El miedo a la libertad (27 page)

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Authors: Erich Fromm

BOOK: El miedo a la libertad
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Después que Hitler llegó al poder surgió otro incentivo para el mantenimiento de la lealtad de la mayoría de la población al régimen nazi. Para millones de personas el gobierno de Hitler se identificó con «Alemania». Una vez que el Führer logró el poder del Estado, seguir combatiéndolo hubiera significado apartarse de la comunidad de los alemanes; desde el momento en que fueron abolidos todos los demás partidos políticos y el partido nazi llegó a ser Alemania, la oposición al nazismo no significaba otra cosa que oposición a la patria misma. Parece que no existe nada más difícil para el hombre común que soportar el sentimiento de hallarse excluido de algún grupo social mayor. Por más que el ciudadano alemán fuera contrario a los principios nazis, ante la alternativa de quedar aislado o mantener su sentimiento de pertenencia a Alemania, la mayoría eligió esto último. Pueden observarse muchos casos de personas que no son nazis y sin embargo defienden al nazismo contra la crítica de los extranjeros, porque consideran que un ataque a este régimen constituye un ataque a Alemania. El miedo al aislamiento y la relativa debilidad de los principios morales contribuye a que todo partido pueda ganarse la adhesión de una gran parte de la población, una vez logrado para sí el poder del Estado.

Estas consideraciones dan lugar a un axioma muy importante para los problemas de la propaganda política: todo ataque a Alemania como tal, toda propaganda difamatoria referente a «los alemanes» (como el término hunos, símbolo de la guerra de 1914), tan sólo sirven para aumentar la lealtad de aquellos que no se hallan completamente identificados con el sistema nazi. Este problema, por otra parte, no puede ser resuelto definitivamente por medio de una hábil acción de propaganda, sino por la victoria en todos los países de una verdad fundamental: que los principios éticos están por encima de la existencia de la nación, y que, al adherirse a tales principios, el individuo pertenece a la comunidad constituida por todos los que comparten, han compartido en el pasado y compartirán en el futuro esa misma fe.

En contraste con la actitud negativa o resignada asumida por la clase obrera y la burguesía liberal y católica, las capas inferiores de la clase media, compuesta de pequeños comerciantes, artesanos y empleados, acogieron con gran entusiasmo la ideología nazi.

En estos grupos, los individuos pertenecientes a las generaciones más viejas constituyeron la base de masa más pasiva; sus hijos, en cambio, tomaron una parte activa en la lucha. La ideología nazi —con su espíritu de obediencia ciega al líder, su odio a las minorías raciales y políticas, sus apetitos de conquista y dominación y su exaltación del pueblo alemán y de la «raza nórdica»— ejerció en estos jóvenes una atracción emocional poderosa, los ganó para la causa nazi y los transformó en luchadores y creyentes apasionados. La respuesta a la pregunta referente a los motivos de la profunda influencia ejercida por la ideología nazi ha de buscarse en la estructura del carácter social de la baja clase media. Este era marcadamente distinto del de la clase obrera, de las capas superiores de la burguesía y de la nobleza anterior a 1914. En realidad, hay ciertos rasgos que pueden considerarse característicos de esa clase a lo largo de toda su historia: su amor al fuerte, su odio al débil, su mezquindad, su hostilidad, su avaricia, no sólo con respecto al dinero, sino también a los sentimientos, y, sobre todo, su ascetismo. Su concepción de la vida era estrecha, sospechaban del extranjero y lo odiaban; llenos de curiosidad acerca de sus amistades, sentían envidia hacia ellas y racionalizaban su sentimiento bajo la forma de indignación moral: toda su vida estaba fundada en el principio de la escasez, tanto desde el punto de vista económico como del psicológico.

Afirmar que el carácter social de la baja clase media era distinto del de los obreros no implicaba negar que este tipo de carácter no estuviera presente también entre los miembros de esta última clase. Lo que se quiere decir es que era típico de la baja clase media, mientras que tan sólo una minoría de los obreros presentaban esa misma estructura del carácter en forma perfectamente delimitada. Sin embargo, había algunos rasgos aislados que de manera menos intensa podían hallarse también en la mayoría de la clase obrera, tales como, por ejemplo, su frugalidad y su gran respeto a la autoridad. Por otra parte, parece que la estructura del carácter de gran parte de los empleados —probablemente de la mayoría— se asemejaba mucho más a la estructura del carácter del obrero manual (especialmente el de las grandes fábricas) que al de la «vieja clase media», que no participó del desarrollo del capitalismo monopolista, sufriendo, en cambio, su amenaza.

Aunque es cierto que el carácter social de la baja clase media había sido el mismo desde mucho antes de 1914, también es verdad que los acontecimientos posbélicos intensificaron aquellos mismos rasgos que eran susceptibles de recibir la más profunda atracción de la ideología nazi: su anhelo de sumisión y su apetito de poder.

En el período anterior a la revolución de 1919 la posición económica de los estratos inferiores de la vieja clase media, los pequeños comerciantes independientes y los artesanos, se hallaba en decadencia, pero no era desesperada y subsistía cierto número de factores que contribuían a su estabilidad.

La autoridad de la monarquía era indiscutible, y al inclinarse ante ella, al identificarse con ella, el miembro de la baja clase media adquiría un sentimiento de seguridad y orgullo narcisista. Por otra parte, también la autoridad de la religión y de la moralidad tradicional se hallaba todavía firmemente arraigada. La familia no había dejado de constituir un seguro refugio contra el mundo hostil, y permanecía inconmovible. El individuo experimentaba el sentimiento de pertenecer a un sistema social y cultural estable en el que poseía un lugar bien definido. Su sumisión y lealtad a las autoridades existentes constituían una solución satisfactoria para sus impulsos masoquistas; sin llegar, no obstante, a la rendición total y conservando cierto sentido de la importancia de la propia personalidad. Lo que le faltaba en seguridad y agresividad como individuo, lo hallaba compensado por la fuerza de las autoridades a las que se sometía. En suma, su posición económica permanecía todavía lo bastante sólida como para proporcionarle un sentimiento de respeto a sí mismo y de relativa seguridad, y las autoridades hacia las que se inclinaba eran lo suficientemente fuertes como para proporcionarle aquella confianza adicional que no hubiera podido extraer de su propia posición como individuo.

Con el período posbélico esta situación cambió considerablemente. En primer lugar, la decadencia económica de la vieja clase media asumió un aspecto más pronunciado, viéndose acelerada, además, por obra de la inflación, que alcanzó su máxima intensidad en 1923 y barrió casi completamente los ahorros de muchos años de trabajo.

Si bien la época entre 1924 y 1928 fue de mejoramiento económico y aportó nuevas esperanzas para la baja clase media, todas las ganancias que pudo acumular desaparecieron luego con la crisis posterior a 1929. Tal como había ocurrido durante el período de la inflación, la clase media, apretada entre el proletariado y las clases altas, constituía el grupo más indefenso, y, por lo tanto, el más castigado.

Pero al lado de estos factores económicos se hallaban los aspectos psicológicos que agravaban la situación. Uno de éstos lo hallamos en la derrota sufrida en la guerra y en la caída de la monarquía. Como el Estado y el régimen monárquico habían constituido, por decirlo así, la sólida roca que la pequeña burguesía había convertido en la base psicológica de su existencia, su fracaso y derrota destrozaron el fundamento de su vida misma. Si el Kaiser podía ser ridiculizado públicamente, si los oficiales podían ser atacados, si el Estado mismo debía cambiar su forma y aceptar a «agitadores rojos» como ministros y a un sillero por presidente, ¿en qué podría confiar ahora el hombre común? Se había identificado, en su manera sumisa, con todas estas instituciones: ahora que habían desaparecido, ¿qué le quedaría por hacer?

La inflación, por otra parte, ejerció no sólo efectos económicos sino también psicológicos. Constituía un golpe mortal contra el principio del ahorro así como contra la autoridad del Estado. Si los ahorros de tantos años, que habían costado el sacrificio de muchos pequeños placeres, podían perderse sin ninguna culpa propia, ¿para qué ahorrar? Si el Estado podía romper sus propias promesas estampadas en sus billetes y en sus títulos, ¿en qué promesas podría confiarse de ahora en adelante?

Y en el período de la posguerra no solamente se produjo una decadencia más rápida de la situación económica de la clase media, sino que también su prestigio social sufrió una declinación análoga. Antes de la guerra esa clase podía sentirse en una posición superior a la del obrero. Después de la revolución, en cambio, el prestigio social del proletariado creció de manera considerable y, en consecuencia, el de la baja clase media disminuyó correlativamente. Ya no había nadie a quien despreciar: privilegio que nunca había dejado de representar el elemento activo más sustancial en la vida del pequeño comerciante y de sus congéneres.

A todos estos factores debemos agregar otro: el último baluarte de la seguridad de la clase media —la familia— también se había quebrado. El desarrollo social de la posguerra, en Alemania quizá más que en otras partes, había debilitado la autoridad del padre y la moralidad típica de la vieja clase media. La generación más joven obraba a su antojo, sin preocuparse de buscar la aprobación de sus acciones por parte de la familia.

Las razones de este proceso son demasiado complejas para ser tratadas aquí en forma detallada. Sólo me limitaré a mencionar algunas. La decadencia de los viejos símbolos sociales de la autoridad, como el Estado y la monarquía, afectó la función de las autoridades individuales representadas por los padres. Si daban muestra de debilidad aquellos poderes que sus padres les habían enseñado a respetar, entonces también éstos carecían de prestigio y autoridad. Otro factor se hallaba constituido por el hecho de que las generaciones más viejas se sentían mucho más inquietas y perdidas y menos capaces de adaptarse, frente a las cambiantes situaciones sociales —especialmente la inflación—, que las generaciones jóvenes, más despiertas y activas. Por eso los jóvenes se consideraban superiores a los ancianos y ya no lograban tomar en serio sus enseñanzas. Por último, la decadencia económica de la clase media privó a los padres de su función de sostén material del futuro económico de los hijos.

De este modo la vieja generación de la baja clase media se fue haciendo más y más amargada y resentida; pero, mientras los ancianos permanecían pasivos, los jóvenes se veían impulsados hacia la acción. Su posición económica se veía agravada por el hecho de haber perdido la base de una existencia económicamente independiente, tal como la habían disfrutado sus padres; el mercado de las profesiones liberales estaba saturado y sólo existían leves probabilidades de ganarse el sustento como médico o abogado. Aquellos que habían luchado en la guerra se sentían acreedores a un trato mejor del que en realidad se les brindaba. A los muchos oficiales jóvenes, especialmente, que durante varios años se habían acostumbrado a ejercer el poder y a mandar como cosa natural, les resultaba imposible adaptarse al estado de empleados o corredores.

Esta creciente frustración social condujo a una forma de proyección que llegó a constituir un factor importante en el origen del nacionalsocialismo: en vez de darse cuenta de que su destino económico y social no era más que el de su propia clase, la vieja clase media, sus miembros lo identificaron conscientemente con el de la nación. La derrota nacional y el tratado de Versalles se transformaron así en los símbolos a los que fue trasladada la frustración realmente existente, es decir, la que surgía de su decadencia social.

Se ha repetido muchas veces que el tratado otorgado a Alemania por las potencias vencedoras en 1918 fue una de las razones principales del surgimiento del nazismo. Esta afirmación necesita algunas reservas. En su mayoría, los alemanes consideraban que el tratado de paz era injusto: pero mientras la clase media reaccionaba con intensa amargura, entre los obreros existía mucho menos resentimiento. Estos habían combatido el viejo régimen y para ellos la pérdida de la guerra significaba la derrota de ese régimen. Pensaban que habían luchado valientemente y que, por lo tanto, no había razón para sentir vergüenza de si mismos. Por otra parte, la victoria de la revolución, que sólo había sido posible a través de la derrota de la monarquía, les había traído conquistas económicas, políticas y humanas. La base del resentimiento contra el tratado de Versalles se hallaba en la baja clase media; el resentimiento nacionalista no era otra cosa que una racionalización por la que se proyectaba su inferioridad social como inferioridad nacional.

Esta proyección se evidenciaba perfectamente en el desarrollo personal de Hitler. Este era el típico representante de la baja clase media, un don nadie sin ninguna perspectiva de futuro. De una manera muy intensa se sentía colocado en el papel de paria. A menudo, en Mein Katnpf, habla de sí mismo como de un «don nadie», recordando al «hombre desconocido» que había sido en su juventud. Pero aunque ello se debiera principalmente a su propia posición social, lo había racionalizado bajo la forma de símbolos nacionales. Nacido fuera del Reich, se sentía excluido de él, no tanto desde el punto de vista social como desde el punto de vista nacional, y de este modo el Gran Reich Alemán, al cual podrían volver todos sus hijos, se transformó para él en el símbolo del prestigio social y de la seguridad.

El antiguo sentimiento —propio de la vieja clase media— de impotencia, de angustia y aislamiento del todo social, y la destructividad que resultaba de esta situación, no constituían la única fuente psicológica del nazismo. Los campesinos estaban resentidos con los acreedores urbanos a quienes debían, mientras los obreros se sentían contrariados y desalentados por sus constantes retiradas políticas posteriores a las victorias iniciales de 1918, bajo el efecto de una dirección que había perdido toda iniciativa estratégica. La gran mayoría de la población cayó presa del sentimiento de insignificancia individual y de impotencia que hemos descrito como típico del período del capitalismo monopolista en general.

Estas condiciones psicológicas no constituyeron la causa del nazismo, pero sí representaron su base humana, sin la cual no hubiera podido desarrollarse. Por eso un análisis de todo el fenómeno del surgimiento y la victoria del nazismo debería considerar tanto las condiciones estrictamente políticas y económicas como las psicológicas. Teniendo en cuenta la bibliografía existente sobre el primer aspecto y los fines específicos de este libro, no hay necesidad de entrar a discutir las cuestiones económicas y políticas relacionadas con ese movimiento. Sólo bastará recordar al lector el papel desempeñado en la implantación del régimen nazi por los representantes de la gran industria y por los junkers económicamente arruinados. Sin su ayuda Hitler nunca hubiera alcanzado la victoria, y su apoyo al movimiento se debió mucho más a la comprensión de sus intereses económicos que a factores psicológicos.

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