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Authors: Matthew G. Lewis

El monje (29 page)

BOOK: El monje
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El monje accedió también a esta petición. En realidad, ¿a qué petición se habría negado, pidiéndoselo con tan encantadores acentos? ¡Qué interesante era la suplicante! ¡Qué voz tan dulce, tan armoniosa! Hasta las lágrimas y las aflicciones parecían añadir atractivo a sus encantos. Prometió enviarle un confesor esa misma tarde, y le rogó que dejase su dirección. La acompañante le tendió una tarjeta en la que iba escrita, y seguidamente se retiró con la suplicante, que derramó antes de marcharse mil bendiciones sobre la bondad del abad. Los ojos de éste la siguieron hasta que salió de la capilla. Cuando hubo desaparecido, examinó la tarjeta, en la que leyó las siguientes palabras:

Doña Elvira Dalfa, calle de Santiago, a cuatro portales del palacio de Albornoz.

La suplicante no era otra que Antonia, y su acompañante Leonela. Ésta había accedido, no sin dificultad, a acompañar a su sobrina a la abadía: Ambrosio le había inspirado tal miedo que temblaba ante su sola presencia. Su temor se había impuesto sobre su natural locuacidad, y en su presencia no fue capaz de pronunciar una palabra.

El monje se retiró a su celda, adonde le persiguió la imagen de Antonia. Sentía nacer en su pecho mil nuevas emociones, y tembló al examinar la causa de su origen. Eran totalmente distintas de las que le había inspirado Matilde, cuando le confesó por primera vez su sexo y su afecto. No sentía la provocación de la lujuria. Ningún voluptuoso deseo se soliviantaba en su pecho, ni le pintaba la imaginación ardiente los encantos que el recato había ocultado a sus ojos. Al contrario, lo que ahora sentía era una mezcla de sentimientos de ternura, admiración y respeto. Inundaba su alma una suave y deliciosa melancolía que no habría cambiado por los más vivos transportes del placer. Ahora le desagradaba la compañía. Le atraía la soledad que le permitía entregarse a las visiones de la fantasía. Sus pensamientos eran todos amables, tristes y sosegados, y todo el ancho mundo no le presentaba otro objeto que Antonia.

—¡Feliz el hombre —exclamó, en su romántico entusiasmo— que esté destinado a poseer el corazón de esa joven adorable! ¡Qué delicadeza de facciones! ¡Qué elegancia de cuerpo! ¡Qué encantadora la tímida inocencia de sus ojos, y qué distinta de la expresión lasciva, del fuego salvaje y lujurioso que centellea en los de Matilde! ¡Oh! ¡Cuánto más dulce debe de ser un beso robado a los rosados labios de la primera que todos los lujuriosos favores que prodiga la segunda! Matilde me sacia de goces hasta el hastío, me fuerza a estar en sus brazos, imita a la ramera, y disfruta en su prostitución. ¡Repugnante! ¡Si supiese ella cuán irresistiblemente cautiva el encanto del pudor al corazón de un hombre, y lo firmemente que lo encadena al trono de la belleza, jamás habría renunciado a él! ¿Cuál sería el inmenso precio de los afectos de esta joven adorable? ¿Qué me negaría yo a sacrificar, si pudiese librarme de mis votos y se me permitiese declararle mi amor ante los cielos y la tierra? Y mientras me esforzara en inspirarle ternura, amistad y estima, ¡qué tranquilas y serenas transcurrirían las horas! ¡Dios mío! ¡Ver sus ojos recatados y azules mirando los míos con tímida ternura! ¡Sentarme a escuchar durante días y años su dulce voz! ¡Conseguir el derecho a servirla, y oír sus ingenuas expresiones de gratitud! ¡Contemplar las emociones de su corazón inmaculado! ¡Alentar cada virtud incipiente! ¡Compartir su gozo cuando es feliz, besar sus lágrimas de desventura, y verla correr a mis brazos en busca de consuelo y de sostén! Sí; si existe una perfecta dicha en la tierra, es sólo la del que se convierta en esposo de ese ángel.

Mientras su fantasía forjaba estas ideas, paseaba por su celda con aire trastornado. Sus ojos se quedaron fijos en el vacío; reclinó la cabeza sobre el hombro, y una lágrima le recorrió la mejilla al comprender que esa visión de felicidad jamás podría realizarse.

—¡Es inalcanzable para mí! —continuó—; no puede ser mía por el matrimonio; y seducir semejante inocencia, utilizar la confianza puesta en mí para labrar su ruina... ¡Oh, sería el crimen más negro que haya podido presenciar el mundo hasta ahora! ¡No temáis, adorable muchacha! ¡Vuestra virtud no corre ningún peligro por mi parte! ¡Ni por las Indias dejaría que ese pecho amable conociese las torturas del remordimiento!

Nuevamente se puso a pasear nervioso por su aposento. Luego, deteniéndose, sus ojos se fijaron en el cuadro de su en otro tiempo admirada Virgen. Lo arrancó con indignación de la pared. Lo arrojó al suelo y le dio un puntapié.

—¡Prostituta!

¡Desventurada Matilde! Su amante olvidaba que por él únicamente había perdido toda pretensión de virtud, y su única razón para despreciarla era que le había amado demasiado.

Se dejó caer en su silla, que estaba cerca de la mesa. Vio la tarjeta con la dirección de Elvira. La cogió y recordó su promesa con respecto al confesor. Pasó unos minutos dudando. Pero el imperio de Antonia sobre él era ya demasiado claro para permitirle resistirse a la idea que se le había ocurrido. Decidió ser él mismo el confesor. Podía salir de la abadía fácilmente sin ser observado. Cubriéndose la cabeza con la cogulla, esperaba recorrer las calles sin que le reconociesen. Con estas precauciones, y recomendando discreción a la familia de Elvira, no dudaba en tener a Madrid en la ignorancia de que había roto sus promesas de no trasponer jamás el umbral de la abadía. La única vigilancia que temía era la de Matilde. Pero informándola en el refectorio de que durante todo ese día le tendrían ocupado en su celda sus asuntos, pensaba sustraerse a sus celos vigilantes. Así que, en las horas que los españoles están generalmente durmiendo la siesta, se aventuró a abandonar la abadía por una puerta secreta cuya llave poseía. Se echó sobre la cara la cogulla del hábito. Las calles estaban casi totalmente desiertas debido al calor de la época. El monje se encontró con muy poca gente, entró en la calle de Santiago, y llegó sin novedad a la puerta de doña Elvira. Llamó; le abrieron, e inmediatamente le condujeron a un piso superior.

Aquí fue donde corrió el mayor riesgo de ser descubierto. De haber estado Leonela en casa, le habría reconocido al instante. Su disposición comunicativa no la habría dejado descansar hasta que todo Madrid se hubiese enterado de que Ambrosio se había atrevido a salir de la abadía y había visitado a su hermana. Aquí la suerte estuvo de parte del monje. Al regresar a casa, Leonela había encontrado una carta comunicándole que acababa de fallecer un primo suyo, el cual les había dejado a ella y a Elvira lo poco que poseía. Para tomar posesión de este legado, se vio obligada a salir para Córdoba sin perder un momento. En medio de todas sus debilidades, poseía un corazón verdaderamente cálido y afectuoso, y no quería dejar a su hermana en tan grave estado. Pero Elvira insistió en que hiciese el viaje, consciente de que en la desamparada situación de su hija no podía desecharse ningún incremento de fortuna por pequeño que fuera. Así que Leonela se marchó de Madrid, sinceramente apenada por la enfermedad de su hermana, y dedicando algunos suspiros a la memoria del amable pero inconstante don Cristóbal. Estaba plenamente convencida de que al principio había causado honda huella en su corazón. Pero al no saber nada más de él, supuso que había abandonado su interés por ella a causa de la humildad de su origen, y consciente de que ninguna pretensión que no fuera el matrimonio tenía esperanza de prosperar con este dragón de virtud, como ella se proclamaba. O bien, que siendo naturalmente caprichoso y mudable, se había borrado del corazón del conde el recuerdo de sus encantos al encontrarse con una nueva belleza. Fuera cual fuese la causa de haberle perdido, lo lamentaba profundamente. En vano se esforzaba, como contaba ella a todo el que se dignaba escucharla, por arrancar su imagen de su sensible corazón. Y así, afectaba un aire de virgen enamorada y lo llevaba hasta los excesos más ridículos. Dejaba escapar suspiros lastimosos, paseaba con los brazos cruzados, soltaba largos soliloquios, ¡y su discurso giraba generalmente en torno a cierta doncella abandonada que agonizaba con el corazón destrozado! Sus encendidos rizos estaban siempre adornados con guirnaldas de sauce. Todas las noches se la veía deambular por las orillas de un arroyo a la luz de la luna, y se declaraba violenta admiradora de las corrientes rumorosas y de los ruiseñores.

De los parajes solitarios, y los boscajes sombríos, ¡Lugares que la pálida pasión ama!

Tal era el estado de ánimo de Leonela cuando se vio obligada a abandonar Madrid. Elvira se impacientaba con todas estas estupideces, y trataba de persuadirla para que se comportase como una mujer razonable. Pero sus consejos eran rechazados: Leonela le aseguró al marcharse que nada le haría olvidar al pérfido don Cristóbal. Por suerte, en este aspecto se equivocaba. Un honorable joven de Córdoba, ayudante de boticario, consideró que su fortuna era suficiente para instalar un establecimiento por su cuenta. Como resultado de esta reflexión, se declaró admirador suyo. Leonela no se mostró inflexible. El ardor de los suspiros de este joven ablandaron su corazón, y no tardó en acceder a hacerle el más feliz de los hombres. Escribió a su hermana notificándole su matrimonio. Pero, por razones que más tarde se explicarán, Elvira no llegó a contestar a esta carta.

Ambrosio fue conducido a la antecámara del aposento donde descansaba Elvira. La criada que le había guiado le dejó solo y fue a anunciar su llegada a la señora. Antonia, que estaba junto a la cama de su madre, acudió inmediatamente.

—Perdonadme, padre —dijo, acercándose a él; y al reconocer de pronto su cara, profirió un grito de alegría—: ¡Es posible! —prosiguió—; ¿no me engañan mis ojos? ¿Ha renunciado el digno Ambrosio a su determinación para venir a aliviar las agonías de la mejor de las mujeres? ¡Qué placer va a suponer esta visita para mi madre! No demoréis un solo instante el consuelo que vuestra piedad y sabiduría le pueden proporcionar.

Diciendo esto, abrió la puerta del aposento, presentó a su madre al distinguido visitante, y tras colocar una butaca junto a la cama, se retiró a otro aposento.

Elvira se sintió inmediatamente complacida con esta visita: sus esperanzas habían aumentado al oír la noticia de su hija, pero ahora las vio multiplicadas. Ambrosio, dotado por naturaleza del don de agradar, lo utilizó al máximo mientras conversó con la madre de Antonia. Con persuasiva elocuencia, calmó todo temor y disipó todo escrúpulo: le pidió que reflexionase sobre la infinita misericordia de su juez, despojó a la muerte de sus dardos y terrores, y le enseñó a mirar sin estremecerse el abismo de la eternidad, en cuyo borde se encontraba ahora. Elvira estaba absorta y encantada; mientras escuchaba sus exhortaciones, fue volviendo insensiblemente la confianza y el consuelo a su espíritu. Descargó su pecho sin vacilar, contándole sus cuidados y aprensiones. Estas últimas, sobre la vida futura, ya se las había apaciguado: ahora le aquietó los primeros, que ella sentía a causa de su preocupación por Antonia. Tenía miedo por ella. No tenía a nadie a cuyo cuidado recomendarla, salvo al marqués de las Cisternas y a su hermana Leonela. La protección del primero era muy insegura; en cuanto a la de la segunda, aunque quería a su sobrina, Leonela era tan atolondrada y vana que se convertía en la persona más inadecuada para asumir la dirección única de una joven tan niña e ignorante del mundo todavía. No bien oyó el fraile la causa de sus alarmas, le suplicó que se tranquilizase a ese respecto. No dudaba en poder asegurarle a Antonia un refugio seguro en casa de una de sus penitentes, la marquesa de Villa–Franca: ésta era una dama de reconocida virtud, notable por sus estrictos principios y dilatada caridad. Y si algún accidente la privase de este recurso, se comprometió a procurar cobijo a Antonia en algún convento respetable; es decir, en calidad de pupila; pues Elvira había declarado que no era partidaria de la vida monástica, y el monje se mostró lo bastante cándido o complaciente como para reconocer que su desaprobación no era infundada.

Estas pruebas del interés que manifestó por ella ganaron por completo el corazón de Elvira. Echó mano de toda expresión que la gratitud fue capaz de inspirarle para darle las gracias, y declaró que ahora se resignaba tranquila a bajar a la tumba. Ambrosio se levantó para marcharse. Prometió volver al día siguiente a la misma hora, pero pidió que se guardase secreto sobre sus visitas.

—No deseo —dijo— que se sepa por ahí que he roto una norma impuesta por la necesidad. Si no hubiese decidido no abandonar nunca el convento, salvo en circunstancias tan urgentes como las que me han conducido hasta vuestra puerta, me estarían llamando constantemente por cuestiones triviales; los curiosos, los desocupados y los caprichosos me acapararían el tiempo que ahora paso junto al lecho de una enferma, confortando a la que agoniza y limpiando de espinas su camino hacia la eternidad.

Elvira alabó su prudencia y compasión, y prometió ocultar cuidadosamente el honor de sus visitas. El monje le dio entonces la bendición, y se retiró del aposento.

En la antecámara encontró a Antonia. No pudo sustraerse al placer de pasar unos momentos en su compañía. Le pidió que tuviese ánimo, dado que su madre parecía sosegada y tranquila, y le expresó su esperanza en que se recobrase. Le preguntó quién la atendía, y se comprometió a enviar al médico del convento, uno de los más hábiles de Madrid, para que la viese. Luego se lanzó a cantar las alabanzas de Elvira. Elogió su pureza y fortaleza de espíritu, y declaró que le había inspirado la más elevada estima y respeto. El inocente corazón de Antonia se lo tragó con gratitud: el gozo bailaba en sus ojos, en los que todavía centelleaba una lágrima. Las esperanzas que le daba de que su madre se recuperase, el vivo interés que parecía sentir por ella, y la halagadora forma en que aludía a ella, unido a la fama de su discreción y virtud, y a la impresión que en ella había causado su elocuencia, confirmaron la favorable opinión que había inspirado a Antonia la primera vez que le viera. Ella le contestó con timidez aunque sin cortedad. No tuvo reparo en contarle todas sus pequeñas angustias, todos sus pequeños temores y ansiedades; y le agradeció la bondad con todo el sincero calor que los favores encienden en los corazones; jóvenes e inocentes. Sólo éstos saben estimar los beneficios' en su pleno valor. Los que son conscientes de la perfidia y el egoísmo de la humanidad acogen siempre un cumplido con aprensión y desconfianza. Sospechan que detrás se oculta algún secreto motivo. Manifiestan su agradecimiento con cautela y prevención, y temen alabar plenamente una acción generosa, sabedores de que algún día se les puede pedir una retribución. No era así Antonia; pensaba que el mundo estaba formado sólo por seres como ella, y el vicio reinante era para ella aún un secreto. El monje le había prestado un servicio, había dicho que lo hacía por su bien; de modo que se sentía agradecida por su benevolencia, y consideraba que no había términos bastante elocuentes para expresar su agradecimiento. ¡Con qué gusto escuchó Ambrosio la declaración de su sencilla gratitud! La gracia natural de sus modales, la inigualable dulzura de su voz, su modesta vivacidad, su espontánea elegancia, su expresivo semblante y sus ojos inteligentes, todo unido le inspiraba placer y admiración, mientras que la solidez y corrección de sus observaciones gozaban de la adicional belleza que les confería la sencillez natural de las palabras que utilizaba.

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