El prisma negro

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Authors: Brent Weeks

Tags: #Fantástico

BOOK: El prisma negro
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Gavin Guile es el Prisma, el hombre más poderoso del mundo, además de sumo sacerdote y emperador, encargado de mantener una paz resquebrajadiza que solo se sostiene en virtud de su poder, ingenio y carisma. Pero la vida de los Prismas nunca es larga, y Guile sabe con exactitud de cuánto tiempo dispone: cinco años en los que deberá lograr otros tantos objetivos imposibles…Cuando Guile descubra que tiene un hijo, nacido en un reino lejano al término de la guerra que lo condujo al trono, tendrá que decidir qué precio está dispuesto a pagar con tal de proteger un secreto que podría reducir su mundo a escombros…En su nueva trilogía, «El portador de luz», Brent Weeks nos sumerge otra vez con gran maestría en un universo fantástico profundamente original. El Prisma negro es el inicio de una inolvidable y apasionante saga que entusiasmará a los numerosos seguidores del autor y que está destinada a cautivar a muchos más…

Brent Weeks

El prisma negro

El portador de luz - 1

ePUB v1.0

AlexAinhoa
18.10.12

Título original:
The Black Prism

Brent Weeks, 2012

Traducción: Manuel de los Reyes García Campos

Editor original: AlexAinhoa (v1.0)

ePub base v2.0

Dedicado a mi mujer, Kristi,

quien ya lleva casi toda una década

demostrándome que tenía razón.

1

Kip se acercó al campo de batalla a gatas y al amparo de la oscuridad, envuelto en una neblina que amortiguaba los sonidos y difuminaba la luz de las estrellas. Aunque los adultos lo evitaban y los niños tenían prohibido ir allí, él había jugado a cielo descubierto en infinidad de ocasiones… de día. Esa noche, su cometido era menos placentero.

Tras coronar la colina, Kip se irguió y se arremangó las perneras. El río siseaba a su espalda, o puede que fueran los guerreros bajo su superficie, muertos desde hacía dieciséis años. Cuadró los hombros y se esforzó por hacer oídos sordos a su imaginación. La niebla propiciaba que se sintiera aislado de todo, inmune al paso del tiempo. Pero aunque no hubiera muestras de ello, el amanecer era inminente. Debía llegar al otro lado del campo de batalla antes de que saliera el sol. Sus excursiones nunca lo habían llevado tan lejos.

Incluso Ramir sentía reparos en acudir allí por las noches. Todo el mundo sabía que la Roca Hendida era un lugar maldito. Pero Ram no tenía que alimentar a su familia; no era su madre la que se fumaba todos sus ingresos.

Kip asió con firmeza el pequeño cuchillo que colgaba de su cinturón y empezó a caminar. Las almas sin descanso no eran las únicas que podrían arrojarlo a la noche eterna. Se había atisbado una manada de jabalinas gigantes merodeando por las noches, tan crueles sus colmillos como afiladas sus pezuñas. Constituían un manjar delicioso si uno disponía de un buen arcabuz, nervios de acero y buena puntería, pero desde que la Guerra de los Prismas acabara con todos los hombres de la ciudad, eran pocos los que estaban dispuestos a jugarse el pescuezo a cambio de unas lonchas de panceta. Rekton era ya una sombra de lo que había sido. La alcaldesa no veía con buenos ojos que sus conciudadanos arriesgaran la vida a la ligera. Además, Kip no tenía ningún arcabuz.

Tampoco eran las jabalinas las únicas criaturas que poblaban la noche. Ni un puma ni un oso dorado le harían ascos a un Kip con abundantes vetas de grasa.

Un aullido quedo atravesó la niebla y la oscuridad cien pasos más adelante, en el interior del campo de batalla. Kip se quedó paralizado. Sí, también había lobos. ¿Cómo había podido olvidarse de ellos?

Algo más lejos, otro lobo emitió su respuesta. Un sonido escalofriante, la voz misma de la espesura. Era imposible no contener el aliento cuando uno oía algo así. Era la clase de belleza que conseguía que uno ensuciara los pantalones.

Kip se humedeció los labios y reanudó la marcha. Lo asaltó el poderoso presentimiento de que estaban siguiéndolo. Acechándolo. Miró por encima del hombro. Allí no había nada. Por supuesto que no. Su madre siempre le había dicho que tenía demasiada imaginación. Sigue andando, Kip. Hay cosas que hacer. Los animales están más asustados de ti que tú de ellos y todo eso. Además, los aullidos poseían la particularidad de que siempre sonaban engañosamente cerca. Con toda probabilidad esos lobos se encontraban a varias leguas de distancia.

Antes de la Guerra de los Prismas, esas tierras eran célebres por sus cultivos. Contiguas al río Umbro, idóneas para los higos, las uvas, las peras, las zarzamoras, los espárragos… allí prosperaba todo. Y habían transcurrido dieciséis años desde la última batalla, uno más de los que contaba Kip. La llanura, sin embargo, seguía estando arrasada y surcada de cicatrices. Del suelo sobresalía un puñado de travesaños calcinados, los restos de antiguos hogares y graneros. Aún perduraban los cráteres y los profundos surcos excavados por la artillería pesada. Llenos ahora de remolinos de niebla, esos cráteres semejaban lagos, túneles, trampas. Sin fondo. Insondables.

Casi toda la magia empleada durante la batalla se había disuelto tarde o temprano tras años de exposición al sol, pero los destellos de las lanzas de luxina verde rotas todavía salpicaban los alrededores. Los fragmentos de amarillo sólido eran capaces de atravesar incluso el cuero más recio del calzado de quien los pisara.

Hacía tiempo que los saqueadores se habían llevado todas las armas de valor, las corazas y la luxina del campo de batalla, pero con el devenir de las estaciones y la alternancia de las lluvias, todos los años salían a la superficie nuevos misterios. Eso era lo que esperaba encontrar Kip, y su objetivo se volvería más visible con los primeros rayos de sol.

Los lobos dejaron de aullar. No había nada peor que oír ese sonido escalofriante, pero al menos así uno sabía dónde estaban. Ahora… Kip tragó saliva con dificultad en un intento por deshacer el nudo que le oprimía la garganta.

Al adentrarse en el valle de la sombra de dos grandes colinas artificiales —vestigios de dos de las grandes piras funerarias en las que habían ardido decenas de miles de almas— Kip vislumbró algo entre los jirones de niebla. El corazón dio un vuelco en su pecho. El contorno curvo de una cogulla de malla. El destello de unos ojos que escudriñaban la oscuridad.

La imagen desapareció tras un remolino brumoso.

Un espectro. Orholam misericordioso. Algún espíritu montando guardia ante su sepultura.

Míralo por el lado positivo. A lo mejor a los lobos les dan miedo los fantasmas.

Kip se dio cuenta de que había dejado de caminar y se había quedado con la mirada fija en las tinieblas. Ponte en marcha, majadero.

Así lo hizo, agazapado. Pese a su tamaño, se preciaba de ser muy sigiloso cuando se lo proponía. A regañadientes, apartó la mirada de la colina; seguía sin haber ni rastro del espectro, el hombre o lo que quiera que fuese. Volvió a experimentar la sensación de que lo seguían. Echó un vistazo a su espalda. Nada.

Un chasquido brusco, como si alguien hubiera dejado caer un guijarro. Y algo por el rabillo del ojo. Kip volvió la mirada hacia lo alto de la colina. Otro chasquido, una chispa, el roce del pedernal contra el acero.

La bruma se iluminó por un instante fugaz y Kip distinguió algunos detalles. No se trataba de ningún fantasma, sino de un soldado golpeando un trozo de pedernal en un intento por encender una mecha de combustión lenta. Cuando prendió, proyectó un resplandor rojizo sobre las facciones del soldado, cuyos ojos dieron la impresión de iluminarse. Acopló la mecha al serpentín de su arcabuz y giró sobre los talones, escudriñando la oscuridad en busca de su objetivo.

Puede que el breve resplandor de la llama, reducida ahora a una brillante ascua carmesí en la mecha, lo hubiese cegado temporalmente, porque su mirada pasó justo por encima de Kip.

El soldado describió otro círculo, atropelladamente, paranoico.

—Pero ¿qué diablos voy a ver aquí fuera…? Cochinos lobos.

Con suma cautela, Kip empezó a alejarse. Debía adentrarse en la niebla y la oscuridad antes de que la agudeza visual del soldado se recuperase, pero si hacía ruido, el hombre podría disparar a ciegas. Kip caminó de puntillas, en silencio, sintiendo un cosquilleo en la espalda, convencido de que una bala de plomo iba a atravesarlo de un momento a otro.

Pero lo consiguió. Cien pasos más, y nadie dio la voz de alarma. Ningún disparo hendió la noche. Más lejos. Doscientos pasos más y vio luz a su izquierda, una fogata. Se había consumido hasta tal punto que ya solo quedaban unos cuantos rescoldos. Kip intentó no mirarla de frente para conservar la vista. No había ninguna tienda, ni mantas tendidas en el suelo en los alrededores, tan solo el fuego.

Kip puso en práctica el truco de maese Danavis para ver en la oscuridad. Dejó que su mirada se desenfocara e intentó percibir lo que acechaba en la periferia de su visión. Nada, salvo una posible irregularidad. Reanudó su avance.

Había dos hombres tumbados en el suelo helado. Uno de ellos era un soldado. Kip, que había visto a su madre inconsciente en infinidad de ocasiones, supo al instante que este hombre no había perdido el sentido. Sus extremidades apuntaban en todas direcciones de forma antinatural, no lo cubría manta alguna y tenía la boca abierta, desencajada la mandíbula mientras contemplaba el firmamento nocturno sin pestañear. Junto al difunto soldado yacía otro hombre, cargado de cadenas pero con vida. Estaba tendido de costado, con las manos ceñidas por grilletes a la espalda y la cabeza envuelta en un saco negro anudado con fuerza alrededor del cuello.

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