El menor espectáculo del mundo (17 page)

BOOK: El menor espectáculo del mundo
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Se detuvo a una distancia prudencial, dudando si dar o no un paso más, como hacen los tigres ante la hojarasca removida, y le propuso un café en su apartamento con un hilito de voz, medio aturdido por la vaharada de perfume y mujer sudada que le traía el viento. Ella lo miró con una mezcla de agradecimiento y recelo, como calculando qué tipo de amenaza podría suponerle encerrarse bajo llave con un desconocido en estos tiempos de perversiones rococó. Pero el tipo indeciso que se cubría con el capirote del periódico debió antojársele inofensivo, tal vez incluso entrañable, pues tras auscultar un cielo cada vez más abultado de nubarrones, aceptó su ofrecimiento con una sonrisa cortés. A pesar de que su conformidad lo había cogido por sorpresa, Mingorance II el Intrépido atinó a cargarse la bicicleta al hombro en caballeroso gesto e iniciar la marcha hacia su cubil, agradeciendo que la lluvia le encubriera las lágrimas causadas por el maldito pedal incrustado en el omoplato. El viento barría las hojas secas, arrojándolas contra los paseantes como estrellas ninja. Envueltos en un inesperado silencio de noviazgo largo, arribaron al portal, pasando junto a Mingorance I el Irresoluto, que espiaba por encima del hombro cómo su vecino de acera dialogaba exaltadamente con la muchacha de la bicicleta. Con infinita tristeza, observó cómo ella, tras examinar los nubarrones, asentía con una sonrisa, y su vecino se echaba la bicicleta al hombro con cuidado de no clavarse el pedal. Cruzaron la calle peleando contra el viento, él asquerosamente sólido, como un dolmen, ella conmovedoramente frágil, como un chamizo de cañas. Alcanzaron el portal riendo como críos, y Mingorance I el Irresoluto, con la risa de la muchacha clavada en el corazón como un puñado de cristales, inició la remontada de su escalera, pisándole los talones a Mingorance II el Intrépido, que cargaba con una bicicleta y una ilusión.

Mingorance ni siquiera los oyó entrar, abstraído como estaba ante la ventana. Contemplaba los progresos de la tormenta con una melancolía doblemente melancólica, pues a la tristeza que siempre producen los días de lluvia había de sumarle ahora la visión de su vecino de acera, tocado por una bicicleta pinchada, arribando a su portal en compañía de una muchacha de singular cabellera. Una vez más, su vecino se empeñaba en demostrarle que sabía vivir, que era capaz de conseguir lo mejor en las condiciones más desfavorables, incluso una pelirroja en plena tormenta. Mingorance lo miró con aversión. Sólo lo conocía de vista, pero le reservaba el mismo odio que si en una borrachera compartida le hubiese confesado que tenía un contacto en la morgue que le dejaba hacer cosas con los cadáveres, porque venía a representar su anhelo más íntimo: era uno de esos tipos que cuando los barcos se hunden y los pasajeros se apretujan en los botes, suelen aparecer en el último segundo portando en los brazos, como si la hubiese sacado del interior de una chistera, la mascota extraviada de alguna niña.

Así eran las cosas, pensó Mingorance, unos se lo llevan todo y otros se resignan a las migajas. Y el hecho de que sus edificios fuesen casi idénticos, tanto que parecían reflejos, y la coincidencia de ocupar el mismo piso en la misma planta, siempre le había resultado una especie de amarga ironía, como si la vida los hubiera dispuesto así adrede, para que se espolearan mutuamente, para que se sintieran uno el negativo del otro. Se sentó en el sillón y alisó el arrugado periódico, todavía dándole vueltas a la escena que acababa de contemplar. ¿Por qué él nunca se topaba con hermosas pelirrojas bajo la lluvia? ¿Por qué su biografía parecía refractaria a casualidades tan gratas como aquella, azarosos tropiezos sobre los que parecía posible medrar sentimentalmente? ¿Por qué su existencia discurría siempre por el lado más aséptico y ordenado del mundo? ¿Y si hubiese elegido caminar hacia la derecha, hacia el kiosco de Felipe, y se la hubiera encontrado extraviada bajo la lluvia, suplicando techo con la mirada? Pero a quién quería engañar. Si eso hubiese ocurrido, ahora estaría igualmente solo en su apartamento, enojado con una timidez congénita que no le habría permitido socorrerla, concluyó desplegando el periódico sobre sus rodillas, que componían un ángulo recto con las de Mingorance I el Irresoluto, quien se encontraba sentado en el sillón vecino, enojado con una timidez congénita que no le había permitido socorrer a la bella pelirroja a la que, a un metro escaso de él, Mingorance II el Intrépido aligeraba de su abrigo con dedos reverentes.

Como si el acto de colgar del perchero el abrigo goteante fuese una especie de señal, Mingorance I el Irresoluto se levantó bruscamente de su asiento y se acercó a la ventana. Iba a resultar doloroso, lo sabía, pero no podía sustraerse a un espectáculo que debía haber sido el suyo: a través de la ventana, observó a su vecino despojar a la mujer de su goteante abrigo, invitarla a tomar asiento, ofrecerle una toalla, y todos aquellos gestos, aparentemente inofensivos, que eran los mismos que Mingorance II el Intrépido estaba realizando a su espalda, se le antojaron en su rival eslabones de una cadena implacable repetida hasta el cansancio, un estratégico despliegue de piezas sin más objetivo que la depredación. Se apartó de la ventana cuando su vecino apareció con el café. La escena siguiente, la taza derramándose sobre la blusa de ella como por descuido, y el pañuelo de él presto a reparar el entuerto, ya la había visto mil veces por televisión. Maldiciendo su suerte, se sentó junto a una muchacha que se secaba la melena pelirroja con su toalla y contestaba que tres cucharadas mirando hacia la cocina, donde Mingorance II el Intrépido maldecía en silencio su falta de previsión ante un azucarero en las últimas. Lo rebañó con maña, llenando a duras penas la tercera cucharada con ese azúcar negruzco que siempre queda adherido a los bordes del recipiente, gesto que lo encanalló por lo mezquino, reafirmándolo en su deseo de ser una persona diferente mejor que cualquier homilía bíblica. Como la realidad demostraba a diario, Mingorance II el Intrépido era un hombre terriblemente práctico, de esos que sólo reponen el azúcar cuando su ausencia es más una realidad que una ilusión. De la misma forma, por ejemplo, que las contadas noches que se iba de farra con los compañeros, lo hacía siempre sin ninguna presencia extraña en la cartera. Salir con un preservativo se le antojaba una deformación de boy scout, un gesto de una pretenciosidad infinita de cuyo error ninguna mujer había logrado sacarlo. Pero tuvo que reconocer ahora, ante el triste episodio del azúcar, que, actuando así, nunca llegaría a ningún sitio, mucho menos a parecerse a su inefable vecino, cuyos cajones rebosarían de profilácticos y espermicidas, y que, probablemente, guardaba azucarillos en los jarrones, bajo la alfombra, pegados con esparadrapo a los sobacos porque nunca se sabía cuándo podía presentarse una emergencia.

Mientras Mingorance I el Irresoluto se torturaba al imaginarse regresando de la cocina con dos flamantes tazas de café en una bandeja de moderno diseño, revelándose ante la mujer como un hombre de mundo siempre a la última, y Mingorance II el Intrépido regresaba al salón con dos tazas duralex en una mohosa bandeja que había desenterrado del fondo de la alacena, Mingorance escudriñaba las páginas de sucesos del periódico, persiguiendo algún crimen pasional que le alegrara la mañana. Buscaba cualquier desgracia ajena que acrecentara su existencia por oposición o, al menos, lo mantuviera entretenido: alguna enfermera de esas que envenenan a sus pacientes por orden divina, un altercado doméstico resuelto a martillazos, un chucho que hubiese rastreado al dueño hasta los Andes, cualquier cosa valía. Pero el periódico se mostraba desabrido, evidenciando que ayer había sido un día con vocación de entreacto, una especie de ramadán para violadores y parricidas. Ajena a su sed de fatalidad, la pelirroja tomó su café y se coloreó las mejillas con un sorbo largo, hondo, casi fanático, que le arrancó un suspiro placentero, oscuramente íntimo. Mingorance II el Intrépido tomó el suyo y trató de aludir él también a los legendarios poderes de hermandad del café, que más conocía por la publicidad que por experiencia propia, pero no tuvo demasiada fortuna: mareó en exceso el trago en la boca, como si hiciera gárgaras, y remató la faena con un gemido de almorranas, más íntimo de lo deseado. El choque fortuito e insinuante de las dos tazas de regreso a la bandeja constituyó el arranque de una charla que empezó de manera atolondrada, hecha de morosas preguntas típicas y vertiginosas respuestas tópicas, de comentarios confusos dejados a medias por lo intrincado, pero que, para sorpresa de Mingorance II el Intrépido, no tardó en volverse extremadamente fluida e incluso amena. Conversar con una mujer se le antojó por una vez fácil y divertido, y enseguida descubrió que ella poseía una risa presta a revolotear al menor asomo de ingenio por su parte, unas carcajadas limpias que lo sorprendían y confortaban, predisponiéndolo a la floritura lírica y al arabesco mordaz, haciéndolo desenterrar un humor fino e imaginativo que nunca sospechó que llevase dentro. Entre risas y sorbos, con el sonido de la lluvia redoblando el calor del salón, se fueron descifrando, hasta saberse opuestos, por no decir antagónicos: ella se llamaba Claudia, había estudiado piano y recorrido medio mundo como miembro de una orquesta filarmónica, por lo que había llevado una vida nómada e ilustrada, profusa en episodios peliculeros, a la que acababa de renunciar para quedarse en puerto, cansada y con demasiadas cicatrices afectivas que la habían vuelto descreída y cauta; él recordaba haber ido a Granada en una excursión del colegio, ahora trabajaba en una oficina cercana, paseaba por las tardes poniendo cuidado en no salir del barrio, comía en el chino de la esquina y se iba de pesca los fines de semana para poder distinguirlos del resto de los días laborables. Y lo reconoció sin darse cuenta, demasiado embebido en la conversación como para entretenerse en la mentira, en tejer una existencia imaginaria que no despertase piedad; pero lo hecho, hecho estaba, y ella lo miraba ahora con entomológica curiosidad, quizá preguntándose dónde estaba la trampa o, tal vez, osó conjeturar Mingorance II el Intrépido en un alarde de optimismo, calculando cómo sería dejarse amar por un hombre como aquel, capaz de desnudarse con una sinceridad tan descarnada que rozaba lo impúdico, un hombre sin truco ni cartón que parecía tener el corazón todavía por estrenar. Y aún le hubiera gustado añadir, ya puestos, que de ella pedírselo la amaría con una dedicación tal que le borraría la amargura de todas esas noches de infructuosos amoríos extranjeros que se le agolpaban en la mirada. Pero no se atrevió ya a tanto. Se dejó examinar por los ojos periciales de Claudia, que lo tasaban, le pareció, con cierto anhelo, como a una mariposa exótica e inencontrable repentinamente expuesta al alcance de su red.

Ajeno a su sed de felicidad, Mingorance I el Irresoluto se debatía entre consumir el sábado postrado en el sofá o cruzar la calle hasta el apartamento de su vecino y recuperar lo que era suyo, ahora que todavía no había sido mancillado. Se imaginó aporreando su puerta con desesperada saña, y abortando la pastoril escena que se desarrollaba en su interior con un parlamento sobre las oportunidades perdidas embarullado y estéril, maniobra que, según el magisterio televisivo, a las mujeres solía antojárseles de un romanticismo irresistible y provechoso. Pero, finalmente, desechó la idea, demasiado descabellada a la larga.

Sin embargo, Mingorance III el Bravo se levantó de un salto y se precipitó escaleras abajo. Era en el fondo un amante de las causas perdidas. Se detuvo unos instantes en la calle y observó asqueado las evoluciones galantes de su vecino, su merodeo de leopardo dispuesto a saltar sobre su presa, elástico y preciso. Tras casi media hora de observación bajo la lluvia, en su interior, al fin germinó, incontestable y poderoso, el coraje que necesitaba, a la par que, de un modo mucho más discreto, lo hacía el virus de la gripe. Subió las escaleras y aporreó su puerta con calculada saña. Nada más le abrieron, inició su parlamento destinado a ablandar el corazón de la muchacha, que lo miraba atónita, sin que la incredulidad le dejara entender sus palabras, por otro lado algo confusas. Mingorance III el Bravo comprendió entonces, con la inestimable ayuda del espejo de cuerpo entero del recibidor, que determinados gestos románticos también pueden resultar patéticos si no se realizan con la suficiente convicción. Le molestó sobremanera que su vecino comenzara a asentir y a darle palmaditas en el hombro, como quien intenta calmar a un loco peligroso. Antes de darse cuenta, estaba siendo conducido hacia las escaleras por unas manos aparentemente amables, pero que traslucían enseñanzas de tatami cada vez que hacía el intento de volverse. Aquellas pinzas cordiales le obligaron a dar un manotazo para desasirse. Tan brusco gesto sorprendió a su vecino, quien trastabilló al borde del descansillo un par de segundos angustiosos, antes de despeñarse escaleras abajo. Mingorance III el Bravo lo contempló rebotar contra los peldaños con una aparatosidad que se le antojó excesiva, hasta que alcanzó el rellano inferior, donde se detuvo desmadejado, el cuello y las extremidades componiendo ángulos insólitos, como presumiendo de flexibilidad. Lo desquiciado de la situación paralizó a Mingorance III el Bravo. Pero no así a la muchacha, que consiguió asimilar lo ocurrido antes que él e incluso logró interpretarlo a su modo, huyendo despavorida por las escaleras. Sin saber si era o no conveniente retenerla, Mingorance III el Bravo la observó sortear el cadáver con asco, sentimiento que lo satisfizo a pesar de las horrendas circunstancias, para continuar luego su fuga. Cuando sus tacones se perdieron en la distancia, sólo se oyó el redoble de la lluvia, que desdibujaba la ciudad allá fuera, volviéndola fantasmagórica.

Entretanto, Mingorance había decidido bajar a comer al chino. Ignorando que una parte de él había matado a un hombre, saltó torpemente sobre los charcos con su impermeable amarillo, como en una parodia grotesca de alguna escena bucólica, hasta plantarse ante el restaurante chino. Posó la mano en una de sus puertas rojas, flanqueadas por dos dragones culebreantes y emperejilados, pero dudó antes de perturbar ese secreto de santuario que guardan las fondas orientales. En realidad, comprendió de súbito, no estaba de humor para aventurarse en el universo afectado que lo aguardaba tras la puerta, ni para entregarse con infinita paciencia a diezmar uno de esos platos de comida desmenuzada que parecían no acabarse nunca. Pero, sobre todo, no estaba de humor para hacerlo bajo el irritante escrutinio de aquel anciano chino que, en posición de loto sobre su cojín de patriarca, jamás le quitaba ojo. Si las camareras lo trataban con mecánica indiferencia, el viejo solía dedicarle una mirada gélida que a Mingorance se le antojaba cargada de oscuros y ancestrales reproches. Resultaba evidente que su existencia le parecía holgazana, sacrílega, absolutamente discordante con cuanto le rodeaba y carente del menor rasgo de honor. Y lo cierto era que, después de un rato sometido a aquella radiación ocular, Mingorance, tras un rápido examen de conciencia, acababa por darle la razón, de manera que siempre abandonaba el local con la mayor discreción, como el gusano más humilde. Así que se giró sobre sus talones y regresó por donde había venido. Al detenerse ante su portal, consideró la idea de dirigirse al garaje, subir al coche y conducir un rato sin rumbo por las afueras de la ciudad, por el simple capricho de atravesar un mundo que bajo aquella tupida lluvia debía de antojarse tan íntimo como desolado, pero finalmente desechó la idea por idiota. Mientras remontaba las escaleras hizo un asombrado recuento de las veces al día que debemos tomar una decisión, por pequeña e insignificante que sea. Y se preguntó qué consecuencias acarreaba cada una de esas elecciones, si la vida que finalmente se vive es mejor que sus descartes.

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