El misterio del cuarto amarillo (27 page)

Read El misterio del cuarto amarillo Online

Authors: Gastón Leroux

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: El misterio del cuarto amarillo
4.59Mb size Format: txt, pdf, ePub

Así habló el tío Bernier. Pero el juez de instrucción le respondió que, cuando estábamos en ese rincón del patio, la noche era muy oscura, ya que no habíamos podido distinguir el rostro del guardabosque y que, para reconocerlo, habíamos tenido que transportarlo al vestíbulo... El tío Bernier replicó que, si no hubiéramos visto "el otro cuerpo muerto o vivo", por lo menos le habríamos pasado por encima, tan estrecho es ese rincón del patio. Por último, éramos cinco, sin contar el cadáver, en ese costado del patio, y hubiera sido verdaderamente extraño que el otro cuerpo se nos escapara... La única puerta que daba a ese lugar era la de la habitación del guardabosque, y su puerta estaba cerrada. Encontramos la llave en el bolsillo del muerto...

De todos modos, como el razonamiento de Bernier, que a primera vista parecía lógico, implicaba decir que habíamos matado a disparos de armas de fuego a un hombre muerto de una cuchillada, el juez de instrucción no le prestó demasiada atención. Desde el mediodía, era evidente para todos que el magistrado estaba convencido de que habíamos dejado escapar al fugitivo y que habíamos encontrado un cadáver que nada tenía que ver con nuestro caso. Para él, el cadáver del guardabosque era otro asunto. Quería probarlo sin demorarse más, y es probable que este nuevo caso se correspondiera con ciertas ideas que, desde hacía varios días, se había formado sobre las costumbres del guardabosque, las personas que frecuentaba y la reciente aventura que tenía con la mujer del propietario de la Posada del Torreón, y corroborase también los informes que, seguramente, había recibido sobre las amenazas de muerte proferidas por el tío Mathieu contra el guardabosque, pues, a la una de la tarde, el tío Mathieu, a pesar de sus quejas de reumático y las protestas de su mujer, fue detenido y conducido a Corbeil con la debida escolta. Nada comprometedor se había descubierto en su casa, pero la conversación que mantuvo, la víspera, con unos carreteros que la repitieron, lo comprometió más que si hubieran encontrado en su jergón el cuchillo que había matado al Hombre Verde.

Estábamos allí, asombrados por semejante cantidad de acontecimientos tan terribles como inexplicables, cuando, para llevar al colmo la estupefacción de todos, vimos llegar al castillo a Frédéric Larsan, quien había partido de inmediato luego de ver al juez de instrucción y que volvía acompañado de un empleado del ferrocarril.

En ese momento estábamos en el vestíbulo con Arthur Rance, hablando de la culpabilidad y de la inocencia del tío Mathieu (en verdad, Arthur Rance y yo éramos los únicos que conversábamos, porque Rouletabille parecía haberse embarcado en algún sueño lejano y no se ocupaba para nada de lo que decíamos). El juez de instrucción y su secretario se encontraban en el saloncito verde, adonde Robert Darzac nos había conducido cuando llegamos por primera vez al Glandier. El tío Jacques, llamado por el juez, acababa de entrar en el saloncito; Robert Darzac estaba arriba, en el cuarto de la señorita Stangerson, con el señor Stangerson y los médicos. Frédéric Larsan entró en el vestíbulo con el empleado del ferrocarril. Rouletabille y yo reconocimos de inmediato a ese empleado de barbita rubia.

–¡Mire! ¡El empleado de Épinay-sur-Orge! – grité, y miré a Frédéric Larsan, quien respondió sonriendo:

–Sí, sí, tiene razón, es el empleado de Épinay-sur-Orge.

Tras lo cual, Fred se hizo anunciar al juez de instrucción por el gendarme que estaba en la puerta del salón. De inmediato salió el tío Jacques, e hicieron entrar a Frédéric Larsan y al empleado. Pasaron unos instantes, diez minutos tal vez. Rouletabille estaba muy impaciente. La puerta del saloncito volvió a abrirse; el gendarme, llamado por el juez de instrucción, entró en el salón, salió, subió la escalera y volvió a bajarla. Abrió nuevamente entonces la puerta del salón y, sin cerrarla, le dijo al juez de instrucción:

–Señor juez, ¡el señor Robert Darzac no quiere bajar!

–¡Cómo! ¡No quiere!... -gritó el señor de Marquet.

–¡No! Dice que no puede dejar a la señorita Stangerson en el estado en que se encuentra...

–Está bien -dijo el señor de Marquet-, ya que no viene a nosotros, iremos a él...

De Marquet y el gendarme subieron; el juez de instrucción le hizo señas a Frédéric Larsan y al empleado del ferrocarril de que los siguieran. Rouletabille y yo cerrábamos la marcha.

Llegamos así a la galería, frente a la puerta de la antecámara de la señorita Stangerson. El señor de Marquet golpeó a la puerta. Apareció una doncella. Era Sylvie, una mucamita cuyos cabellos rubios descoloridos caían en desorden sobre un rostro consternado.

–¿Está allí el señor Stangerson? – preguntó el juez de instrucción.

–Sí, señor.

–Dígale que deseo hablarle.

Sylvie fue a buscar al señor Stangerson.

El sabio vino hacia nosotros; lloraba y daba pena verlo.

–¿Qué más quiere usted de mí? – le preguntó al juez. ¡No podría, señor, dejarme tranquilo en un momento como este!

–Señor -dijo el juez-, es absolutamente necesario que tenga de inmediato una conversación con Robert Darzac. ¿No podría usted convencerlo de que dejara los aposentos de la señorita Stangerson? Si no es así, me vería en la necesidad de franquear el umbral con todo el aparato de la justicia.

El profesor no respondió; miró al juez, al gendarme y a todos los que los acompañaban como una víctima mira a sus verdugos, y volvió a entrar en el cuarto.

De inmediato salió Robert Darzac. Estaba muy pálido y descompuesto, pero, cuando el desdichado vio detrás de Frédéric Larsan al empleado del ferrocarril, su rostro se descompuso todavía más, sus ojos se extraviaron y no pudo contener un sordo gemido.

Todos habíamos percibido la transformación trágica de esa fisonomía doliente. No pudimos impedir que se nos escapara una exclamación de pena. Sentimos que ocurría algo definitivo que decidía la condena de Robert Darzac. Sólo Frédéric Larsan tenía el rostro resplandeciente y demostraba la alegría de un perro de caza que por fin se ha apoderado de su presa.

El señor de Marquet le señaló a Darzac al joven empleado de barbita rubia y dijo:

–¿Reconoce al señor?

–Lo reconozco -dijo Robert Darzac con una voz que en vano intentaba que sonara firme. Es un empleado del Orleans en la estación de Épinay-sur-Orge.

–Este joven -continuó de Marquet-, afirma que lo vio descender del tren en Épinay...

–Anoche -completó la frase Darzac- a las diez y media... ¡Es verdad!...

Hubo un silencio.

–Señor Darzac -prosiguió el juez de instrucción en un tono embargado de conmovedora emoción-, señor Darzac, ¿qué vino a hacer anoche a Épinay-sur-Orge, a unos kilómetros del lugar donde intentaban asesinar a la señorita Stangerson?...

Darzac se calló. No bajó la cabeza, pero cerró los ojos, ya sea porque quiso disimular su dolor, ya sea porque temió que se pudiera leer en su mirada algo de su secreto.

–Señor Darzac... -insistió el señor de Marquet-, ¿podría usted decirme cómo empleó su tiempo anoche?

Darzac reabrió los ojos. Parecía haber reconquistado todo su dominio de sí.

–¡No, señor!...

–Reflexione, señor, porque me veré en la necesidad, si persiste en su extraña negativa, de ponerlo a mi disposición.

–Me niego...

–¡Señor Darzac! ¡Queda detenido en nombre de la ley!...

El juez no había terminado de pronunciar esas palabras cuando vi a Rouletabille hacer un movimiento brusco hacia Darzac. Sin duda iba a hablar, pero este último, con un gesto, le cerró la boca... Por lo demás, el gendarme se acercaba ya a su prisionero... En ese momento se oyó un llamado desesperado:

–¡Robert!... ¡Robert!...

Reconocimos la voz de la señorita Stangerson y, ante ese acento de dolor, ni uno solo de nosotros dejó de estremecerse. Esta vez, el propio Larsan palideció. En cuanto al señor Darzac, ya se había precipitado en la habitación, en respuesta al llamado...

El juez, el gendarme y Larsan entraron detrás de él; Rouletabille y yo nos quedamos en el umbral de la puerta. El espectáculo era desgarrador: la señorita Stangerson, cuyo rostro tenía la palidez de la muerte, se había incorporado en la cama a pesar de los dos médicos y de su padre... Tendía sus brazos temblorosos hacia Robert Darzac, a quien Larsan y el gendarme habían sujetado... Sus ojos estaban abiertos de par en par..., veía... comprendía... Su boca pareció murmurar una palabra..., una palabra que expiró entre sus labios exangües..., una palabra que nadie oyó... Y cayó desvanecida... Sacaron rápidamente a Darzac fuera del cuarto... Mientras esperábamos un coche que Larsan había ido a buscar, nos detuvimos en el vestíbulo. A todos nos embargaba una extrema emoción. A de Marquet se le saltaban las lágrimas. Rouletabille aprovechó ese momento de enternecimiento general para decirle al señor Darzac:

–¿No se defenderá?

–¡No! – replicó el prisionero.

–Yo lo defenderé, señor...

–No puede -afirmó el desdichado con una débil sonrisa. ¡Lo que la señorita Stangerson y yo no pudimos hacer, no lo hará usted!

–Sí, lo haré.

La voz de Rouletabille era extrañamente calma y confiada.

Prosiguió:

–Lo haré, señor Robert Darzac, porque ¡yo sé mucho más que usted!

–¡No diga pavadas! – murmuró Darzac casi con rabia.

–¡Oh! ¡Quédese tranquilo, no sabré nada más que lo que sea útil para salvarlo!

–No hay nada que saber, joven..., si quiere merecer mi gratitud.

Rouletabille sacudió la cabeza. Se acercó mucho, mucho a Darzac.

–Escuche lo que voy a decirle -dijo en voz baja-, y espero que le dé confianza. Usted no sabe más que el nombre del asesino; la señorita Stangerson sólo conoce la mitad del asesino, pero yo, ¡yo conozco sus dos mitades, yo conozco al asesino entero!...

Robert Darzac abrió unos ojos que testimoniaban que no comprendía una palabra de lo que acababa de decirle Rouletabille. Entre tanto, llegó el coche conducido por Frédéric Larsan. Hicieron subir a Darzac y al gendarme. Larsan se quedó en el pescante. Llevaron al prisionero a Corbeil.

[79]
El patio de honor es el espacio abierto que se ubica en da entrada principal de dos castillos. Allí se detenían y estacionaban dos coches, se recibía a dos invitados (por eso, patio de honor) y por él se accedía a da escalera principal.

[80]
El paquete está envuelto en tela de sarga, cuyo tejido forma unas líneas diagonales.

25. ROULETABILLE SE VA DE VIAJE

Esa misma tarde, Rouletabille y yo dejamos el Glandier. Nos sentíamos felices: ese lugar no tenía nada que pudiera seguir reteniéndonos. Declaré que renunciaba a develar tantos misterios y Rouletabille, dándome una palmada amistosa en el hombro, me confió que no había nada más que averiguar en el Glandier, pues el Glandier le había mostrado todo. Llegamos a París alrededor de las ocho. Cenamos rápidamente y después, cansados, nos separamos, citándonos en mi casa para la mañana siguiente. A la hora acordada, Rouletabille entró en mi habitación. Llevaba un traje a cuadros de paño inglés, un abrigo en el brazo, un sombrero en la cabeza y un bolso en la mano. Me dijo que se iba de viaje.

–¿Cuánto tiempo estará ausente? – le pregunté.

–Uno o dos meses -dijo-, depende...

No me atreví a interrogarlo.

–¿Sabe usted -me dijo- cuál es la palabra que la señorita Stangerson pronunció ayer antes de desvanecerse..., mirando al señor Robert Darzac?...

–No, nadie la oyó...

–¡Sí! – replicó Rouletabille-, ¡yo! Ella le dijo: "habla".

–Y el señor Darzac hablará?

–Jamás!

Hubiera querido prolongar la conversación, pero me estrechó con fuerza la mano, me deseó buena suerte y no tuve tiempo más que para preguntarle:

–¿No tiene ningún temor de que durante su ausencia se cometan nuevos atentados?...

–No temo nada más de ese tipo -dijo él-, desde el momento en que el señor Darzac está en la cárcel.

Tras esta extraña manifestación, me dejó. No iba a volver a verlo hasta el proceso de Darzac en la Audiencia, cuando compareció ante el tribunal para explicar lo inexplicable.

26. DONDE SE ESPERA CON IMPACIENCIA A JOSEPH ROULETABILLE

El 15 de enero siguiente, es decir, dos meses y medio después de los acontecimientos trágicos que acabo de contar, L´Époque publicó, en la primera columna de la primera plana, este sensacional artículo:

El jurado de Seine-et-Oise ha sido convocado hoy para juzgar uno de los casos más misteriosos que se hayan registrado en los anales judiciales. Nunca proceso alguno ha presentado tantos puntos oscuros, incomprensibles, inexplicables. Y sin embargo, la acusación no ha dudado un instante en hacer sentar en el banquillo de los acusados a un hombre respetado, estimado, amado por todos los que lo conocen, un joven sabio, esperanza de la ciencia francesa, cuya existencia entera ha sido un modelo de trabajo y de probidad. Cuando París conoció el arresto del señor Robert Darzac, un grito unánime de protesta se elevó en todas partes. La Sorbona entera, deshonrada por el gesto inaudito del juez de instrucción, proclamó su fe en la inocencia del prometido de la señorita Stangerson. El propio señor Stangerson denunció abiertamente el error en el que había incurrido la justicia y nadie duda que, si la víctima pudiera hablar, vendría a reivindicar ante los doce jurados al hombre que quería convertir en su esposo y que la fiscalía quiere enviar al cadalso. Esperemos que, un día no muy lejano, la señorita Stangerson recupere la razón, que momentáneamente ha naufragado en el horrible misterio del Glandier. ¿Quieren que ella vuelva a perderla cuando se entere de que el hombre que ama ha muerto a manos del verdugo? Esta pregunta va dirigida al jurado con el cual nos proponemos hablar hoy mismo.

Estamos decididos, en efecto, no permitir que doce persona! honradas cometan un abominable error judicial. Por cierto, las coincidencias terribles, las huellas acusadoras, un silencio inexplicable por parte del acusado, un empleo enigmático del tiempo y la ausencia de toda coartada han podido determinar la convicción del fiscal, el cual, tras haber buscado en vano la verdad en otra parte, se decidió a encontrarla allí. Los cargos, en apariencia, son tan abrumadores para el señor Robert Darzac, que es preciso excusar que incluso un policía tan astuto, tan inteligente y generalmente tan acertado como el señor Frédéric Larsan se haya dejado cegar por ellos. Hasta ahora, todo ha coincidido en acusar al señor Robert Darzac ante la instrucción; hoy, nosotros vamos a defenderlo ante el jurado y llevaremos al tribunal una luz tal, que todo el misterio del Glandier se iluminará. Porque poseemos la verdad.

Other books

The Primal Connection by Alexander Dregon
Corkscrew and Other Stories by Dashiell Hammett
Mine: The Arrival by Brett Battles
Minion by L. A. Banks
The Paradise War by Stephen R. Lawhead
Mark of the Hunter by Charles G. West
A Fatal Inversion by Ruth Rendell
The Spinster's Secret by Emily Larkin