—Mañana por la noche.
—¿Ganaste?
—No puedo hablar de eso. Tendrás que ver el programa.
Lo miré fijamente, buscando algún indicio, pero no encontré nada.
—Venga —me presionó Heidi—. ¿Qué te apuestas a que yo seduzco a más chicas que tú?
Al parecer, yo iba a participar en mi propia competición esa noche. Aunque estaba agotado, después de varios meses viajando, no podía rechazar un desafío como ése.
Heidi se dio la vuelta y se acercó a tres chicas que fumaban sentadas en el patio interior del bar. La batalla había empezado.
Yo decidí abordar a un
set
de tres —dos hombres y una mujer con aspecto de presentadora de televisión en busca de una cámara— utilizando la
técnica
de la colonia.
—¿Cómo os conocisteis? —les pregunté al cabo de unos minutos para hacerme una mejor composición de lugar. Desgraciadamente, ella estaba casada con el MAG. Estaba a punto de buscar un nuevo
set
cuando Heidi apareció a mi lado.
—¿De qué conoces a Style? —le preguntó directamente a mi
objetivo
.
—Acabamos de conocerlo —dijo ella.
—Parecíais buenos amigos —le dijo Heidi con una sonrisa excesivamente amplia. Después se volvió hacia mí—. Vamonos —me susurró al oído.
Mientras nos alejábamos le pregunté cómo le había ido con su
set
de tres.
—Las hubiera tenido trabajando para mí en menos de media hora —me dijo—, pero sólo tienen veinte años.
Al parecer, para Heidi Fleiss seducir quería decir reclutar como chicas de compañía.
Pocos minutos después, Heidi ya estaba hablando con otro set. Desde luego, no vacilaba a la hora de abordar a sus
objetivos
. Había llegado el momento de darle una lección de humildad.
Heidi estaba en cuclillas, frente a dos mujeres con las mejillas ligeramente espolvoreadas con purpurina dorada, hablando de restaurantes locales. Yo me aproximé a ellas y las abordé con una
frase de entrada
que había inventado sobre un amigo cuya novia no le dejaba hablar con su antigua novia de la universidad.
—¿Os parece razonable? —les pregunté—. ¿O creéis que está exagerando?
Mi
objetivo
era conseguir que las chicas se pusieran a hablar entre sí, pero fue Heidi quien habló primero.
—Si yo fuese él, me lo haría con las dos al mismo tiempo —dijo—. Pero, claro, yo siempre me acuesto con mis citas la primera noche.
Esa frase debía de formar parte de su
técnica
, pues era la segunda vez que se la oía decir. También me di cuenta de que siempre se agachaba y apoyaba una rodilla en el suelo para no intimidar a las chicas a las que abordaba. Me alegraba de que Grimble me hubiera llamado; Heidi era uno de los nuestros.
Durante las últimas semanas yo había desarrollado mi propio
patrón
. Consistía en una sencilla estructura que me permitía determinar la dirección en la que debía conducirme con una chica: apertura, demostración de mi valía, entendimiento, nexo emocional y, finalmente, conexión física.
Así que, ahora que había abierto el set, había llegado el momento de hacer una demostración de mi valía que dejaría a Heidi boquiabierta. Opté por una
técnica
que había creado después de conocer a las rubias platino en Miami: el test de las mejores amigas.
—¿Cuánto hace que os conocéis? —empecé.
—Unos seis años —dijo una de las chicas.
—Lo sabía.
—¿Por qué dices eso?
—Lo entenderías si os hiciera el test de las mejores amigas.
Las chicas se acercaron a mí; la idea de hacer un test les resultaba excitante. En la Comunidad tenemos una expresión para describir ese fenómeno: les estaba dando «crack para chicas». Las mujeres responden a las
técnicas
que las involucran en tests, juegos psicológicos, adivinación o lectura del pensamiento igual que un adicto reacciona ante la posibilidad de una dosis gratis.
—Está bien —dije yo, como si estuviera a punto de hacerles una pregunta muy importante.
Las chicas se acercaron más a mí.
—¿Usáis el mismo champú?
Ellas se miraron, dudando de la respuesta. Después se volvieron hacia mí y abrieron la boca al mismo tiempo para responder.
—La respuesta no importa —las interrumpí—. Ya habéis aprobado.
—Pero no usamos el mismo champú —repuso una de ellas.
—Da igual. Las dos os habéis mirado antes de responder. Si no os conocierais bien, hubierais seguido mirándome a mí. Pero cuando dos personas comparten una relación estrecha, siempre se miran primero y se comunican de una forma casi telepática antes de contestar. Ni siquiera tienen que hablar entre sí.
Las dos chicas volvieron a mirarse.
—¡Lo veis! —exclamé—. Lo estáis haciendo de nuevo.
Ellas se echaron a reír. Las cosas marchaban bien.
Mientras me contaban cómo se habían conocido en el avión al mudarse a Los Ángeles y cómo habían sido inseparables desde entonces, miré a Heidi Fleiss, agachada inútilmente a nuestro lado. Las chicas parecían haber olvidado su presencia. Pero Heidi no era de las que se daban por vencidas fácilmente.
—¿Vais a acostaros con él?
Buen golpe.
Le había bastado una frase para destrozar mi
técnica
. Claro que no estaban pensando en acostarse conmigo; todavía no. Todavía no había llegado ni a la mitad de mi secuencia y, aun habiéndolo hecho, esa frase hubiera acabado con todas mis posibilidades.
—¡Qué os habéis creído! —respondí, reaccionando un poco más tarde de lo que hubiera deseado—. Yo no soy uno de esos chicos fáciles. Antes de acostarme con una chica necesito sentirme cómodo con ella, tener confianza, sentir que compartimos una conexión especial.
Al alejarnos de las chicas, Heidi me dio una palmada en el hombro.
—Si saliera a la calle ahora mismo —me dijo con una sonrisa—, me seguirían como una fila de patitos sigue a mamá pato.
Apenas tardó unos segundos en aproximarse a otro
set
de dos. Yo la seguí sin vacilar. La batalla volvía a empezar. El hombre tenía poco pelo y decía ser un actor cómico. La mujer, de talante claramente altivo, tenía el pelo teñido de azul, un tono de voz artificioso y un sentido del humor tan inteligente como malvado. Se llamaba Hillary y, al parecer, protagonizaba un espectáculo burlesco de striptease en una sala que se llamaba Echo. Era tan interesante que casi no tuve que recurrir a ninguna
técnica
. Sencillamente hablamos y ella me dio su número de teléfono delante de su cita. Después Heidi los invitó a ambos a una fiesta y le dio a Hillary su número de teléfono. No estaba dispuesta a dejarme ganar.
—Me bastaría un día para conseguir que trabajase para mí —me dijo; siempre tenía que decir la última palabra—. Hay quien nace para ser estrella del rock —siguió diciendo—. Otros nacen para ser profesores. Yo nací para ser madame y me gusta serlo.
Cada vez que nos alejábamos de un set, Heidi parecía convencida de haber podido convertir a las chicas en rameras de haber querido hacerlo; pero esos días pertenecían al pasado. Cuando nos fuimos de allí, Heidi y yo habíamos competido prácticamente por cada chica que había en el bar. Aquella noche aprendí una terrible lección: la línea que separa al chulo del ligón es mucho más fina de lo que pensaba.
—Es la cosa más asquerosa que he visto en mucho tiempo —me dijo Grimble después—. Casi no puedo creer cuánto has cambiado. Pareces otra persona. —Me dio un beso en la frente y me obsequió con un
nega
—. No has estado mal, sobre todo teniendo en cuenta que ella jugaba con ventaja; al fin y al cabo, todos la conocen.
—Bueno —le contesté yo—. Ya veremos cómo lo haces tú mañana en el programa de televisión.
Era un día marcado en rojo en el calendario de la Comunidad. Esa noche, en «Elimina a un pretendiente», Grimble competiría con otros tres solteros por los favores de una modelo de ropa interior llamada Alison. Lo que estaba en juego era nuestra forma de vida. Si Grimble ganaba, la Comunidad —o sea, todos aquellos hombres que llevábamos sintiéndonos inferiores desde los tiempos del instituto— demostraría su superioridad sobre los hombres apuestos, atléticos y seguros de sí mismos con los que Grimble competía. Si perdía, tendríamos que reconocer que no éramos más que unos adictos a Internet que habían vivido un breve sueño. El destino de todos los MDLS estaba en manos de Grimble.
Yo vi el programa con Twotimer.
Al principio, mientras los otros tres tipos intentaban impresionar a Alison, Grimble se recostó tranquilamente en su siento, actuando como si él fuese el premio por el que Alison debía competir. Mientras los otros tipos alardeaban sobre su éxito profesional, siguiendo los consejos de su nuevo gurú, Grimble dijo que trabajaba reparando mecheros desechables.
Durante la segunda ronda, una camarera le llevó una botella de champán a Alison por cortesía de Grimble. Alison parecía genuinamente sorprendida, sobre todo porque hasta entonces Grimble no se había esforzado demasiado. Así, superó la segunda eliminatoria.
Al enterarme de que la ronda final tendría lugar en la pista de baile, supe que Grimble saldría triunfador, pues habíamos dado clases de salsa juntos. Cuando la sujetó de la cintura y la bajó prácticamente hasta el suelo, pude ver en los ojos de Alison que habíamos ganado.
—Enhorabuena —le dije la próxima vez que lo vi—. Has defendido con éxito el buen nombre de los MDLS.
—Sí —dijo él con una media sonrisa—. No todas las modelos son tontas.
Esa noche habíamos quedado para ir al Echo a ver actuar a Hillary. Desde que me enamoré de Jessica Nixon, a los doce años, la
monoítis
siempre había regido mi vida. Pero durante los últimos ocho meses, todo había cambiado. De hecho, desde que estaba en la Comunidad, todas las mujeres me parecían desechables y reemplazables. Estaba experimentando la paradoja del seductor: cuanto mayor era el número de mujeres que seducía, menos me interesaban las mujeres. El éxito o el fracaso ya no dependía de si me acostaba con una chica o si besaba a otra, sino del nivel de mi sargeo. Tal y como me había dicho que ocurriría Mystery en mi primer taller, los bares y las discotecas se convirtieron en distintos niveles de un videojuego en el que tenía que ir avanzando.
Y Hillary suponía un desafío. No sólo era aguda e irónica, sino que me había visto en acción mientras competía con Heidi Fleiss por las chicas del bar Whiskey.
Grimble y yo nos sentamos al fondo y observamos el striptease de Hillary. Ella iba vestida como un gángster, con una metralleta de agua y un ajustado traje de rayas sobre un liguero con bragas a juego. Tenía un cuerpo de curvas clásicas que se adecuaba a la perfección con ese tipo de espectáculo. Al verme, se acercó lentamente a mí, se sentó en mi regazo y me echó un chorrito de agua a la cara con la metralleta. Yo la deseaba.
Después del espectáculo fui con Hillary, con su hermana y con dos amigas a un bar mexicano que se llamaba El Carmen. Al sentarnos, le cogí la mano a Hillary. Ella me la apretó. Un IDI. Grimble tenía razón: había nacido un nuevo yo.
Hillary se acercó un poco más a mí. Sentí la ansiedad del beso y el corazón empezó a latirme con fuerza.
Pero cuando me disponía a hablarle de los animales y la evolución y de cómo los leones se tiraban de la melena, ocurrió algo desastroso: Andy Dick entró en el bar con un grupo de amigos. Uno de ellos conocía a Hillary, así que se sentaron con nosotros. De repente, nuestra conexión espiritual se evaporo, pues, ahora, un astro más grande y brillante iluminaba el mundo de Hillary.
Al hacerles sitio en la mesa, de alguna manera, Andy Dick consiguió sentarse entre Hillary y yo. No tardó ni un minuto en pasar a la acción. Es algo que ocurre en Los Ángeles: los famosos te roban a las chicas. En una ocasión, cuando todavía era un
TTF
, vi indefenso cómo Robert Blake le daba su número de teléfono a mi cita en un bar. Pero, ahora, yo era un MDLS y un MDLS no se queda quieto mientras un famoso intenta robarle a la chica.
Al parecer, no iba a tener más remedio que competir por Hillary con un famoso del mundo del cotilleo.
Me levanté y salí a la calle. Necesitaba pensar. Apenas hacía unos días que le había dado una lección a Heidi Fleiss en el bar Whiskey, así que no había ninguna razón por la que no debería poder deshacerme de Andy Dick. Aunque no iba a ser fácil, pues se trataba de un famoso tan vulgar como desagradable. Bastaba con verlo para saber por qué se había convertido en una estrella: adoraba ser el centro de atención.
Mi única posibilidad consistía en resultar más interesante que él.
Grimble estaba fuera, hablando con una chica con la cabeza despeinada. Buscó en su bolsillo y sacó un trozo de papel y un bolígrafo. La chica estaba a punto de darle su número de teléfono.
De repente, ella se alejó de Grimble y se acercó a mí.
—¡¿Style?! —dijo mirándome con incredulidad.
Yo la miré con atención. Sí, la conocía de algo, aunque no recordaba de qué.
—Soy yo —dijo ella—. Jackie.
No lo pude evitar. Me quedé mirándola boquiabierto. Era la chica de los pies apestosos de cuya habitación había huido a la carrera; mi primer semiéxito. Una de dos, o era una coincidencia milagrosa o empezaban a escasear las mujeres disponibles en Los Angeles.
Hablamos un rato sobre sus clases de interpretación cómica. Después utilicé una excusa cualquiera y me fui. Ya había perdido demasiado tiempo. A cada minuto que pasaba, la mano de Andy Dick subía unos centímetros por el muslo de Hillary. Y yo estaba decidido a detener esa mano.
Volví a entrar en el bar, me senté a la mesa y les hice el test de las mejores amigas a Hillary y a su hermana para conseguir atraer su atención. Después, hablamos un poco sobre expresión corporal y yo sugerí que jugásemos al juego de las mentiras. El juego consiste en que una mujer tiene que pensar en cuatro cosas que sean verdad y una que sea mentira sobre su casa o su coche. Pero no las dice; sencillamente las piensa, una tras otra. Y, fijándote en los distintos movimientos de sus ojos, puedes adivinar cuál es la falsa porque, al mentir, la gente suele mirar en una dirección distinta de la que mira cuando dice la verdad. Me burlé sin piedad de Hillary durante todo el juego, hasta conseguir que ella se olvidara de Andy Dick y volviera a concentrar su atención en mí.