En Los hombres sintéticos de Marte, noveno libro de la serie de John Carter de Marte, el Señor de la Guerra, en compañía de Vor Daj, parte hacia las Grandes Marismas Toonolianas a la búsqueda de Ras Thavas, el Cerebro Supremo de Marte, único hombre cuya ciencia puede salvar a su princesa Dejah Thoris. El éxito que sonríe a su empresa pronto queda empañado al descubrir una amenaza creciente, que puede terminar con toda forma de vida en el planeta.
Edgar Rice Burroughs (1875-1950), es el gran clásico de la Ciencia-Ficción aventurera. Aunque es conocido fundamentalmente por la serie de Tarzán y sus innumerables adaptaciones cinematográficas, es creador de otros ciclos, como el de Pellucidar. que recrea una humanidad prehistórica en el centro de la Tierra, o el de Carson Napier, que se desarrolla en el Venus clásico de los bosques jurásicos y las princesas cautivas. Sin embargo, para el lector de Ciencia-Ficción, su creación más lograda es la serie de John Carter de Marte, que narra las aventuras de un caballero virginiano del siglo XIX en un Marte moribundo hecho para el combate y la aventura.
Edgar Rice Burroughs
Llana de Gathol
Ciclo John Carter 10
ePUB v1.1
OZN24.05.12
Título original:
Llana of Gathol
Edgar Rice Burroughs, 1941.
Traducción: R. Goicoechea
Ilustraciones: Michael Whelan
Diseño/retoque portada: LaNane
Editor original: OZN (v1.0 a v1.1)
Corrección de erratas:
ePub base v2.0
Lanikai es un barrio residencial con una playa, una oficina de correos y una tienda de embutidos. Se encuentra en la orilla de la isla de Oahu, bastante lejos de Marte.
Sus aguas son azules, bellas y calmadas en sus bosques de coral, y el viento que atraviesa sus abundantes cocoteros parece por la noche el murmullo de voces de espíritus de reyes y caciques que pensaban en sus tranquilas aguas mucho antes de que los capitanes de mar trajeran nuevas creencias. Recuerdos del pasado e imágenes vagas pasaban furtivamente por mi mente una noche en la que no podía dormir y me encontraba sentado bajo una palmera observando cómo los níveos cargueros del mar navegaban hacia la playa bajo la luz de la Luna. Vi a sus reyes gigantes de la vieja Hawai y a sus poderosos jefes, vestidos con casco y capa de plumas. Llegó Kamehameha, el gran conquistador, sobresaliendo entre ellos. Venía de la parte baja de Nwanu Pali, pasó sobre campos de cañas. El borde de su capa se enredó en la aguja de la iglesia y la hizo caer al suelo, caminó sobre tierra baja y lisa, y cuando levantó su pie, el agua de un lodazal llenó su huella, y allí hubo un lago.
Estaba muy interesado en la llegada de Kamehameha, el rey, porque siempre le había admirado, aunque nunca había esperado verle, puesto que había muerto hacía unos cien años más o menos y sus huesos estaban enterrados en un lugar sagrado y secreto que ningún hombre conoce. Sin embargo, no estaba en absoluto sorprendido de verle. Lo que me sorprendía era el hecho de que no estaba asombrado. Recuerdo especialmente esta reacción. También recuerdo que tenía la esperanza de que me viera y no me arrollara.
Mientras pensaba estas cosas, Kamehameha se paró frente a mí, me miró y dijo:
–Bien, bien, dormido en una bella noche como ésta. ¡Me sorprendes!
Cerré los ojos con fuerza y miré de nuevo. Allí, frente a mí, permanecía de pie un guerrero extrañamente ataviado pero no era el rey Kamehameha. A la luz de la luna los ojos a veces te juegan malas pasadas. Los cerré de nuevo, pero el guerrero no desaparecía. Entonces lo supe. Dando un salto, extendí mi mano.
–¡John Carter! – exclamé.
–Veamos -dijo-. ¿Dónde nos vimos por última vez? ¿En las aguas del Little Colorado o en Tarzana?
–En las aguas del Little Colorado en Arizona, creo -contesté yo-. Eso fue hace mucho, nunca creí que volvería a verte. ¿Por qué has vuelto? Debe ser algo importante.
–Nada cósmicamente importante -dijo sonriendo-, pero importante para mí a pesar de todo. Quería verte.
–Aprecio eso -dije.
–Verás, tú eres el último de mis familiares en la Tierra a quien conozco personalmente. Cada cierto tiempo siento necesidad de verte y visitarte, y sólo después de largos intervalos soy capaz de satisfacer esa necesidad, como ahora. Cuando hayas muerto, y eso ocurrirá tarde o temprano, ya no tendré contactos con la Tierra, y no habrá por tanto razón para volver a los escenarios de mi antigua vida.
–Están mis hijos -le recordé-, siguen siendo parientes tuyos.
–Sí -aceptó-, lo sé; pero se asustarán de mí. Después de todo, los terrestres pueden considerarme algo así como un fantasma.
–No para mis hijos -le aseguré-. Te conocen tan bien como yo. Cuando yo ya no exista, ven a verlos de vez en cuando.
Él movió la cabeza.
–Quizá lo haga -prometió a medias.
–Y ahora -dije-, cuéntame algo sobre ti, sobre Marte, sobre Dejah Thoris, sobre Carthoris y Thuvia y sobre Tara de Helium. ¡Vamos a ver! ¿Fue Gahan de Gathol, quien se casó con Tara de Helium?
–Sí -replicó el guerrero-. Fue Gahan de la ciudad libre de Gathol, y tuvieron una hija cuyo carácter y cuya belleza, como las de ellas, hizo que naciones enteras entablaran guerras. Quizás te gustaría oír la historia de Llana de Gathol.
Asentí, y ésta es la historia que él me contó aquella noche bajo los cocoteros de Oahu.
No importa cuan instintivamente gregario pueda uno llegar a ser. Hay ocasiones en las que se desea la soledad. A mí me gusta la gente y estar con mi familia, con mis amigos, con mis soldados y, probablemente, por el mero hecho de ansiar compañía, también a veces ansío estar solo. Y es precisamente en esos momentos cuando puedo resolver mejor los enrevesados problemas de gobierno en tiempos de guerra o de paz. Es entonces cuando puedo meditar sobre los variados aspectos que acarrea una vida como la mía, y, por el mero hecho de ser humano, cometo muchas faltas, sobre las que debo reflexionar para poder tomar conciencia y tratar de corregirlas.
Cuando siento que esa extraña necesidad de soledad me invade, tengo por costumbre tomar una nave monoplaza y recorrer los lechos del mar muerto y otros pasajes deshabitados de este moribundo planeta; porque ciertamente ahí reina la soledad. Hay vastas zonas en Marte que jamás ha hollado el pie humano, y otras grandes áreas que durante miles de años sólo han conocido a los gigantescos hombres verdes, los errantes nómadas del desierto.
Algunas veces, estoy descansando fuera, durante semanas en estas gloriosas aventuras en solitario. Gracias a ellas conozco probablemente más de la geografía y topografía de Marte que cualquier hombre porque éstas y mis otras aventuradas excursiones por el planeta me han llevado desde el Mar Perdido de Korus, en el Valle del Dor en el helado sur a Okar, tierra de los hombres amarillos de negra barba del helado norte, y desde Kaol a Bantoom; y sin embargo, hay muchas partes de Barsoom que no he visitado, y que esto no te parezca tan extraño, pues considera el hecho de que, aunque el área de Marte es más o menos un cuarto del de nuestro planeta, su zona de tierra es casi dieciséis millones de kilómetros mayor. Eso se debe a que Barsoom carece de grandes masas de agua sobre su superficie; su océano mayor conocido es totalmente subterráneo, y creo que admitirás conmigo que ciento dieciséis millones de kilómetros cuadrados es demasiado territorio para conocérselo palmo a palmo. En la ocasión de la que estoy hablando volé hacía el noroeste de Helium, que se encuentra a 30 grados al sur del ecuador, el cual crucé más o menos a 3.000 kilómetros al este de Exus, el Greenwich Barsoomiano. Al norte y oeste de mi posición se extendía una vasta y apenas explorada región, y allí pensaba encontrar la absoluta soledad que tanto ansiaba.
Había colocado mi compás direccional hacia Horz, la ya hace tiempo abandonada ciudad de la antigua cultura Barsoomiana y volado a ciento cincuenta kilómetros por hora a una altitud que oscilaba entre los quinientos y mil pies. Había visto algunos hombres verdes al noreste de Torquas y me había visto forzado a escapar de sus disparos a los que no contesté ya que no buscaba aventuras, y había cruzado dos franjas gemelas de tierra de cultivo marciana rodeadas de los canales que traen las ricas aguas procedentes del deshielo de las gélidas aguas de los polos. Más tarde, no vi ningún signo de vida humana en los diez mil kilómetros que median entre Helium Menor y Horz.
Siempre me ha parecido un tanto triste mirar desde las alturas un planeta moribundo, apreciar las ilimitadas extensiones de vegetación ocre y mohosa que cubren vastas extensiones donde una vez existieron grandes océanos en un Marte más joven, y pensar que justo debajo mío cruzaron una vez orgullosas flotas y barcos mercantes de una docena de ricas y poderosas naciones, donde se extiende una seca soledad cuyo silencio sólo es roto por los rugidos del depredador, y los gritos agonizantes de la presa.
Por la noche dormía, seguro de que mi compás direccional trazaría la dirección correcta hacia Horz y siempre a la altitud a la que lo había dispuesto, mil pies, no sobre el nivel del mar sino sobre el del terreno que sobrevolaba la nave. Estos sorprendentes y pequeños instrumentos se pueden apuntar hacia cualquier punto de Barsoom, y a cualquier altura sobre el objetivo; El piloto de una nave equipada con uno de estos compases direccionales no tiene ni que permanecer despierto, y así viajar día y noche sin peligro.
Fue al anochecer del tercer día cuando avisté las torres de la antigua Horz. La parte mas vieja de la ciudad se encuentra en el borde de una vasta llanura; Las zonas nuevas, de incontables milenios de antigüedad, están dispuestas en forma de tenazas sobre el terreno de un gran golfo, que marca la línea hasta donde llegaba el ya desaparecido mar. Las pobres y desgastadas estructuras de una agonizante raza habían desaparecido o se habían convertido en ruinas deformes con el tiempo. Pero las espléndidas construcciones primitivas permanecían todavía en el borde de la llanura, mudos pero elocuentes recordatorios de su desaparecida grandeza, perennes monumentos a la raza de piel blanca y rubios cabellos extinguida para siempre.
Siempre me han interesado estas ciudades desiertas del Marte antiguo. Poco se sabe de sus habitantes, únicamente lo que puede extraerse de las historias narradas en los relieves que decoran los exteriores de muchos edificios públicos así como de los pocos murales que han soportado el paso del tiempo y el vandalismo de las hordas verdes que han deteriorado muchos de ellos. La extremadamente escasa humedad ha ayudado a la conservación, pero sobre todo se ha debido a la consistencia de su construcción. Estas magníficas edificaciones fueron construidas no para que perduraran años, sino en eternidades. Los secretos de sus morteros, sus cementos, y sus pigmentos se han perdido hace mucho; y durante largo tiempo, mucho después de que la última vida desaparezca de la faz de Barsoom, sus obras perdurarán elevándose hacia el espacio durante toda una eternidad sobre un planeta muerto y frío donde no existan ojos para observarlos y sensibilidad para apreciarlos. Su contemplación es triste.
Al fin estaba sobre Horz. Hace tiempo me había prometido a mí mismo que algún día debía viajar hasta allí porque ésta es quizá la más antigua y grande de las ciudades muertas de Barsoom. La abundancia de agua hizo posible su construcción y su falta provocó su muerte. A menudo me pregunto si la gente de la Tierra, que dispone de agua en abundancia, realmente aprecia su valor. Me pregunto si los habitantes de Nueva York se dan cuenta de lo que significaría para ellos si algún enemigo estableciendo una base aérea sobre puntos clave de la principal ciudad del nuevo mundo, bombardeara y destruyera certeramente el sistema de aguas de Croton Dam y las Catskill. Las carreteras y autopistas se llenarían de refugiados, morirían millones de personas y durante años, o quizás para siempre, Nueva York, sería una ciudad muerta.