—No. Sólo me interesa
lady
Bartholomew en la medida en que le interesa a Kara. ¡Eso es lo que se llama un gran criminal, amigo mío! —exclamó con admiración.
Mansus, muy ocupado en rebuscar en la pila de cartas, hojas y cuadernitos que había sacado del bolsillo y puesto sobre la mesa, lanzó un resoplido e interrumpió su labor.
—¿Se ha constipado usted? —preguntó T. X. cortésmente.
—No, señor. Lo que pasa es que no creo que
mister
Kara sea un criminal. Además, ¿qué conseguiría con el crimen? Tiene todo lo que puede obtenerse con el dinero y es uno de los hombres más populares de Londres y el más guapo que he visto en mi vida. No necesita nada.
T. X. miró despectivamente a su subordinado.
—Es usted un pobre ciego —dijo moviendo la cabeza—. ¿No sabe usted que en los grandes criminales nunca influye el deseo material o la perspectiva de ganancias concretas? El hombre que roba la caja de su jefe para comprar a la muchacha a quien ama el collar de perlas de veinticinco chelines que ella desea vivamente, no gana con el robo más que la satisfacción de que le tengan en buen concepto. La mayor parte de los criminales cometen sus delitos por la misma razón, porque quieren que los tengan en buen concepto. Unas veces es el doctor X, que mata a su mujer porque es una desaseada y se emborracha, y no se atreve a separarse de ella por miedo a que los vecinos duden de su respetabilidad. Otras veces es el gran financiero, que ha malversado millón y medio, no porque le haga falta el dinero, sino porque la gente tenía la mirada fija en él. Por eso necesitaba construir grandes palacios, hacer cruceros por el Mediterráneo en yate propio y poseer inmensas extensiones de terreno...; porque quería que lo tuvieran en buen concepto.
—¿Sí? —preguntó burlonamente Mansus—. ¿Y el hombre que medio mata a una mujer a fuerza de palos? ¿Lo hace también para que le tenga en buen concepto?
T. X. le miró con lástima.
—El chulo que pega a su mujer, mi pobre Mansus, lo hace porque ella no le tiene en buen concepto. Esta es nuestra pasión dominante, nuestra característica nacional, la causa primordial de casi es Kara un criminal, y como digo, morirá de muerte violenta.
Se puso el abrigo y cogió el sombrero.
—Voy a ver a mi amigo Kara. Tengo ganas de hablar con él. Puede decirme algo interesante.
La casa de la plaza Cadogan era un gran edificio que hacía esquina. Tenía el aspecto característico inglés, con sus balcones, sus discretas cortinas, sus dorados relucientes y su puerta esmaltada. Había sido vivienda de lord Gratham, el excéntrico catador de vinos y perseguidor de todos los placeres. La había mandado construir «alrededor de una botella de Oporto», como decían sus amigos, significando con esto que su primera preocupación habían sido los sótanos de la casa, y que cuando estos sótanos estuvieron construidos y llenos de sus inapreciables vinos, el arquitecto había edificado la casa sobre ellos, sin que su señoría le molestara lo más mínimo. Las dobles bodegas de la casa de Gratham llegaron a ser célebres en todo Londres. Cuando Enrique Gratham fue enterrado bajo ocho pies de tierra en el Congo (le mató un elefante en el curso de una cacería), sus albaceas habían tenido la fortuna de encontrar un comprador inmediato. Se rumoreaba que Kara, a quien no le interesaba el vino, había mandado tapiar los sótanos, y hasta su misma existencia había pasado al dominio de la leyenda.
Un criado bien vestido y deferente le abrió la puerta y le hizo pasar al hall. En una estufa de bronce ardía un fuego confortable.
—
Mister
Kara está muy ocupado, señor —dijo el hombre.
—Pásele mi tarjeta; creo que me recibirá en seguida.
El hombre hizo una inclinación, sacó de algún rincón misterioso una bandeja de plata y se deslizó escaleras arriba a la manera de los criados bien educados, esto es, sin esfuerzo corporal aparente. Volvió al cabo de un minuto.
—¿Quiere el señor venir por aquí?
Al terminar los escalones había un pasillo que cruzaba de derecha a izquierda. A él daban cuatro habitaciones: una al terminar el pasillo, a la derecha, otra a la izquierda, y las otras dos a intervalos regulares del centro.
Cuando el criado acercaba la mano a una de las puertas, T. X. le puso la suya en el brazo y le dijo:
—Me parece que le he visto a usted en algún sitio, amigo.
—Es muy posible, señor. Durante algún tiempo he sido camarero del Constitucional.
—Sí. allí debe de haber sido. El hombre abrió la puerta y anunció al visitante.
T. X. se encontró en una espaciosa habitación lujosamente amueblada, pero carente de esa sensación de comodidad y bienestar que es el rasgo característico del hogar inglés.
Kara se levantó de detrás de una enorme mesa escritorio y vino, sonriendo, al encuentro del detective.
—Esto es un placer inesperado —dijo, estrechándole calurosamente la mano.
Un año hacía que T. X. no le había visto, y encontró pocos cambios en el físico del extraño joven. Continuaba con la misma confianza en sí mismo y la misma actitud correcta de siempre. Cualesquiera que hubiesen sido los triunfos sociales que obtuviera, no habían alterado sus modales, tan afables y mundanos como de costumbre.
—Creo que bastará por hoy,
miss
Holland —dijo, volviéndose a la muchacha que, con un bloc de cuartillas en la mano, estaba en pie al lado de la mesa.
«Evidentemente —pensó T. X.—, nuestro helénico amigo tiene buen gusto hasta para elegir secretarias.» A T. X. no le atraían de una manera particular las mujeres. Era un soltero convencido, que encontraba la vida y sus incidencias demasiado absorbentes para dedicar toda su atención al serio problema del matrimonio, o a contraer responsabilidades e intereses que podían distraerle de lo que para él era el juego principal. Sin embargo, tendría que ser un hombre de piedra para resistir la frescura, la belleza y la juventud de aquella esbelta chiquilla, el sonrosado y la blancura de su cutis, la viveza y la pasmosa sensación de vitalidad que producía su sola presencia.
—¿Cuál es el nombre más fantástico que ha oído usted en su vida? —preguntó Kara, riendo—. Se lo pregunto porque
miss
Holland y yo hemos estado discutiendo sobre una carta pidiendo dinero que me ha enviado un tal Maggie Goomer.
La muchacha sonrió ligeramente, y aquella sonrisa le pareció un paraíso a T. X.
—¿El nombre más fantástico? Pues yo creo que el más fantástico que he oído en mucho tiempo es Belinda Mary.
—Eso parece un nombre familiar —dijo Kara.
T. X. estaba mirando a la joven. Ella sostenía la mirada con cierta lánguida insolencia. Luego miró a su jefe, y salió de la habitación.
—Debería haberle presentado —dijo Kara—. Era mi secretaria,
miss
Holland. Bonita chica, ¿verdad?
—Mucho —contestó el detective, que había recobrado el habla.
—Me gusta rodearme de cosas bellas —dijo Kara, y la complacencia con que hizo esta observación molestó al detective más que cualquiera otra cosa de las que Kara pudiese haberle dicho hasta entonces.
El griego se acercó a la chimenea, abrió una caja de plata y ofreció un cigarrillo a su visitante.
—Es usted un hombre muy suspicaz,
mister
Meredith —dijo sonriendo.
—¿Suspicaz yo? —preguntó inocentemente T. X.
—Estoy seguro de que quiere usted fiscalizar el carácter de todas las personas que me rodean. No se quedará usted tranquilo hasta que conozca todos los antecedentes de mi cocinero, mi ayuda de cámara, mi secretaria...
El detective alzó la mano en gesto de burlona súplica.
—Perdone usted —dijo—. Confieso que es uno de mis puntos flacos; pero, en lo que se refiere a los asuntos domésticos de usted, mi intromisión no ha pasado de fiscalizar los antecedentes de su interesantísimo chofer.
El rostro de Kara se ensombreció, pero sólo momentáneamente.
—¡Ah! ¿Se refiere usted a Brown?
—No. Se hacía llamar Smith —corrigió T. X.—; pero no importa. Su verdadero nombre es Poropulos.
—¿Poropulos? Hace mucho tiempo que le despedí.
—Le jubiló usted con una pensión, según tengo entendido.
El griego le miró de hito en hito.
—Soy muy bueno con mis criados —dijo al cabo de una pausa, y luego cambió bruscamente de conversación—. ¿A qué buena suerte debo la visita de usted?
—Me pareció que podría usted hacerme un favor —contestó el detective, mirando con la mayor atención el cigarrillo que le había dado Kara.
—Tendré en ello un verdadero placer. Me temo que no ha sido usted muy perspicaz al no continuar lo que yo esperaba que hubiese madurado en una valiosa amistad, más valiosa para mí quizá que para usted —añadió el griego sonriendo.
—Es que soy un hombre tímido —replicó el irónico T. X.—, con tendencia a estimar por lo bajo mis atractivos sociales. Ahora he venido a verle porque usted conoce a todo el mundo. A propósito: ¿desde cuándo tiene usted a esa secretaria? —preguntó bruscamente.
Kara miró al techo en busca de inspiración.
—Desde hace cuatro meses; no, tres. Es una señorita muy eficaz, recomendada por una academia. No muy comunicativa, mejor educada que la mayor parte de las muchachas de su clase... Por ejemplo, habla y escribe corrientemente el griego moderno.
—Es un tesoro —insinuó T. X.
—Valiosísimo. Vive en Marylebone Road, ochenta y seis, A. No tiene amigos; pasa las veladas en su habitación, goza de gran respetabilidad y es algo fría en su actitud para con su jefe.
T. X. miró intencionadamente a su huésped.
—¿Para qué dice usted todo eso? —preguntó.
—Para ahorrarle la molestia de tener que descubrirlo —contestó el otro fríamente—. Esa insaciable curiosidad, que es una de las condiciones indispensables para su profesión, estoy seguro de que le impulsa a usted a investigaciones que realiza para su propia satisfacción personal.
T. X. sonrió.
—¿Me puedo sentar? —preguntó.
Kara le trajo rodando una butaca baja que había al otro extremo de la habitación, y T. X. se hundió en ella. Se echó atrás, cruzó las piernas, y durante un momento fue la personificación del bienestar.
—Creo que es usted un hombre muy inteligente,
mister
Kara.
—No tanto que llegue a adivinar el objeto de su visita.
—Pues, sencillamente, usted conoce a todo el mundo en Londres. Usted conoce, entre otras personas, a
lady
Bartholomew.
—En efecto, conozco muy bien a esa señora —contestó Kara con un apresuramiento que hizo sospechar a T. X que había adivinado el motivo de la visita.
—¿Tiene usted alguna idea de por qué
lady
Bartholomew ha salido de Londres en este momento determinado?
—¡Qué extraordinaria pregunta me hace usted! ¡Como si
lady
Bartholomew confiara sus planes a un hombre que apenas es para ella más que un conocido!
—Y sin embargo —replicó T. X. mirando el extremo encendido de su cigarrillo—, la conoce usted lo bastante para tener un pagaré firmado por ella.
—¿Un pagaré? —preguntó el griego.
Su tono era de involuntaria sorpresa, y T. X. se maldijo interiormente, porque en seguida vio una expresión de alivió en el rostro de Kara. El detective comprendió que había cometido un error, había hablado con demasiada claridad.
—Al decir pagaré —añadió en tono displicente, como si no diera importancia mayor al asunto—, me refiero, naturalmente, a las garantías que un deudor da invariablemente a la persona que le presta grandes cantidades de dinero.
Kara no contestó. Se levantó de su asiento, abrió el cajón de su mesa, cogió una llave y se la alargó a T. X.
—Aquí tiene usted la llave de mi caja —dijo serenamente—. Queda usted en libertad de registrar uno por uno todos los documentos que encuentre en ella, para buscar el pagaré que yo tenga de
lady
Bartholomew. Pero, mi querido señor —añadió en tono dolorido—, ¿es que me ha tomado usted por un prestamista?
—Nada más lejos de mi ánimo —protestó el detective.
Pero el otro parecía empeñado en hacerle tomar la llave.
—Me causará usted un verdadero placer si se convence por sus propios ojos. Creo que usted asocia la enfermedad de
lady
Bartholomew con algún horrible acto de usura por mi parte. ¿Quiere usted quedar convencido, y con ello hacerme un señaladísimo favor?
En aquella ocasión, cualquier hombre vulgar y probablemente también cualquier detective mediocre, habría dado la respuesta convencional obligada por la cortesía. Pero T. X. no era una persona vulgar. Tomó la llave y la hizo bailar en la palma de la mano.
—¿Es ésta la llave de la famosa caja de la alcoba? —preguntó con zumba. Kara le miró, sonriendo con igual burla.
—No es la caja que abrió usted en mi ausencia, en una ocasión memorable,
mister
Meredith. Como probablemente sabrá, he cambiado la caja. ¿Acaso ya no le interesa?
—Por el contrario —contestó T. X. con cachaza, levantándose de la butaca—, voy a poner a prueba su buena fe.
A guisa de respuesta, Kara se encaminó a la puerta.
—Yo le enseñaré el camino —dijo cortésmente. Precediendo a su huésped, el griego salió al pasillo y entró en la habitación del extremo. Era muy grande y recibía luz por una ventana protegida por gruesos barrotes. En la parrilla de la chimenea, ancha y alta, ardía un gran fuego, y la temperatura era demasiado elevada, a pesar de la frialdad del día. Cerca de los pies de la cama, incrustada en la pared, se veía la puerta verde de la caja.
—Ahí la tiene usted,
mister
Meredith —dijo Kara—. Todos los preciosos secretos de Remington Kara están ahí, a su disposición.
—Me temo que no voy a sacar nada en limpio —dijo T. X. sin hacer ademán de usar la llave.
—Esa es una opinión que comparto —dijo el griego con una sonrisa.
El detective alargó la llave a Kara.
—¿No abre usted la caja? —preguntó éste.
T. X. negó con la cabeza.
—Por lo que veo, la caja es de la marca Magnus; la llave que usted ha tenido la bondad de darme tiene escrita claramente la palabra «Chubb». Mi experiencia policíaca me ha enseñado que rara vez las llaves Chubb abren las cajas Magnus.
Kara lanzó una exclamación de disgusto.
—¡Qué estúpido soy! —dijo—. Sin embargo ahora recuerdo que mandé la llave a mi Banco antes de salir de Londres... He regresado esta mañana, ¿sabe usted? Ahora mismo mando a buscarla.