El menor espectáculo del mundo (15 page)

BOOK: El menor espectáculo del mundo
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Tras aquello, se dio por terminada la visita dominical. Nos pusimos los abrigos, nos despedimos y volvimos al coche. Conduje hacia casa sin hacer ningún intento por atentar contra el silencio de Eva, que observaba las calles con una sonrisa plácida zurcida a los labios. Sabía que los dos estábamos pensando en lo mismo, aunque yo lo imaginara y ella lo recordara: las manos de una Eva más joven, casi una niña, recorriendo lentas el cuerpo de su primo, aquel cuerpo que había visto formarse verano a verano como un David que surge despaciosamente de las profundidades del mármol, aquel cuerpo de muchacho fuerte cuya proximidad había empezado a provocarle mariposas en el estómago, aquel cuerpo suave y elástico que abrazaba en el agua de la pileta, tratando de hundirse el uno al otro, mientras los mayores reían, ajenos al deseo que iba fermentando entre ellos, a aquel fuego oscuro, que sólo podía apagarse de una forma. No sabía qué habría ocurrido entre ellos después, cuando aquel juego pecaminoso empezó a parecerse al amor, obligando a su primo a escribir la carta que yo había leído, pero no era difícil imaginarse el resto. Resultaba obvio que mi mujer no había acudido a la cita; o tal vez sí, pero sólo para hacerle comprender al primo, más madura ella, que aquello no era más que una locura de juventud. No sé si lo lograría o no, pero era evidente que con el tiempo cada uno se había resignado a construir su vida lejos del otro, quizá buscando a alguien que se le pareciera y no tuviese el defecto de llevar su misma sangre. Por eso ahora, cada vez que volvían a encontrarse, se miraban con la complicidad de quienes comparten un secreto que los unía con mayor fuerza que cualquier vínculo que pudiesen establecer con otro. De alguna manera absurda, los envidiaba. Contemplé a Eva, y me pregunté si podría seguir viviendo a su lado ahora que conocía su secreto. Pero ¿quién no tiene secretos?, me dije. Yo debía ser el único ser del planeta que no los tenía. No había en mi vida nada interesante que ocultar, sólo rutina y vacuidad. Comprendí entonces que había algo más terrible que tener un secreto: no tener ninguno. Así que tomé una simbólica bocanada de aire, y me preparé para afrontar el resto de mi existencia en compañía de Eva y su simpático primo Queque, el del pueblo. Al que quizá, si lo veía desaparecer con mi mujer unos minutos en la fiesta de Navidad, para volver luego despeinados y arrobados, como si se hubiesen encerrado en el baño a recordar los viejos tiempos mientras mi suegra trinchaba el pavo en el salón, me vería obligado a recomendarle alguna lectura escogida al albur de la estantería.

«A Alfredo también le gustaba Tolstoi —dijo de pronto Eva—, aunque nunca le vi leer un libro». Lo dijo en un ligero tono de sorpresa, como si entreviera en todo ello una rara coincidencia. Pero sólo yo pude imaginarme a Alfredo dando vueltas por el salón de mis suegros, escogiendo el libro de Tolstoi al azar, y abriendo mucho los ojos al ver caer entre sus zapatos un papelito amarillento.

EL VALIENTE ANESTESISTA

En una mañana de verano se encontraba un sastrecillo sentado frente a su mesa, cerca de la ventana; estaba de muy buen humor y cosía con entusiasmo. Por la calle subía una campesina pregonando:

—¡Buena mermelada vendo! ¡Buena mermelada vendo!

Al sastrecillo aquello le sonó a música celestial. Se asomó por la ventana y la llamó. La mujer subió las escaleras que conducían a casa del sastrecillo, llevando sus pesados cestos, y tuvo que sacarle y enseñarle cuantos tarros traía. El sastrecillo miró y remiró todos los tarros, metiendo en ellos las narices, tal vez tentado de introducir también un dedo, el índice, si no el pulgar, para extraerlo luego bien embadurnado de dulce e ir a posarlo sobre los labios de la mujer, respaldando el atrevimiento con una sonrisa de conquistador en declive, porque el sastrecillo era un hombre, por mucho que viviera de las puntadas, y ningún hombre puede escapar a su condición, Elenita, ninguno.

Mejor que lo aprendas desde ya, cielo. Así sufrirás menos. No hay demasiada diferencia entre un hombre y una rata. Tal vez te cueste creerlo en un principio, porque ellos, los muy ladinos, saben disimularlo. Nada más te conviertas en la hermosa muchachita que tus rasgos prometen te asediarán ejércitos de ellos, ocultando su naturaleza de sabandijas bajo sonrisas baratas y regalos caros. Pero una vez obtengan lo que quieren, comprobarás cómo los más se abandonarán a la inercia, y los menos ni se molestarán en seguir con la farsa aunque sea cansinamente, sino que se arrancarán la máscara y se mostrarán ante ti sin truco ni cartón, egoístas, insensibles, pero sobre todo infieles. Así que, de no ser esto un cuento infantil sino la vida misma, mi Elenita, el sastrecillo no podría resistirse a la tentación de comprobar si su atractivo continúa aún vigente, si todas esas canas no han hecho más que prestigiarlo y, después de todo, las caricias quincenales de su esposa no esconden, como viene sospechando de un tiempo a esta parte, ningún revés de asco u obligación. Se untaría el índice, si no el pulgar, y así untado de albaricoque lo aproximaría a los labios de la vendedora, que lo acogería sin sorpresa, juguetona, involucrando la lengua, entregándose como en trance al eficaz lameteo, porque si esto fuese la vida y no un cuento para niños, Elenita, puedes estar segura de que la vendedora sería una jovencita orillada en los veintipocos, de esas que han aprendido a medrar a golpe de caderas y honduras de escote. Una lagarta de las que andan a la caza de hombres maduros con anillo que la rieguen con sabiduría y promesas y que, nada más rebasar la puerta y sentir el cálido abrazo del lujo, el guiño del dinero allí donde mirase, habría echado mano de todos sus encantos para barrer cualquier remordimiento que el hombre pudiese tener y convertirlo a golpe de pestaña en un títere del deseo, porque si esto fuera la vida lo único raro de la historia sería que la zorrita no vendiese enciclopedias ilustradas en vez de esa estúpida mermelada.

Tal vez resultara menos simpático así, más soso sin el índice, si no el pulgar, circulando por la boca temprana de la joven, como un caracol que dejara una baba de albaricoque. Pero ya se las arreglarían ambos para convertir el acto de ojear la enciclopedia en un cambalache de roces in crescendo que únicamente pudiera resolverse en una posesión convulsa sobre la mesa de comedor, sobre la lustrosa tabla de caoba alrededor de la cual comían a diario esposa e hija, suegros por Navidad. Allí fue descubierto, ensimismado en la desleal perforación, sofocado en una telaraña de prendas de encaje, los pantalones en los tobillos, el trasero magro, velludo, nunca antes iluminado desde aquel ángulo, por aquella luz acostumbrada a acoger únicamente inocuas escenas dominicales. No es que el sastrecillo fuese descuidado, ni sastrecillo era, que ni un botón sabía remachar, sino anestesista, Elenita, como tu padre, de esos que no hacen más que darle el pie al cirujano, por mucho que él se empeñe en dotar a su oficio de implicaciones filosóficas, que Morfeo bastardo lo llamaba yo aunque hoy lo dejaría sólo en lo de bastardo. Descuidado, no, ya digo, metódico a más no poder, eso sí, que incluso al despertador le producía pudor sonar si él ya estaba en pie y hasta calvo se iba quedando sin sorpresas, en censada despoblación. Por eso estoy segura de que se abandonó a la coyunda como lo hizo, sin necesidad de mirar el reloj, con esa asquerosa seguridad suya, bastándole tan sólo una ojeada a la inclinación de navío de la mañana, a las tres cuartas que le faltaban al sol para dorar el brazo del sofá. Por eso se abandonó con la despreocupación de un colegial, sabiendo con exactitud el tiempo de que disponían, repartiendo los minutos venideros escrupulosamente, tanto para la cópula febril, tanto para el abrazo poscoito, un generoso puñadito para que ella pudiese vestirse sin una excesiva premura que subrayara lo clandestino de la situación, y unos segundos extras por si la chica se le revelaba engorrosamente cariñosa y era necesario buscar el talonario, que más vale prevenir. Eso quiero creer, Elenita, que con medirse en carne joven le bastaba, que no trataría de buscarle continuidad a aquel encuentro ocasional y mucho menos se dejaría embrujar por tanta adolescencia bruta, que ni siquiera se le pasó por la cabeza tirar por la borda quince años de matrimonio.

¡Claro que este es el mismo cuento que te contaba papá, tesoro! Pero anda, cierra los ojos de una vez e intenta dormir, que mamá ha tenido un mal día y también está deseando acostarse. ¿Por dónde iba? Ah, sí, ahora viene lo de las moscas. Resulta que en el cuento el sastrecillo despide a la vendedora y da a la mermelada un uso estrictamente culinario, es decir, se limita a aplicarla castamente en una hogaza de pan. El proyecto se le llena de moscas, claro, como una especie de plaga enviada por nosotras ante un gesto tan hipócrita. Por la desfachatez de mentir a tantos niños fingiéndose inmune a su ineludible y primaria herencia, se ve obligado a asistir asqueado al nauseabundo ballet que progresa sobre su desayuno, algunos de los miembros acampando ya sobre la sabana de albaricoque. Total, que el sastrecillo tomó un trapo y atizó un capirotazo a la ultrajada rebanada. Al retirarlo, aparecieron varios dípteros incrustados en el pan como adornos de azabache, rubricando con un exiguo aleteo sus mínimas existencias. Contó siete. Y tal proeza se le antojó extraordinaria, digna de ser conocida en toda la ciudad.

Así que, ni corto ni perezoso, bordó en su cinto la leyenda «Siete de un golpe», y se echó a las calles para que todos pudieran leer su logro, como seguramente hubiera hecho tu padre, Elenita, de no haber sido descubierto, pues así son los hombres, alimañas incapacitadas para vivir en silencio sus hazañas, trovadores vanidosos que necesitan cantar sus propias gestas, sobre todo si se trata de escaramuzas venéreas. Que incluso existen locales habilitados para tales confesiones, desde casinos inmundos hasta clubes refinadísimos donde detallar los lujuriosos episodios entre indolentes partidas de squash. Y cuántos carnés de lugares de esos le amueblaban a tu padre la cartera. Cuántos escenarios diferentes podría haber escogido para relatar su justa matinal a los compadres sudorosos de no ser porque el previsor anestesista erró al casarse con una mujer propensa al despiste esporádico, al cultivo de variopintos descuidos cuya arbitrariedad él quizá hubiese tratado de medir usando cartulinas de colores o programas informáticos, de manera que incluso mis futuros olvidos tuviesen ya asignados día y hora en alguna de sus agendas.

Desde luego no había ninguno previsto para esta mañana a juzgar por la sorpresa de su cara al dar con mi presencia muda, perpleja, diríase que incluso sumida en un recogimiento místico, oportunamente enmarcada en el quicio de la puerta como una virgen en su hornacina. Y te asombraría saber, Elenita, la de cosas que puede llegar a pensar una mujer al contemplar el cuadro de su marido atareado entre las piernas de otra, que de la incredulidad más espantosa pasé al espanto más incrédulo y de ahí a un odio frío y luego a una rabia caliente y enseguida al bochorno extremo y después al análisis técnico y finalmente a un inesperado efecto de anamorfosis, pues el cabeceante calabacín del trasero, visto desde aquel ángulo inédito, se me antojó una enorme y descarnada calavera. No supe qué hacer. No supe qué decir. Ninguna palabra o gesto me resultaba aplicable a la escena. Recoger los documentos de don Zambrano e irme tampoco podía. Entonces me fijé en el cenicero de mármol verde que había en la mesita, y comprendí de golpe por qué nunca nos habíamos deshecho de él a pesar de que era un cenicero horrible y para colmo ninguno de los dos fumaba ya. Supe entonces que la cabeza de tu padre era el secreto destino de la pieza, que con la misión de desnucarlo había aguardado allí, paciente y letal, intentando pasar inadvertido a pesar de lo llamativo del color y del tamaño. Y mientras lo alzaba y hacía puntería, recordé con sumo afecto al extraño hombrecillo que se presentó en nuestra boda con aquel regalo, mordisqueó un par de langostinos encogido en su rincón y luego desapareció, dejándonos a los presentes tan sólo el acertijo de su mesurada presencia y las cáscaras de su leve atracón. Pero, a pesar de contar con el galvánico empuje del despecho, compuso el cenicero un vuelo alicaído muy por encima de la absorta cabeza de tu padre y fue a estrellarse contra el acuario. Tras el golpe, el mar pareció eructar sobre la alfombra. El estruendo desconcentró a los amantes, y cada uno se esforzó en buscar la causa de aquella palpitación de peces que empedraba el suelo. Fue el anestesista quien, beneficiado por su posición decúbito prono, reparó primero en mí, y, entre manotazos, como chapoteando en un líquido espeso, se apresuró a descabalgar de la muchacha en pos de la decorosa verticalidad. Tras el laborioso desacople, quedó ante mí homínido y confuso, ridículamente trágico entre los estertores de los peces. Primero me midió inseguro, pero enseguida estalló en una verborrea desesperada. Esto no es lo que parece, aclaró entre aspavientos de gran teatralidad, como si acabara de descubrir que todo en el mundo estaba equivocado y quisiera compartirlo. ¿El cenicero no era un cenicero, entonces? ¿Había tratado de desnucarlo con el abono de la ópera, con una empanadilla de atún? Puedo explicártelo, me decía una y otra vez mientras la explicación se cubría sus rotundos argumentos y desaparecía con explicable aplicación, terminada ya su labor de carcoma. La miré fugarse con su gracioso trote de potrillo, y deseé tener su edad y sus turgencias e irme con ella a seguir destruyendo familias, huir de aquella escena a la que no le veía resolución, no ser yo la destruida. Pero no podía, cada uno tiene su papel asignado en la gran tragicomedia de la vida y yo debía continuar allí, estaba claro, con tu padre revoloteando a mi alrededor, ocupado en un soporífero monólogo de atormentado al que restaba puntos su macilenta desnudez. Me dolía la cabeza y de pronto todo se me antojaba erróneo, absurdo, pero ¿qué se puede esperar de un mundo tan ilógico, donde las mujeres tartamudas no dan a luz siameses y nadie sabe qué preguntan con el cuello los flamencos? Me llevaba los dedos a las sienes pero el atribulado anestesista no recibía el mensaje. Continuaba con su exaltado parlamento porque había que solucionar la cosa enseguida, en caliente, antes de que todo aquello me cristalizara en la cabeza. Hablaba y hablaba, utilizando unas veces un tonillo quejumbroso y otras una entonación cosmopolita, como si no tuviese claro si debía rebajarse o despreocuparse, y sólo cuando deposité a sus pies una maleta con cuatro prendas guardadas al buen tuntún, interrumpió su letanía y anunció con expresión grave que aquello no significaba nada, que él me seguía queriendo. Ya ves, Elenita, encima debía agradecerle su escasa implicación en aquel espectáculo de perros que había protagonizado sobre la mesa, su desmedida fidelidad a mí aun cuando atrancaba el sexo de otra. Valiente hijo de puta.

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