor Dios nuestro, el Señor es Uno. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón
...
Temía morir con la escritura judía en los labios y procuro encontrar una oración cristiana. La única que se le ocurrió fue un cántico de los sacerdotes de su niñez.
Jesus Christus natus est.
Jesus Christus cruciftxus est
Jesus Chrtstus sepultus est.
Amén.
Su hermano Samuel estaba sentado en el suelo, cerca del jergón, y sin duda era un guía enviado a buscarlo. Samuel parecía el mismo de antes, incluida la expresión irónica y burlona de su rostro. Rob no sabía qué decirle; él era un adulto, pero Samuel seguía siendo el crío que había sido en el momento de su muerte.
El dolor se intensificó. El dolor era insoportable.
—¡Ven, Samuel! —dijo a grito pelado—. ¡Vayámonos!
Pero Samuel siguió sentado y con la vista fija en él.
Al cabo de poco, un dulce y repentino alivio del dolor en el brazo fue tan agudo como una herida recién inferida. No podía permitirse el lujo de alimentar falsas esperanzas, y se obligó a esperar pacientemente la llegada de alguno de sus compañeros.