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Authors: Matthew G. Lewis

El monje (10 page)

BOOK: El monje
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Matilde pareció sentirse confundida. Se quedó inmóvil, y se apoyó en su instrumento. Tenía los ojos fijos en el suelo, y sus blancas mejillas se habían teñido de rubor. Al recobrarse, su primer movimiento fue ocultar su semblante. Luego, con voz turbada e insegura, se aventuró a decir estas palabras al fraile:

—El azar ha hecho que descubráis un secreto que sólo habría revelado yo en mi lecho de muerte. Sí, Ambrosio: en Matilde de Villanegas tenéis el original de vuestra amada imagen de la Virgen. Poco después de concebir mi desventurada pasión, se me ocurrió la idea de enviaros mi retrato: una multitud de admiradores me habían convencido de que yo poseía alguna belleza, y estaba deseosa de saber qué efecto podría producir en vos. Mandé pintar mi retrato a Martín Galuppi, célebre pintor veneciano que por entonces residía en Madrid. El parecido que sacó fue asombroso. Lo envié a la abadía de capuchinos como para venderlo, y el judío a quien se lo comprasteis era uno de mis emisarios. Porque lo comprasteis vos. Juzgad mi entusiasmo cuando me informaron que lo habíais contemplado con admiración, o más bien con adoración; que lo habíais colgado en vuestra celda, y que no dirigíais vuestras súplicas a ningún otro santo. ¿Me hará este descubrimiento, aún más, objeto de sospecha? Sin embargo, debería convenceros de la pureza de mi afecto, y moveros a concederme vuestra compañía y estima. Os he oído diariamente entonar las alabanzas de mi retrato, he sido testigo ocular de los transportes que su belleza produce en vos; sin embargo, no he querido emplear esas armas, que vos mismo me habéis proporcionado, contra vuestra virtud. Oculté a vuestros ojos aquellos rasgos que vos amabais inconscientemente. Procuré no excitar deseo alguno mostrando mis encantos, y haciéndome dueña de vuestro corazón por medio de vuestros sentidos. Mi único objetivo era atraer vuestra atención atendiendo asiduamente a los deberes religiosos, ganar vuestra estima convenciéndoos de que mi propósito era virtuoso y mi devoción sincera. Lo conseguí: me convertí en vuestro compañero y vuestro amigo. Oculté mi sexo a vuestro conocimiento, y de no haberme asaltado el temor de ser descubierta, jamás me habríais conocido más que como Rosario. ¿Y aún estáis decidido a echarme de vuestro lado? ¿No me permitís que pase en vuestra compañía las pocas horas que me quedan? ¡Oh, hablad, Ambrosio, y decidme que puedo quedarme!

Este discurso dio ocasión al abad para recobrarse. Se daba cuenta de que, en la presente disposición de ánimo, la única escapatoria frente al poder de aquella encantadora mujer era evitar su compañía.

—Vuestra declaración me ha dejado tan asombrado —dijo—, que en este instante me siento incapaz de contestaros. No insistáis en que os dé una respuesta, Matilde; dejadme ahora. Necesito estar solo.

—Os obedezco; pero antes de irme, prometedme no insistir en que abandone la abadía inmediatamente.

—Matilde, pensad en vuestra situación; pensad en las consecuencias si os quedáis. Nuestra separación es indispensable, y así ha de ser.

—¡Pero hoy no, padre! ¡Oh! ¡Por compasión, hoy no!

—Me presionáis demasiado, pero no puedo resistirme a ese tono de súplica: accedo a que os quedéis aquí el tiempo suficiente para preparar de algún modo vuestra marcha ante los hermanos. Os quedaréis dos días; pero al tercero... —suspiró involuntariamente—. Recordad que al tercero deberéis marcharos para siempre.

Matilde le cogió la mano con vehemencia y posó en ella sus labios.

—¿Al tercero? —exclamó con aire de extraviada solemnidad—. ¡Tenéis razón, padre! ¡Tenéis razón! ¡Al tercer día tendremos que separarnos para siempre!

Una espantosa expresión relampagueó en sus ojos, al pronunciar estas palabras, que llenó de horror el alma del fraile. Besó ella su mano otra vez y salió rápidamente de la cámara.

Deseoso de autorizar la presencia de tan peligrosa huésped, y consciente no obstante de que su permanencia infringía las reglas de su orden, el pecho de Ambrosio se convirtió en escenario de batalla de mil encontradas pasiones. Por último, su afecto por el fingido Rosario, ayudado por el ardor natural de su carácter, pareció inclinar la victoria de su parte. El éxito estuvo asegurado cuando la presunción que constituía el fundamento de su carácter acudió en auxilio de Matilde. El monje consideró que vencer la tentación suponía un mérito infinitamente mayor que evitarla. Pensó que más bien debía alegrarse de la ocasión que se le brindaba de probar la firmeza de su virtud. San Antonio había resistido a todas las seducciones de la concupiscencia; ¿por qué no podía él? Además, San Antonio fue tentado por el diablo, que puso en práctica todas sus artes para excitar sus pasiones, mientras que el peligro de Ambrosio provenía de una mera mujer mortal, temerosa y modesta, cuyo temor a la caída era no menos violento que el suyo propio.

«Sí —se dijo—; la desventurada se quedará. No tengo nada que temer de su presencia. Aun cuando resultase ser yo demasiado débil para resistir la tentación, estoy a salvo del peligro, merced a la inocencia de Matilde.»

Ambrosio debería haber sabido que, para un corazón inexperto, el vicio es siempre más peligroso cuando se oculta tras la máscara de la virtud.

Se sintió tan perfectamente recuperado que cuando el padre Pablos le visitó otra vez por la noche, le pidió permiso para abandonar su aposento al día siguiente. Le fue concedida su petición. Matilde no volvió a aparecer más esa tarde, salvo en compañía de los monjes, cuando entraron todos juntos a interesarse por la salud del abad. Parecía temer conversar con él en privado, y sólo permaneció unos minutos en la habitación. El fraile durmió bien. Pero se repitieron los sueños de la noche anterior, y sus sensaciones de voluptuosidad se hicieron aún más agudas e intensas. Ante él flotaron las mismas visiones voluptuosas: Matilde, con todo el esplendor de su belleza, se abrazaba a su pecho y le prodigaba las más ardientes caricias. El le correspondía con la misma ansiedad, y ya estaba a punto de satisfacer sus deseos, cuando la pérfida figura desapareció, dejándole sumido en todos los horrores de la vergüenza y la decepción.

Despuntó el día. Cansado, abrumado y exhausto por estos sueños provocativos, no se sintió con ánimos de abandonar la cama. Se excusó de asistir a los maitines. Era la primera vez en su vida que faltaba. Se levantó tarde. En todo el día no tuvo ocasión de hablar con Matilde sin testigos. Su celda estaba constantemente llena de monjes deseosos de expresarle su preocupación por su salud; y aún andaba ocupado en recibir sus congratulaciones por su recuperación, cuando la campana los llamó a todos al refectorio.

Después de comer, los monjes se separaron y se dispersaron por el jardín, buscando un sitio donde la sombra de los árboles o el retiro de alguna gruta les ofreciese el más agradable medio de dormir la siesta. El abad encaminó sus pasos hacia la ermita, invitando a Matilde con una mirada a que le acompañase. Obedeció ella, y le siguió en silencio. Entraron en la gruta y se sentaron. Ninguno de los dos parecía deseoso de iniciar la conversación, y se debatían bajo la influencia del mutuo embarazo. Por último, habló el abad: se limitó a comentar cosas indiferentes, y Matilde le contestó en el mismo tono. Parecía deseosa de hacerle olvidar que la persona que estaba sentada a su lado era otra que Rosario. Ninguno de los dos se atrevía ni deseaba tampoco hacer alusión al tema que más presente estaba en sus corazones.

Los esfuerzos de Matilde por parecer alegre eran evidentemente dificultosos. Tenía el ánimo oprimido por el peso de la ansiedad, y cuando hablaba, su voz era desmayada y débil. Parecía deseosa de terminar una conversación que la aturdía; y quejándose de que no se sentía bien, pidió permiso a Ambrosio para regresar a la abadía. Éste la acompañó hasta la puerta de la celda; y cuando llegaron, el abad la detuvo para comunicarle que le daba permiso para que siguiese compartiendo su soledad el tiempo que ella gustase.

Pero ella no dio muestra alguna de alegría ante esta noticia, a pesar de que el día anterior había estado tan deseosa de conseguir tal permiso.

—¡Ay, padre! —dijo, moviendo la cabeza tristemente—. ¡Vuestra bondad llega demasiado tarde! Mi última hora está señalada. Debemos separarnos para siempre. ¡Sin embargo, creed que agradezco vuestra generosidad, y vuestra compasión, por una desventurada que tan poco la merece!

Se llevó el pañuelo a los ojos. Tenía la cogulla sólo medio echada sobre la cara. Ambrosio observó que estaba pálida, y con los ojos cargados y hundidos.

—¡Válgame Dios! —exclamó—. ¡Estáis muy enferma, Matilde! Voy a llamar inmediatamente al padre Pablos.

—No; no lo hagáis. Estoy enferma, es cierto. Pero él no puede curar mi enfermedad. ¡Adiós, padre! Recordadme en vuestras oraciones mañana; mientras, ¡yo os recordaré en el cielo!

Entró en la celda y cerró la puerta.

El abad le envió el médico sin perder un instante, y aguardó impaciente el diagnóstico. Pero el padre Pablos regresó en seguida y declaró que había sido en balde. Rosario se negaba a dejarle entrar y rechazaba sus ofrecimientos de ayuda. No fue pequeña la desazón que esta información produjo a Ambrosio. Sin embargo, decidió dejar que Matilde pasase la noche como deseaba; aunque, si su estado no había mejorado por la mañana, insistiría en que la reconociese el padre Pablos.

No sentía deseos de dormir. Abrió la ventana y se puso a contemplar los rayos de la luna que jugaban sobre el pequeño riachuelo cuyas aguas bañaban los muros del monasterio. El frescor de la brisa y la tranquilidad de la hora infundieron en el ánimo del fraile una vaga tristeza. Pensó en la belleza y el afecto de Matilde, en los placeres que podía haber compartido con ella, de no haberse encontrado sujeto por los grillos monásticos. Pensó que al carecer de esperanza, el amor de ella acabaría por sucumbir; que sin duda lograría apagar su pasión y buscaría la felicidad en los brazos de otro más afortunado. Se estremeció ante el vacío que la ausencia de Matilde dejaría en su corazón. Consideró con disgusto la monotonía del convento, y exhaló un suspiro al pensar en el mundo, del que se hallaba separado para siempre. Una llamada en la puerta le interrumpió todas estas reflexiones. La campana de la iglesia había dado ya las dos. El abad corrió a averiguar la causa de esta intromisión. Abrió la puerta, y entró un hermano lego, cuyo semblante denotaba agitación y premura.

—¡Apresuraos, reverendo padre! —dijo—. Corred a la celda del joven Rosario. No para de insistir en que quiere veros. Está a punto de morir.

—¡Dios misericordioso! ¿Dónde está el padre Pablos? ¿Por qué no está con él? ¡Oh, tengo miedo! ¡Tengo miedo!

—El padre Pablos le ha visto ya, pero su arte no puede hacer nada. Dice que sospecha que el joven está envenenado.

—¿Envenenado? ¡Oh! ¡El desventurado! ¡Entonces es lo que yo me sospechaba! Pero no perdamos un instante. ¡Quizá aún haya tiempo de salvarle!

Echó a correr hacia la celda del novicio. Había ya varios monjes en su cámara. El padre Pablos era uno de ellos, y sostenía una medicina en la mano, la cual trataban de persuadir a Rosario que se tomase; los demás estaban ocupados en admirar el divino semblante del paciente, que ahora veían por primera vez. Su expresión era más encantadora que nunca. Ya no estaba pálido ni lánguido. Un vivo rubor se había extendido por sus mejillas; sus ojos brillaban con una alegría serena, y su gesto expresaba confianza y resignación.

—¡Oh, no me atormentéis más! —estaba diciendo a Pablos, cuando entró el aterrado abad en la celda—; mi enfermedad está mucho más allá del alcance de vuestra habilidad, y no deseo que me curéis de ella. —Luego, al ver a Ambrosio, exclamó—: ¡Ah! ¡Aquí está! ¡Por fin le veo otra vez, antes de partir para siempre! Dejadme, hermanos; es mucho lo que tengo que contar en privado a este hombre santo.

Los monjes se retiraron inmediatamente, y Matilde y el abad se quedaron solos.

—¿Qué habéis hecho, imprudente mujer? —exclamó éste, tan pronto como se hubieron marchado todos—. Decidme, ¿son ciertas mis sospechas? ¿Voy a perderos efectivamente? ¿Ha sido vuestra mano el instrumento de vuestra destrucción?

Ella sonrió y le cogió la mano.

—¿En qué he sido imprudente, padre? He sacrificado un guijarro para salvar un diamante. Mi muerte preserva una vida valiosa para el mundo, y más querida para mí que la mía propia. Sí, padre: me he envenenado. Pero sabed que este veneno circuló antes por vuestras venas.

—¡Matilde!

—Como os digo, estaba dispuesta a no revelároslo más que en el lecho de muerte. Ahora, ha llegado ese momento. No podéis haber olvidado el día en que os mordió el cientipedoro. El médico os desahució, declarándose impotente para extraer el veneno. Yo sabía un medio, y no vacilé un instante en emplearlo. Me dejaron sola con vos: vos dormíais. Os quité la venda de la mano; besé la herida, y extraje la ponzoña con mis labios. El efecto ha sido más rápido de lo que yo esperaba. Siento la muerte en mi corazón. Antes de una hora, habré pasado a un mundo mejor.

—¡Dios todopoderoso! —exclamó el abad, y se dejó caer casi exánime en la cama.

Unos minutos después, se levantó de pronto, y se quedó mirando a Matilde con todo el extravío de la desesperación.

—¡Os habéis sacrificado por mí! ¡Vais a morir, a morir por haber salvado a Ambrosio! ¿Pero no existe un remedio, Matilde? ¿No existe ninguna esperanza? ¡Decidme! ¡Oh! ¡Decídmelo! ¡Decidme que aún hay un medio de salvaros!

—¡Consolaos, mi único amigo! Sí, aún tengo en mi poder un medio de salvarme. Pero es un medio que no me atrevo a emplear. ¡Es peligroso! ¡Es terrible! Sería comprar mi vida a un precio demasiado caro..., a menos que se me permitiese vivir para vos.

—¡Entonces, vivid para mí, Matilde, para mí y mi gratitud! —Le cogió la mano, y se la llevó arrebatadamente a los labios—. Recordad nuestras últimas conversaciones; pues bien, ahora accedo a todo. Recordad con qué vívidos colores me describisteis la unión de las almas; que sean las nuestras las que realicen esa idea. Olvidemos las distinciones de los sexos, despreciemos los prejuicios del mundo, y considerémonos el uno al otro tan sólo como hermanos y amigos. ¡Vivid, pues, Matilde! ¡Oh! ¡Vivid para mí!

—¡Ambrosio, eso no puede ser! Cuando yo pensaba así, os engañaba y me engañaba a mí misma. O muero ahora mismo, o me matarán los interminables tormentos del deseo insatisfecho. ¡Oh!, desde nuestra última conversación, se ha rasgado el velo espantoso que tenía delante de los ojos. No os amo ya con la devoción que se tributa a un santo; ya no os aprecio por las virtudes de vuestra alma: lo que anhelo es el goce de vuestra persona. En mi pecho domina la mujer, y me he convertido en presa de las más violentas pasiones. ¡Fuera la amistad, que es palabra fría e insensible! Mi pecho arde de amor, de incontenible amor, y sólo el amor puede aplacarlo. ¡Temblad, pues, Ambrosio, temblad, si son escuchadas vuestras súplicas! Si vivo, vuestra fidelidad, vuestra reputación, la recompensa por vuestra vida de sufrimientos, todo cuanto estimáis, se habrá perdido irremediablemente. Ya no seré capaz de combatir mis pasiones, aprovecharé cualquier ocasión para excitar vuestros deseos, y me esforzaré en labrar vuestra deshonra y la mía. ¡No, no, Ambrosio! ¡Ya no puedo vivir! Estoy cada vez más convencida de que no tengo más que una alternativa; siento con cada latido que debo gozar de vos, o morir.

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