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Authors: Matthew G. Lewis

El monje (12 page)

BOOK: El monje
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Afortunadamente, según entonces me pareció, se me: presentó la ocasión de pasar la noche más agradablemente de lo que yo esperaba. Al mencionar mi deseo de continuar solo hasta Estrasburgo, el postillón movió la cabeza con desaprobación.

—Es demasiada distancia —dijo—; os será difícil llegar sin un guía. Además,
monsieur
no parece acostumbrado a los rigores de esta época, y es posible que no pueda soportar el frío excesivo...

—¿Por qué me ponéis todas esas objeciones? —dije, interrumpiéndole impaciente—; no tengo otra solución: aún sería mayor el riesgo de perecer de frío si pasamos la noche en el bosque.

—¿Pasar la noche en el bosque? —replicó—. ¡Uh, por Saint Denis! No estamos en un trance tan apurado, por ahora. Si no me equivoco, nos encontramos a menos de cinco minutos de la cabaña de mi viejo amigo Baptiste. Es leñador, y persona muy honrada. No dudo que os cobijará por esta noche con mucho gusto. Entretanto, puedo coger el caballo ensillado e ir a Estrasburgo y volver con gente que pueda reparar vuestro carruaje al amanecer.

—¡En nombre de Dios! —dije yo—, ¿cómo me habéis tenido tanto tiempo en suspenso? ¿Por qué no me habéis hablado antes de esa cabaña? ¡Qué estupidez!

—Creí que quizá
monsieur
no se dignaría aceptar...

—¡Absurdo! ¡Vamos, vamos! No hablemos más; conducidnos sin demora a casa de ese leñador.

Obedeció, y emprendimos el camino: los caballos tiraban con dificultad del estropeado vehículo, detrás de nosotros. Mi criado se había quedado casi sin habla, y yo empecé a sentir los efectos del frío antes de llegar a la deseada cabaña. Era una construcción pequeña aunque aseada. Al acercarnos, me alegró observar a través de las ventanas un fuego reconfortante. Nuestro conductor llamó a la puerta. Transcurrió un rato antes de obtener respuesta. La gente del interior pareció dudar si admitirnos o no.

—¡Vamos! ¡Vamos, amigo Baptiste! —gritó el conductor con impaciencia—. ¿Qué os pasa? ¿Estáis dormido? ¿O es que queréis negarle cobijo por una noche a un caballero cuyo coche acaba de averiarse en el bosque?

—¡Ah! ¿Sois vos, mi buen Claude? —replicó una voz de hombre en el interior—. Aguardad un momento, y os abriré la puerta.

Poco después descorrieron los cerrojos. Se abrió la puerta y apareció ante nosotros un hombre con una lámpara en la mano. Dio al conductor una efusiva acogida, y luego se dirigió a mí.

—Entrad, señor; entrad y sed bien venido. Excusadme por no haberos abierto antes. Pero hay tantos salteadores por estos lugares, que de no ser por vuestro aspecto, os habría podido tomar por uno de ellos.

Diciendo esto, me condujo a la habitación donde yo había visto el fuego. Inmediatamente, me acomodé en una silla que había cerca de la chimenea. Una mujer, que supuse sería esposa de mi anfitrión, se levantó de su asiento al entrar yo y me acogió con una leve y fría reverencia. No contestó a mi saludo, sino que volvió a sentarse inmediatamente y prosiguió la labor en la que estaba ocupada. La actitud de su marido era amistosa en la misma medida que la de ella era seca y desabrida.

—Desearía poder ofreceros un alojamiento más cómodo,
monsieur
—dijo—; pero no podernos presumir de tener demasiado espacio en esta choza. Sin embargo, creo que podré cederos un aposento a vos, y otro a vuestro criado. Tendréis que conformaros con una modesta cena; pero cuanto tenemos, creedme, os lo ofrecemos de corazón. —Luego, volviéndose a su mujer—: ¡Cómo, cómo es que sigues sentada ahí, Marguerite, con toda tranquilidad, como si no hubiese nada que hacer! ¡Muévete, mujer! ¡Muévete! Haz algo de cenar; pon sábanas limpias. Vamos, vamos; echa unos troncos al fuego. El caballero parece muerto de frío.

La mujer arrojó su labor sobre la mesa y procedió a ejecutar las órdenes de su esposo con manifiesta desgana. Su semblante me había desagradado desde el primer momento. Sin embargo, en conjunto, sus facciones eran incuestionablemente hermosas; pero tenía la piel cetrina y el cuerpo flaco y endeble. Una expresión ceñuda y sombría contraía su rostro, confiriéndole tan elocuentes huellas de rencor y malquerencia, que no podían pasar inadvertidas ni al observador más distraído. Cada mirada o gesto suyo manifestaba disgusto e impaciencia, y la contestación que le dio a Baptiste cuando éste le reprochó que replicara con malhumor a sus cortesías, fue áspera, breve y cortante. En suma, desde el principio concebí tanta antipatía por ella como predisposición en favor del marido, cuyo semblante inspiraba estima y confianza. Tenía una cara franca, sincera y amistosa; sus modales poseían toda la honradez del campesino, sin ser rudos. Sus mejillas eran anchas, llenas y coloradas, y la solidez de su persona parecía ofrecer una amplia defensa de la endeblez de su mujer. Por las arrugas de su frente, juzgué que había rebasado los sesenta. Pero sobrellevaba bien la edad, y parecía mantenerse aún fuerte y vigoroso. La esposa no podía tener más de treinta años, aunque su vivacidad y su ánimo habían envejecido mucho más que los del esposo.

No obstante, a pesar de su desgana, Marguerite empezó a preparar la cena, mientras el leñador conversaba alegremente sobre temas diversos. El postillón, que a la sazón se había provisto de una botella de licor, estaba dispuesto ya para salir hacia Estrasburgo, y me preguntó si deseaba darle alguna otra orden.

—¿A Estrasburgo? —interrumpió Baptiste—; no pensaréis ir allá esta noche.

—Perdonad: si no traigo obreros que arreglen el coche, ¿cómo va a proseguir
monsieur
su viaje mañana?

—Eso es verdad, había olvidado el coche. Bien, pero Claude, podríais comer un poco, ¿no? Total os hará perder muy poco tiempo,
y monsieur
es sin duda demasiado bueno para enviar allá a alguien con el estómago vacío, y en una noche tan tremendamente fría como ésta.

Asentí con mucho gusto, diciéndole al postillón que no tendría ninguna importancia que llegase yo a Estrasburgo al día siguiente una hora o dos más tarde. Me dio las gracias, y saliendo luego de la cabaña con Stephano, entró los caballos en el establo del leñador. Baptiste les siguió hasta la puerta y se asomó con preocupación.

—¡Sopla un viento cortante! —dijo—. ¡Me pregunto qué será lo que entretiene tanto a los chicos!
Monsieur,
le presentaré a dos de los muchachos más apuestos que visten y calzan. El mayor tiene veintitrés años, y el otro es un año más joven. En sensatez, valor y disposición para el trabajo no hay otros en cincuenta millas a la redonda. ¡Ojalá estuvieran ya de vuelta! Empiezo a preocuparme.

Marguerite
estaba poniendo el mantel.

—¿Y vos, no estáis también preocupada por el regreso de vuestros hijos? —le pregunté a ella.

—¡Yo no! —replicó de mal humor—. No son hijos míos.

—¡Vamos, vamos, Marguerite! —dijo el marido—; no te enfades con el caballero por haberte hecho una simple pregunta. Si no pusieras esa cara de enfado, no te habría creído él tan vieja como para tener un hijo de veintitrés. ¡Pero ya ves lo que te beneficia el mal humor! Excusad la rudeza de mi esposa,
monsieur.
Se enfada por nada; la ha incomodado que no os dierais cuenta de que aún no ha cumplido los treinta. Ha sido eso, ¿verdad, Marguerite? Ya sabéis,
monsieur,
lo quisquillosas que son las mujeres con la edad. ¡Vamos! ¡Vamos, Marguerite!; sonríe un poco. Aunque no tienes hijos tan mayores, los tendrás dentro de veinte años, y espero que vivamos lo bastante para verlos tan sanos como Jacques y Robert.

Marguerite juntó las manos con apasionamiento.

—¡No lo permita Dios! —dijo—. ¡No lo permita Dios! ¡Si los tuviera, los estrangularía con mis propias manos!

Se marchó apresuradamente de la habitación, y subió a los aposentos.

No pude por menos de manifestar al leñador cuánto le compadecía por verle encadenado para siempre a una compañera tan hosca.

—¡Ah, Señor!
Monsieur,
a cada uno le toca su parte de calvario, y el mío es Marguerite. Sin embargo, en el fondo no es mala, sino que está siempre malhumorada. Lo peor es que su afecto por los dos hijos que tuvo con su anterior marido la hace portarse como una madrastra con los míos. No puede soportar su presencia, y si fuera por ella, no volverían a poner los pies en esta casa. Pero en eso no estoy dispuesto a transigir, y jamás consentiré en abandonar a los pobres muchachos a su suerte por el mundo, como tantas veces me ha pedido ella que haga. En todo lo demás, la dejo que mande lo que quiera; y lo cierto es que lleva la casa excelentemente, eso hay que decirlo en su favor.

Estábamos conversando de esta manera, cuando vimos nuestro discurso interrumpido por una voz que llamó a lo lejos, desde el bosque...

—¡Mis hijos, espero! —exclamó el leñador, y corrió a abrir la puerta.

Se repitió la voz. Ahora distinguimos el cabalgar de caballos, y poco después se detenía ante la puerta de la cabaña un carruaje escoltado por varios caballeros. Uno de los jinetes preguntó cuánto faltaba para llegar a Estrasburgo. Como se había dirigido a mí, le dije el número de millas que Claude me había dicho antes; a lo cual descargó una andanada de maldiciones contra los cocheros por haber extraviado el camino. Informó a continuación a las personas del interior del coche de la distancia que faltaba, así como que los caballos estaban tan cansados que no podían proseguir. Una dama, que parecía ser la dueña, se mostró muy contrariada ante esta información. Pero como no tenía remedio, uno de los que le daban escolta preguntó al leñador si podía proporcionarles alojamiento por una noche.

Este pareció desconcertado, y contestó que no, añadiendo que un caballero español y su criado ocupaban los únicos aposentos libres que había en la casa. Al oír esto, la galantería de mi nación no me permitió retener dichos acomodos, de los que tenía necesidad una mujer. Inmediatamente, indiqué al leñador que cedía mi derecho a la dama; él puso algunas objeciones, pero se las rebatí, y corriendo al carruaje, abrí la puerta y ayudé a la dama a descender. Inmediatamente reconocí en ella a la persona que había visto en la posada de Luneville. Aproveché la ocasión para preguntar a uno de sus acompañantes cómo se llamaba.

—La baronesa de Lindenberg —me contestó.

No pude por menos de observar cuán diferente fue la acogida que nuestro anfitrión dispensó a los recién llegados y a mí. Su renuencia a admitirles se hizo patente en su semblante, y tuvo que hacer esfuerzos para darle a la dama la bienvenida. La condujo a la casa y la acomodó en la butaca que yo acababa de dejar. Ella me dio las gracias muy cortésmente, y pidió mil perdones por haberme causado tal incomodidad. Súbitamente, el semblante del leñador se iluminó.

—¡Por fin lo he arreglado! —dijo, interrumpiendo las excusas de ella—; puedo alojaros a vos y vuestro séquito, señora, y no tendréis necesidad de hacer sufrir a este caballero la incomodidad a que le obliga su cortesía. Tenemos dos aposentos, uno para la dama, y el otro,
monsieur,
para vos. Mi esposa cederá el suyo a las dos doncellas que la acompañan; en cuanto a los criados, deberán conformarse con pasar la noche en el granero, que está a unas yardas de la casa. Tendrán fuego, y la mejor cena que les podamos preparar.

Tras varias expresiones de agradecimiento por parte de la dama, y de oposición por la mía a que Marguerite cediese su cama, quedó acordado este arreglo. Como la estancia era pequeña, la baronesa despidió inmediatamente a los criados. Y estaba a punto Baptiste de conducirles al granero que había mencionado, cuando aparecieron dos jóvenes en la puerta de la cabaña.

—¡Ira de Satanás! —exclamó el primero volviéndose al otro—. ¡Robert, la casa está llena de extranjeros!

—¡Ah! ¡Aquí están mis hijos! —exclamó nuestro anfitrión—. ¡Eh, Jacques! ¡Robert! ¿Adónde vais tan corriendo, muchachos? Aquí hay sitio de sobra para vosotros.

Ante esta afirmación, los jóvenes regresaron. El padre nos los presentó a la baronesa y a mí; tras lo cual, el leñador salió con nuestros criados, mientras que a petición de las dos doncellas, Marguerite las condujo a la habitación de su señora.

Los dos jóvenes recién llegados eran altos, fornidos, bien formados y muy tostados por el sol. Nos presentaron sus respetos con pocas palabras, y saludaron a Claude, que entraba en ese momento en la habitación, como a un viejo conocido. Luego se quitaron las capas en las que venían envueltos, se despojaron de los cinturones de cuero, de los que colgaban dos largos machetes, y sacándose cada uno un par de pistolas de la cintura, las dejaron sobre un estante.

—Viajan bien armados —observé.

—Cierto,
monsieur
—convino Robert—. Hemos salido de Estrasburgo ya de noche, y es preciso tomar precauciones para atravesar el bosque después de oscurecer. No goza de buena fama, os lo aseguro.

—¿Cómo? —dijo la baronesa—. ¿Hay salteadores por aquí?

—Eso dicen,
madame;
por mi parte, he cruzado este bosque a todas horas, y jamás he topado con ninguno.

Marguerite regresó en ese momento. Sus hijastros la condujeron al otro extremo de la habitación y conferenciaron con ella en voz baja durante unos minutos. Por las miradas que echaban a intervalos, deduje que le preguntaban qué hacíamos en la cabaña.

Entretanto, la baronesa manifestó el temor de que su esposo se inquietase por ella. Había pensado enviar a uno de sus criados, para informar al barón del motivo de su demora. Pero la noticia que los jóvenes habían dado del bosque hacía el plan irrealizable. Claude la sacó de este apuro. Le comunicó que él tenía necesidad de llegar a Estrasburgo esa noche, y que si ella deseaba confiarle una carta, podía estar segura de que sería entregada debidamente.

—¿Y cómo es —pregunté— que vos no tenéis ningún miedo de tropezaros con los salteadores?

—¡Ay!
Monsieur,
un pobre cargado de hijos no debe desperdiciar la oportunidad de sacar algún provecho, sólo porque supone algún peligro, y quizá mi señor el barón recompense de algún modo mis trabajos. Además, no tengo nada que perder, salvo la vida, que de nada les valdría a los bandidos quitármela.

Sus argumentos no me parecieron convincentes y le aconsejé que esperase hasta la mañana siguiente. Pero como la baronesa no me secundó, me vi obligado a renunciar a la discusión. La baronesa de Lindenberg, como averigüé más tarde, estaba acostumbrada a sacrificar los intereses de los demás al suyo propio, y su deseo de enviar a Claude a Estrasburgo le impedía ver el peligro de la empresa. De modo que se decidió que éste saldría sin demora. La baronesa escribió una carta a su esposo, y yo envié unas líneas a mi banquero, notificándole que no estaría en Estrasburgo hasta el día siguiente. Claude cogió nuestras cartas y abandonó la cabaña.

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