El miedo a la libertad (17 page)

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Authors: Erich Fromm

BOOK: El miedo a la libertad
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Es verdad que el pequeño y mediano hombre de negocios, que se ve virtualmente amenazado por el poder abrumador del gran capital, puede continuar realizando beneficios y preservar su independencia, pero la amenaza que pende sobre su cabeza aumenta su inseguridad e impotencia en una medida mucho mayor de la que podía observarse anteriormente. En su lucha en contra de los competidores monopolistas está enfrentado a gigantes, mientras que antes combatía contra sus pares. También la situación psicológica de aquellos hombres de negocios independientes, para los cuales el desarrollo de la industria moderna ha creado nuevas funciones económicas, difiere de la del antiguo comerciante o industrial. Un ejemplo de tal diferencia lo constituye aquel tipo de hombre de negocios independiente que a veces es citado como un caso del surgimiento de una nueva forma de vida en la clase media: el propietario de un puesto de distribución de gasolina. Muchos de esos propietarios son económicamente independientes. Poseen su negocio del mismo modo que el almacenero o el sastre poseen el suyo. Pero, ¡qué diferencia entre el viejo y el nuevo tipo del hombre de negocios independiente! El almacenero necesitaba de un alto grado de experiencia y capacidad. Debía elegir entre un cierto número de comerciantes al por mayor para hacer sus compras de acuerdo con los precios y calidades que estimara más convenientes; debía conocer las necesidades individuales de sus numerosos clientes, a quienes también debía aconsejar en sus compras y decidir acerca de la conveniencia de concederles crédito. En general, la función del comerciante de viejo estilo no solamente suponía independencia, sino que también requería pericia, conocimiento, actividad y una prestación de servicios de tipo individual. El distribuidor de gasolina, en cambio, se halla en una situación completamente distinta. Vende una sola y única clase de mercadería: gasolina y lubricantes. Su posición de comprador y su poder de regateo con las compañías petroleras se hallan limitados. Repite mecánicamente siempre el mismo acto de llenar depósitos de gasolina y vender lubricantes. Tiene una oportunidad mucho menor que el antiguo almacenero para utilizar aptitudes de pericia, iniciativa y energía individuales. Sus beneficios se hallan determinados por dos factores: el precio que debe pagar por la gasolina y los lubricantes, y el número de automovilistas que paran en su estación de servicio. Ambos factores escapan en gran parte a su dominio; simplemente debe funcionar como un agente entre el mayorista y el consumidor. Desde el punto de vista psicológico existe muy poca diferencia entre el hecho de estar empleado por la compañía y el de ser un comerciante «independiente»: siempre se trata de un mero engranaje de la vasta máquina de distribución.

Por lo que se refiere a la nueva clase media, integrada por los obreros de «cuello blanco» [white collar], cuyo número ha ido creciendo con la expansión de la gran empresa, es obvio que su posición resulta muy distinta de la de los pequeños comerciantes e industriales independientes de otro tiempo. Podría sostenerse que, si bien han dejado de ser independientes en el sentido formal, de hecho se les ofrecen oportunidades de éxito fundadas en el desarrollo de la iniciativa individual y de la inteligencia, en una medida igual, si no mayor, de la que se le ofrecía al almacenero o al sastre de viejo estilo. En cierto sentido, esto es verdad, pero resulta difícil descubrir en qué grado. Psicológicamente, la situación del empleado es distinta. Es parte de una vasta máquina económica, realiza una tarea altamente especializada, se halla en feroz competencia con centenares de colegas que se encuentran en la misma posición y si llega a dejarse superar es inexorablemente despedido. Más brevemente, aun cuando sus probabilidades de éxito resulten a veces mayores, no deja de haber perdido gran parte de la seguridad y la independencia del antiguo hombre de negocios; en cambio, se ha tornado un engranaje, a veces pequeño, a veces más grande, de una maquinaria que le impone su ritmo, que escapa a su dominio y frente a la cual aparece como una insignificante pequeñez.

Las consecuencias psicológicas de la vastedad y superioridad de poder de la gran empresa han incidido también sobre el obrero. En la pequeña empresa de otrora éste conocía personalmente a su patrón y se hallaba familiarizado con su fábrica, cuyo total funcionamiento podía observar; si bien era contratado y despedido según las necesidades del mercado, siempre existía alguna relación concreta con el patrón y su empresa capaz de otorgarle el sentimiento de pisar un suelo familiar y conocido. Muy distinta es la posición de un hombre en una fábrica en la que trabajan miles de obreros. El patrón se ha vuelto una figura abstracta: nunca logra verlo; la dirección sólo es un poder anónimo que trata con él de un modo indirecto y frente al cual, como individuo, es algo insignificante. La empresa tiene dimensiones tales, que el individuo es incapaz de conocer algo más allá del pequeño sector relacionado con la tarea que le toca desempeñar.

Tal situación ha sido compensada de algún modo por los sindicatos. Estos no solamente han mejorado la posición económica del obrero, sino que también han producido un efecto psicológico importante al proporcionarle el sentimiento de su fuerza y significado frente a los gigantes económicos con que debe luchar. Desgraciadamente muchos sindicatos han crecido, transformándose también ellos en enormes organizaciones que dejan muy poco lugar a la iniciativa del miembro individual. Este paga su cuota y de vez en cuando ejerce el derecho de voto, pero aquí, como allá, no es más que el pequeño engranaje de una gran maquinaria. Sería asunto de la mayor importancia el que los sindicatos se transformaran en órganos apoyados en la activa cooperación de cada uno de sus miembros, con una organización que asegurara la efectiva participación de todos en la vida de la entidad y los hiciera sentirse responsables de su funcionamiento.

La insignificancia del individuo en nuestros tiempos no atañe solamente a su función como hombre de negocios, empleado o trabajador manual, sino también a su papel de consumidor o cliente. Esta última función ha sufrido un cambio drástico en las últimas décadas. El cliente que visitaba un negocio cuyo dueño era un comerciante independiente, se hallaba seguro de ser objeto de un trato personal; su adquisición representaba algo importante para el propietario; se le recibía como una persona que significaba algo para el comerciante; sus deseos eran materia de estudio; el acto mismo de la compra le proporcionaba cierto sentimiento de importancia y dignidad. ¡Cuan distinta es ahora la relación del cliente con las grandes tiendas! La vastedad del edificio, la abundancia de las mercaderías expuestas, el gran número de empleados ejercen sobre él una profunda impresión; todo le hace sentirse pequeño y sin importancia. Y en verdad, como individuo no ofrece interés alguno al establecimiento comercial. Tan sólo es importante porque es un cliente; la tienda no quiere perderlo, pues ello indicaría que hay algo que funciona mal y que probablemente otros clientes se perderían por la misma razón. Es importante en su carácter de cliente abstracto; pero como cliente concreto no significa nada en absoluto. No hay nadie que se alegre por su visita, nadie que se preocupe especialmente para satisfacer sus deseos. El acto de comprar se ha vuelto análogo al de adquirir sellos en una oficina de correos.

Esta situación se acentúa aún más debido a los métodos de la propaganda moderna. Los argumentos comerciales del hombre de negocios de viejo estilo eran esencialmente racionales. Conocía sus mercaderías, las necesidades del cliente y, sobre la base de estos conocimientos, trataba de efectuar su venta. Naturalmente, sus argumentos no eran del todo objetivos, esforzándose por persuadir al cliente lo mejor posible; sin embargo, para ser eficiente y alcanzar sus objetivos, debía emplear una forma racional y sensata de persuasión. La propaganda moderna, en un amplio sector, es muy distinta: no se dirige a la razón sino a la emoción; como todas las formas de sugestión hipnótica, procura influir emocionalmente sobre los sujetos, para someterlos luego también desde el punto de vista intelectual. Esta forma de propaganda influye sobre el cliente, acudiendo a toda clase de medios: la incesante repetición de la misma fórmula; el influjo de la imagen de alguna persona de prestigio, como puede ser la de alguna dama de la aristocracia o la de un famoso boxeador que fuma tal marca de cigarrillos; por medio del sex-appeal de alguna muchacha bonita, atrayendo de ese modo la atención del cliente y debilitando al propio tiempo su capacidad de crítica; mediante el terror, señalando el peligro del «mal aliento» o de alguna enfermedad de nombre misterioso; o bien estimulando su fantasía acerca de un cambio imprevisto en el curso de su propia vida debido al uso de determinado tipo de camisa o jabón. Todos estos métodos son esencialmente irracionales; no tienen nada que ver con la calidad de la mercadería y apagan o matan la capacidad crítica del cliente, como podría hacerlo el opio o un estado hipnótico absoluto. Son capaces de proporcionarle alguna satisfacción debido a su efecto estimulante sobre la fantasía, tal como ocurre con el cine, pero al mismo tiempo aumentan su sentimiento de pequeñez y de impotencia.

En realidad, estos métodos de embotamiento de la capacidad de pensamiento crítico son más peligrosos para nuestra democracia que muchos ataques abiertos, y más inmorales —si tenemos en cuenta la integridad humana— que la literatura indecente cuya publicación castigamos. Las asociaciones de consumidores han intentado restablecer la capacidad crítica del cliente, su dignidad, su sentimiento de tener algún significado, operando así en la misma dirección que el movimiento sindical. Hasta ahora, sin embargo, sus alcances se han limitado a los de un modesto comienzo.

Lo que se ha afirmado acerca de la esfera económica vale también para la esfera política. Durante los primeros tiempos de la democracia existían varios medios por los cuales el individuo podía participar concreta y activamente con su voto en la elección de algún candidato o en la adopción de determinadas decisiones; los problemas en discusión le eran familiares, así como lo eran los candidatos; el acto de votar, realizado a menudo en una asamblea de toda la población de la ciudad, era algo concreto y en el mismo el individuo significaba realmente algo. Hoy el votante se ve frente a partidos políticos enormes, tan grandiosos y lejanos como las gigantescas organizaciones industriales. Los problemas políticos, complicados ya por naturaleza, se vuelven aún más inextricables debido a la intervención de toda clase de recursos que tienden a oscurecerlos. El votante puede llegar a ver alguna vez a su candidato durante el período electoral; pero desde que se inició el uso de la radio no es probable que lo vea con frecuencia, perdiéndose con ello el último medio que le permitía juzgar a su candidato. De hecho debe elegir entre dos o tres personas que las organizaciones partidarias le presentan; pero tales candidatos no son el resultado de su elección; elector y candidato se conocen muy poco entre sí, y su recíproca relación posee un carácter tan abstracto como todas las demás.

Los métodos de propaganda política tienen sobre el votante el mismo efecto que los de la propaganda comercial sobre el consumidor, ya que tienden a aumentar su sentimiento de insignificancia. La repetición de slogans y la exaltación de factores que nada tienen que ver con las cuestiones discutidas, inutilizan sus capacidades críticas. En la propaganda política, el llamamiento claramente formulado y de tipo racional constituye más bien la excepción que la regla; esto ocurre hasta en los países democráticos. Obligado a enfrentarse con el poder y la magnitud de los partidos, tal como se le aparecen a través de su propaganda, el votante no puede dejar de sentirse pequeño y poco importante.

Lo que acaba de exponerse no significa que la propaganda comercial o política insista abiertamente sobre la carencia de significado del individuo. Por el contrario, una y otra lo adulan al hacerle creer que es importante y fingiendo dirigirse a su juicio crítico, a su capacidad de discriminación. Pero esta ficción constituye esencialmente un método para apagar las sospechas del individuo y ayudarlo a engañarse a sí mismo acerca del carácter autónomo de su decisión. Es casi innecesario puntualizar que la propaganda a la que nos hemos referido no es totalmente irracional, y que en la propaganda de los diferentes partidos y candidatos existen ciertas diferencias en cuanto a la importancia relativa concedida a los factores racionales.

Además, se han agregado otros factores que contribuyen a la creciente impotencia del individuo. La escena económica y política es más compleja y más vasta de lo que era antes, y las personas ven disminuida su capacidad de observación. También las amenazas que el individuo debe enfrentar han alcanzado mayores dimensiones. La desocupación de muchos millones de personas debido a la crisis en la estructura económica, ha aumentado su sentimiento de inseguridad. Aun cuando la ayuda al desocupado por medio de recursos públicos haya hecho mucho para compensar las consecuencias del paro forzoso, tanto desde el punto de vista económico como del psicológico, siempre queda en pie el hecho de que para la gran mayoría del pueblo el quedar desocupado constituye una carga muy difícil de soportar psicológicamente, y el terror a la desocupación no deja de ensombrecer toda su vida. Tener un empleo —cualquiera que sea— parece resumir para mucha gente todo cuanto puede pedirse a la vida y constituir algo por lo que debe experimentarse gratitud. La desocupación ha aumentado también el miedo a la vejez. En muchos casos se requiere tan sólo a jóvenes y aun a personas sin experiencia, que, empero, mantienen todavía su capacidad de adaptación; es decir, se acepta a aquellos que pueden ser moldeados sin dificultad a fin de que funcionen fácilmente como pequeños engranajes ajustados a las necesidades de una determinada maquinaria.

También la amenaza de la guerra ha contribuido a aumentar el sentimiento de impotencia individual. Como es notorio, no faltaron guerras durante el siglo XIX; pero, desde la primera guerra mundial, las posibilidades de destrucción han aumentado de una manera tan tremenda que la amenaza de un conflicto bélico se ha convertido en una pesadilla que, aun cuando pueda permanecer inconsciente en muchas personas hasta tanto su país no se vea directamente envuelto en la guerra, no deja de ensombrecer sus vidas y acrecentar el sentimiento de pánico e impotencia. Por otra parte, las categorías de la población que pueden ser afectadas por el conflicto han aumentado de tal manera que ahora comprenden a todo el mundo sin excepción.

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