—¿Qué quería? —preguntó T. X.
—Dijo que acababa de enterarse de que
mister
Vassalaro había sido inquilino mío, y quería pagar todos los alquileres que hubiera atrasados.
—¿Qué clase de hombre era?
La breve descripción del casero hizo correr un escalofrío por la espalda del comisario.
—No diga usted más..., ¡Kara! —dijo, y juró largamente.
—¡A la plaza Cadogan! —ordenó.
A su llamada contestaron en seguida.
Mister
Kara no estaba en Londres; por supuesto, estaba ausente desde el sábado. Esto fue lo que explicó el criado, mirando con ojos suspicaces a sus visitantes, porque recordaba que su antecesor había perdido el empleo por confiar demasiado en un electricista
ful
. No sabia cuándo volvería
mister
Kara; lo mismo podía estar fuera mucho tiempo que poco. Lo mismo podía regresar aquella noche que no regresar hasta el día siguiente.
—Está usted malgastando su vida en este oficio —le dijo T. X. rencorosamente—. Ha nacido usted para adivino.
—Pues ya está visto —dijo cuando estuvieron nuevamente en el taxi—. Búsqueme el primer tren que salga para Tavistock por la mañana, y telegrafíe al hotel George para que tengan un automóvil esperándome.
—¿Por qué no ir esta noche? —insinuó Mansus—. Hay un tren que sale a las doce. Es algo lento, pero podemos estar allí a las seis o las siete de la mañana.
—Ya no hay tiempo, a menos que invente usted un método para llegar a la estación en cincuenta segundos.
A pesar de la hermosura del día, el viaje matinal al Devonshire fue muy desanimado. T. X. experimentaba la desagradable sensación de que algo penoso había ocurrido. Al pasar por los marjales, el fresco aire de la primavera le animó un poco.
Cuando bajaban por el valle del Dart, Mansus le tocó en el brazo.
—Mire eso —le dijo, señalando al cielo, donde, a una milla por encima de sus cabezas, un aeroplano de blancas alas, que no parecía mayor que una libélula distante, brillaba a la luz del sol.
—¡Caramba! —exclamó el comisario—. Excelente medio para que un hombre se fugue.
—Creo que es el único —contestó Mansus. Pocos minutos después, T. X. comprendió el significado del aeroplano cuando los detuvo un vigilante armado. Una simple ojeada a su carnet fue bastante para dejarlos libres.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Se ha fugado un preso.
—¿Se ha fugado... en aeroplano?
—No sé nada de aeroplanos, señor; lo único que sé es que se ha escapado un preso.
El automóvil llegó a la puerta del penal, y T. X. echó pie a tierra, seguido de su auxiliar. No tuvo dificultad en llegar hasta el despacho del gobernador, hombre grandemente contrariado, porque la fuga de un preso es un asunto muy serio.
El alto funcionario se disponía a dar rienda suelta a su mal humor, pero de nuevo el carnet mágico produjo un efecto calmante.
—Perdóneme usted si me nota irritado —explicó el gobernador—, pero es que uno de mis presos se ha fugado. Supongo que ya lo sabrá usted.
—Y me parece, señor, que otro de sus prisioneros va a salir de la cárcel —dijo T. X., que sentía un curioso respeto por la autoridad militar.
Sacó del bolsillo un documento que depositó sobre la mesa.
—Es la orden de libertad de Juan Lexman, condenado a quince años de presidio.
El gobernador examinó el documento.
—¡Fechado anoche! —exclamó, y lanzó un suspiro de alivio—. ¡Loado sea Dios! ¡Este es el hombre que se ha fugado!
Dos años después de los acontecimientos descritos en el capítulo anterior, a T. X., que volvía a Londres desde Bath, le llamó la atención un párrafo del
Morning Post.
Decía brevemente que
mister
Remington Kara, el influyente miembro de la colonia griega, había sido el invitado de honor en una cena de la Hellenic Society.
T. X. sólo había visto a Kara un momento después de aquella mañana trágica en que descubrió que no solamente su mejor amigo se había escapado del presidio de Dartmoor y desaparecido del mundo en el preciso momento en que se firmaba su libertad, sino que también la esposa de aquel amigo se había esfumado misteriosamente de la faz de la Tierra.
Al mismo tiempo, podía haber sido una mera coincidencia que Kara se hubiese ausentado de Londres para reaparecer al cabo de seis meses. Toda pregunta que se hizo referente al paradero de la infeliz pareja motivaba una suave expresión de ignorancia en la cara encantadora del griego.
Juan Lexman estaba en algún punto del globo ocultándose equivocadamente de la Justicia, y con él estaba su esposa. T. X. no albergaba la menor duda sobre que ésta era la solución del enigma. Había hecho publicar la noticia del perdón, y las circunstancias en que se había obtenido este perdón, y había además, redactado un aviso, que se publicó en los principales periódicos de todos los países europeos.
Se discutía entre los funcionarios judiciales si Juan Lexman era o no culpable del delito de fuga de la cárcel; pero esta posibilidad no le quitaba el sueño a T. X. Se habían examinado cuidadosamente las circunstancias que concurrieron en la fuga. Se había decretado la cesantía fulminante del vigilante responsable, que al poco tiempo compró una taberna en Falmouth por una cantidad que no dejó la menor duda en el ánimo de las autoridades sobre el hecho de que habían comprado su complicidad en una buena suma de dinero.
Pero ¿quién había movido los hilos de aquella fuga? ¿
Mister
Lexman o Kara?
No era posible relacionar a Kara con aquello. Se había seguido la pista de la camioneta hasta Exeter, donde la había alquilado «un señor de aspecto extranjero»; pero el chofer, quienquiera que fuera, había desaparecido. Una inspección en los hangares de Kara en Membley mostró que no se había tocado a sus dos monoplanos, y T. X. no pudo descubrir quién era el dueño del aeroplano que había volado sobre Dartmoor en la mañana fatal.
T. X. estaba desconcertado y algo divertido ante la obstinación de las autoridades en resistirse a creer que la fuga se había verificado por aquel medio. El detective recordaba todos los acontecimientos del proceso mientras contemplaba el paisaje retorcido, encuadrado por la ventanilla
Dejó el periódico, lanzando un ligero suspiro, apoyó los pies en el asiento de enfrente y se entregó a sus recuerdos. No tardó, sin embargo, en recoger el periódico, y buscó ociosamente algo que le interesara en el trayecto final entre Newbury y Londres. Pronto encontró un artículo a dos columnas, con el poco prometedor título de «La riqueza mineral de la Tierra de Fuego». Estaba escrito en estilo ameno y divulgador. Hablaba de aventuras en los pantanos de detrás de la bahía de San Sebastián, de viajes remontando el río Juárez Celman, de noches pasadas en bosques primitivos y selvas vírgenes, y terminaba con un informe geológico sobre el valor de la sienita, el pórfido y la traquita.
El artículo estaba firmado por «J. G.». Se decía de T. X. que su gran virtud era la curiosidad. Conocía al dedillo los nombres de todos los grandes exploradores y escritores viajeros, y por algún motivo que no pudo determinar, no logró identificar satisfactoriamente a aquel «J. G.» Por supuesto, sintió un absurdo deseo de traducir aquellas iniciales por el nombre de Jorge Grossmith. Su incapacidad para identificar al articulista le irritó, hasta el punto de que lo primero que hizo al llegar a su despacho fue telefonear a uno de los editores literarios del periódico, que él conocía.
—Eso no es de mi negociado —le contestó atentamente su amigo—, y, además, no es costumbre dar los nombres de nuestros colaboradores. Pero por tratarse de usted le diré que ese «J. G.» que tanto le ha intrigado es Jorge Gathercole, el conocido explorador a quien, en una de sus excursiones, un león devoró un brazo.
—¡Jorge Gathercole! —exclamó T. X.—. Muchas gracias. ¡Qué imbécil soy!
Aclarado este pequeño misterio, el joven comisario dedicó su atención a otro asunto. Resultaba que aquella mañana su trabajo consistía en administrar la fortuna de Juan Lexman.
Al desaparecer la pareja, él se había encargado de la administración de sus bienes. No le molestó descubrir que Lexman le había nombrado su ejecutor testamentario, porque ya había sido administrador del pequeño capital de su esposa.
Los ingresos habían aumentado considerablemente. Todas las ediciones de las novelas de Lexman que dormían en los sótanos de las librerías se agotaron rápidamente, vendiéndose como nunca, y el trabajo del administrador aumentó aún más por haber fallecido una tía de Gracia Lexman, dejando heredera de una fortuna considerable a «su desgraciada sobrina».
—Continuaré la administración durante otro año —contestó T. X. al procurador que había venido a verle aquella mañana—. Al terminar este plazo, acudiré al Juzgado para que me exima de este deber.
—¿Cree usted que volverán? —preguntó el procurador, hombre de edad y poca imaginación.
—¡Naturalmente que volverán! Todos los héroes de las novelas de Lexman vuelven, tarde o temprano. Se nos presentará en el momento oportuno y quedaremos debidamente emocionados.
El detective estaba seguro del regreso de Lexman. Era la suya una fe inquebrantable.
Igualmente confiaba en tener algún día a Kara entre sus manos.
Circulaban algunos rumores extravagantes referentes, al griego, pero resultaba difícil separarlos de las murmuraciones que, invariablemente, se ceban en las personas ricas y afortunadas.
Uno de ellos le atribuía el deseo de algo más que una jefatura albanesa, de la que era evidente que disfrutaba. Se hablaba de ambiciones más altas y más amplias. Aunque el padre de Kara había sido griego, era indudable que descendía en línea recta de uno de los antiguos Mprest, de Albania, que habían ejercido su breve autoridad sobre aquel turbulento país.
La pasión del hombre era el poder. Para conseguir este fin no perdonaba medio.
T. X. guardaba en su
bureau
cerrado un librito rojo con guardas de acero y triple cerradura, al que llamaba su
escandalarium
. En él escribía los trozos escogidos que no podían publicarse y que, a veces, ayudaban a un investigador proyectando una luz deslumbradora sobre algunos cabos sueltos de un problema. En realidad, el detective no desdeñaba ninguna fuente de información, y no sentía el menor escrúpulo en utilizar la compilación de aquel archivo algo caótico.
Los asuntos de Juan Lexman le hicieron acordarse de Kara y de la gran recepción de Kara. Mansus se encargaría de conseguir un informe taquigráfico de los discursos que se pronunciaran, y que por la noche estaría en manos del detective. Mansus no le diría que Kara estaba ayudando económicamente a algunas personas muy influyentes, que cierto subsecretario de Estado y otras muchas personas de viso habían sido salvados de la quiebra por muy oportunos adelantos que les había hecho
mister
Kara. Esto lo había sabido T. X. por fuentes a las que se podía calificar de cualquier cosa menos de poco fidedignas. Mansus conocía la existencia de la banca de
baccarat
establecida en la calle Albermale; pero no sabía que la neurótica esposa de un gran personaje, nada menos que el ministro de Justicia, era una asidua visitante de aquella chirlata, y había perdido en una noche la cantidad de seis mil libras.
Todo ello era sórdido; pero desgraciadamente, convencional, porque las personas que ocupan una posición elevada hacen cosas indignas siempre que medien el dinero o las mujeres; pero era necesario para la buena marcha de la sección que regentaba T. X. tener cuidadosamente catalogados los errores cometidos por los poderosos, por muy sórdidos y convencionales que fueran.
El ministro de Justicia era una persona muy importante, pues contaba con la amistad personal de la mitad de los monarcas de Europa. De hombre modesto, con dos o tres mil libras de ingreso al año, sin teorías políticas bien definidas, había sabido explotar la política y los partidos, llegando a ocupar una posición privilegiada en el mundo financiero y en el político. Aunque no siguió la política vocinglera del vicario de Bray, es un hecho que fácilmente puede confirmar el lector que conservó su cartera con cuatro gobiernos distintos, aunque la significación política de éstos fue diferente.
Lady
Bartholomew, la esposa de este adaptable ministro, acababa de salir para San Remo. Los periódicos anunciaron el viaje y hablaron vagamente de una enfermedad que impedía a la aristocrática dama cumplir sus deberes sociales.
El nombre de
lady
Bartholomew figuraba no una, sino muchas veces en el archivo secreto de T. X. Había varios hechos clarísimos y absolutamente incuestionables: que había nacido en 1874, que era la séptima hija del conde de Balmorley, que tenía una hija que atendía por el vago nombre de Belinda Mary, y todos los demás informes que un hombre podía obtener sin meterse en un lío.
Al refrescar su memoria con el librito rojo. T. X. se preguntaba qué inesperada tragedia había sacado de Londres a
lady
Bartholomew en plena
season
. La información que tenía de la dama casi le inducía a creer que, efectivamente, una enfermedad nerviosa había sido la causa de su partida repentina. Mandó a buscar a Mansus.
—Supongo que vería usted a
lady
Bartholomew en la estación de Charing Cross.
Mansus hizo un signo afirmativo.
—¿Iba sola?
—Iba con su doncella, pero nadie más. Me pareció que estaba enferma; al menos, tenía mala cara.
—Durante todos estos meses pasados ha tenido mala cara —dijo T. X. sin vestigio de simpatía—. ¿No se llevó también a Belinda Mary?
—¿Belinda Mary? —repitió despacio el inspector—. ¡Ah! ¿Se refiere usted a su hija? No; está en un colegio de Francia.
T. X. cerró de golpe el librito rojo, y lo colocó en su sitio en el
bureau
.
—Yo me pregunto de dónde demonios desentierra la gente nombres como este de Belinda Mary —murmuró—. Belinda Mary sugiere la idea de un animalillo salvaje..., ¡y Dios me perdone por hablar así de mis superiores! Pero ¿es que ha perdido usted algo?
Mansus estaba registrándose los bolsillos.
—Tomé unas notas sobre unas preguntas que tenía que hacerle a usted, una de ellas referente a
lady
Bartholomew. La he tenido en observación durante seis meses. ¿Quiere usted conservar la vigilancia?
T. X. reflexionó un momento, y luego movió la cabeza.