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Authors: Matthew G. Lewis

El monje (48 page)

BOOK: El monje
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CONCLUSIÓN DE LA HISTORIA DE INÉS DE MEDINA

Mi fingida muerte estuvo acompañada de las mayores agonías. Aquellos momentos que yo creí que eran los últimos me los amargaron las manifestaciones de la priora de que no escaparía a mi condenación; y al cerrar los ojos, la oí desahogar su rabia en maldiciones por mi ofensa. El horror de esta situación, en un lecho de muerte del que habían desterrado toda esperanza, con un sueño del que sólo iba a despertar para encontrarme presa de las llamas y las furias, fue indescriptiblemente espantoso. Cuando recobré el sentido, mi alma aún estaba bajo la terrible impresión de estas ideas. Miré a mi alrededor sobrecogida, esperando ver a los ministros de la divina venganza. Durante la primera hora, mis sentidos estuvieron tan aturdidos, y mi cerebro tan ofuscado, que me esforcé en vano en ordenar las extrañas imágenes que flotaban en dislocada confusión ante mí. Si trataba de levantarme del suelo, el extravío de mi cerebro me engañaba. Todo cuanto me rodeaba pareció girar, y caí una vez más en el suelo. Mis ojos débiles y deslumbrados fueron incapaces de soportar la proximidad de la luz que veía temblar por encima de mí. Tuve que cerrarlos otra vez, y permanecer inmóvil en la misma postura.

Transcurrió una hora entera, antes de que me sintiera capaz de examinar los objetos que me rodeaban. Cuando lo hice, ¡qué terror invadió mi pecho al descubrir que me hallaba tendida sobre una especie de lecho de mimbre! Tenía seis agarraderos, y sin duda había servido a las monjas para transportarme a mi sepultura. Yo estaba cubierta con un lienzo blanco. Había flores marchitas derramadas sobre mí. A un lado descubrí un crucifijo de madera; al otro, un rosario de grandes cuentas. Me encontraba encerrada entre cuatro paredes estrechas y bajas. Por arriba, el techo tenía una pequeña trampa enrejada, a través de la cual entraba el poco aire que circulaba en aquel miserable lugar. Un desmayado resplandor que se filtraba entre las barras me permitió distinguir mi espantoso entorno. Sentía la presión de un olor pestilente y sofocante; y al darme cuenta de que la reja no tenía pasado el cerrojo, pensé que sería posible escapar. Me levanté con esa intención, y mi mano se apoyó sobre algo blando: lo cogí, y lo levanté hacia la luz. ¡Dios Todopoderoso! ¡Qué repugnancia, qué consternación! A pesar de su putrefacción, y de los gusanos que la devoraban, descubrí una cabeza humana, y reconocí el semblante de una monja que había muerto meses antes. La arrojé lejos de mí, y caí desvanecida en mi litera.

Cuando me volvieron las fuerzas, esta circunstancia, y la conciencia de que estaba rodeada de los cadáveres nauseabundos de mis compañeras, aumentaron mi deseo de escapar de aquella prisión. Me dirigí de nuevo hacia la luz. La reja estaba al alcance de mi mano. La levanté sin dificultad. Probablemente la habían dejado abierta para facilitarme la huida de la mazmorra. Agarrándome a las irregularidades de los muros, algunas de cuyas piedras sobresalían más que otras, me esforcé en trepar por ellos y salir de la prisión. Ahora me encontraba en una cripta relativamente amplia. Alineadas en fila, había varias tumbas similares a aquella de la que acababa de escapar, que parecían descender profundamente en la tierra. Una lámpara sepulcral estaba suspendida del techo con una cadena de hierro, y difundía una luz mortecina en todo el recinto. Por todas partes se veían signos de la muerte: cráneos, omóplatos, fémures y demás restos mortales yacían esparcidos por el húmedo suelo. Cada tumba estaba adornada con un gran crucifijo, y en un rincón se alzaba una imagen de madera de Santa Clara. Al principio no presté atención a estos objetos: la puerta, que era la única salida del recinto, acaparó toda mi atención. Corrí hacia ella, envuelta en mi sudario. La empujé y, para mi indecible terror, la encontré cerrada con llave.

Inmediatamente pensé que la priora, equivocando la naturaleza del licor que me había obligado a beber, en vez de veneno me había administrado un poderoso somnífero. De aquí inferí que, habiendo dado todas las muestras de muerte, había recibido los ritos del entierro; y que privada de toda posibilidad de hacer saber que vivía, mi destino sería morir de hambre. Esta idea me sobrecogió de horror, no sólo por mí, sino por la inocente criatura que aún vivía en mi seno. Nuevamente traté de abrir la puerta, pero resistió todos mis esfuerzos. Grité con todas mis fuerzas, y pedí ayuda. Estaba muy lejos de oír a nadie. Ninguna voz contestó a la mía. Un profundo y melancólico silencio reinaba en la cripta, y perdí toda esperanza de libertad. Mi largo ayuno empezaba a atormentarme. Las torturas que el hambre me infligía eran de lo más dolorosas e insoportables. Sin embargo, parecían aumentar cada hora que pasaba. Unas veces me arrojaba al suelo y me retorcía enloquecida y desesperada; otras, me levantaba, regresaba a la puerta, pugnaba por abrirla, y repetía mis infructuosos gritos de auxilio. A menudo, me daban ganas de estrellar la cabeza contra la afilada esquina de algún monumento, saltarme los sesos y terminar así de una vez con mis desdichas. Pero el pensamiento de mi hijo me hizo vencer tales ideas. Temblaba en cometer una acción que pudiera poner en peligro la existencia de mi hijo y la mía propia. De modo que desahogué mi angustia con grandes exclamaciones y apasionados lamentos, hasta que me quedé sin fuerzas una vez más y me senté, muda y desesperada, al pie de la imagen de Santa Clara, con los brazos cruzados, abandonándome a la sombría desesperación. Así transcurrieron varias horas. La muerte avanzaba hacia mí con paso rápido, y esperaba que cada instante fuese el de mi disolución. De repente, me llamó la atención una tumba vecina. Tenía encima una cesta en la que no había reparado hasta ahora. Me levanté de un salto. Corrí hacia allí todo lo de prisa que permitían mis fuerzas. ¡Con qué ansias cogí la cesta, encontrando en ella un pan reseco y una pequeña botella de agua!

Me arrojé con avidez sobre estos humildes alimentos. Tenían todo el aspecto de haber sido dejados allí hacía varios días. El pan estaba duro, y el agua corrompida. Sin embargo, jamás probé alimentos más delicados. Una vez aplacados los tormentos del hambre, empecé a hacer conjeturas sobre esta nueva circunstancia. Me pregunté si habrían colocado allí aquella cesta pensando en mi necesidad. Mi esperanza tendía a responder en sentido afirmativo. Sin embargo, ¿quién podía adivinar que yo iba a tener necesidad de tales auxilios? Y en caso de que supiesen que yo estaba con vida, ¿por qué me retenían en esta cripta tenebrosa? Si me tenían prisionera, ¿qué significaba la ceremonia de encerrarme en una tumba? Y si estaba condenada a morir de hambre, ¿a la misericordia de quién debía yo encontrar a mi alcance aquellas provisiones? Ningún amigo habría mantenido en secreto este espantoso castigo. Tampoco parecía probable que ningún enemigo se hubiese tomado la molestia de proporcionarme los medios de subsistencia. En resumen, me sentía inclinada a pensar que los designios de la superiora sobre mi vida habían sido descubiertos por alguna de mis partidarias del convento, y que ésta había encontrado el medio de sustituir el veneno por un somnífero hasta que pudiese liberarme, y estaría ahora tratando de informar a mis parientes de mi peligro, e indicar el modo de liberarme de mi cautividad. Sin embargo, ¿por qué era tan burda la naturaleza de mis provisiones? ¿Cómo podía mi amiga haber entrado en la cripta sin conocimiento de la superiora? Y si había entrado, ¿por qué estaba la puerta tan cuidadosamente cerrada? Estas reflexiones me producían vértigo. No obstante, esta idea era la más favorable a mis esperanzas, y por la que sentía mayor preferencia.

Mis meditaciones se vieron interrumpidas por un lejano ruido de pasos. Se acercaban, aunque muy despacio. Un resplandor se filtró por las rendijas de la puerta. No sabiendo si las personas que se aproximaban venían a liberarme o les traía otra misión a la cripta, empecé a gritar para llamar su atención. Siguieron acercándose los pasos. La luz se hacía más viva. Por fin, con indecible felicidad, oí girar la llave en la cerradura. Convencida de que estaban a punto de soltarme, corrí hacia la puerta con un grito de gozo. Se abrió: pero todas mis esperanzas de escapar se desvanecieron, al aparecer la priora acompañada de las mismas cuatro monjas que habían presenciado mi supuesta muerte. Traían antorchas en las manos, y me miraron con pavoroso silencio.

Retrocedí aterrada. La priora bajó a la bóveda, igual que sus compañeras. Me lanzó una mirada de resentimiento, pero no manifestó ninguna sorpresa al encontrarme aún con vida. Se sentó en el sitio que yo acababa de abandonar: cerraron la puerta otra vez, y las monjas se colocaron detrás de la superiora, mientras el resplandor de sus antorchas, empañado por los vapores y humedad de la cripta, arrancaba fríos destellos de los monumentos que me rodeaban. Durante unos momentos observaron un silencio solemne y mortal. Yo me hallaba de pie, a cierta distancia de la priora. Por último, me ordenó que me acercara. Temblando ante la severidad de su ceño, apenas tuve fuerzas para obedecerla. Avancé unos pasos, pero mis piernas eran incapaces de sostener mi peso. Caí de rodillas; junté las manos y las levanté en un gesto de súplica, aunque no tuve fuerzas para articular una sola palabra.

Ella me miró con ojos iracundos.

—¿Tengo delante a una penitente o a una criminal? —dijo al fin—. ¿Son ésas manos de contrición por vuestros crímenes o de miedo a afrontar su castigo? ¿Reconocen esas lágrimas la justicia de vuestro destino, o sólo solicitan que se mitiguen vuestros sufrimientos? ¡Me temo que lo segundo!

Calló, pero siguió con los ojos clavados en mí.

—Tened valor —prosiguió—: yo no deseo vuestra muerte, sino vuestro arrepentimiento. El bebedizo que os he administrado no era veneno, sino sólo un somnífero. Mi intención, al engañaros, era haceros sentir las agonías de una conciencia culpable, si os hubiese sobrevenido la muerte de repente, cuando aún no os habíais arrepentido de vuestros crímenes. Habéis sufrido esas agonías: ahora os he traído aquí para que os familiaricéis con los rigores de la muerte, y confío en que vuestras momentáneas angustias os reporten un eterno beneficio. No es mi intención destruir vuestra alma inmortal, ni que bajéis a la sepultura agobiada con el peso de los pecados. No, hija; lejos de eso. Yo quiero purificaros con el castigo saludable, y proporcionaros el tiempo suficiente para la contrición y los remordimientos. Oíd, pues, mi sentencia; el celo equivocado de vuestros amigos ha demorado su ejecución, pero no podrá impedirla. Todo Madrid os cree muerta. Vuestros parientes están plenamente convencidos de que ya no estáis en este mundo, y las monjas partidarias de vos han asistido a vuestro funeral. Nadie sospecha que aún estáis con vida: he tomado tales precauciones que el misterio es prácticamente impenetrable. Así que abandonad todo pensamiento de integraros a un mundo del que estáis apartada para siempre, y emplead las pocas horas que se os conceden en prepararos para el otro.

Este exordio me hizo esperar algo terrible. Me estremecí, y habría tratado de aplacar su ira; pero un gesto de la superiora me ordenó que guardase silencio. Y prosiguió:

—Aunque se han tenido olvidadas durante los últimos años, y ahora se oponen a ellas muchas de nuestras monjas descarriadas [¡el cielo las devuelva al recto sendero!], es mi intención restablecer las leyes de nuestra orden en todo su vigor. La que sanciona la incontinencia es rigurosa, pero no más monstruosa de lo que la ofensa requiere: someteos a ella, hija, sin resistiros; hallaréis el beneficio de la paciencia y la resignación en una vida mejor que ésta. Escuchad, pues, la sentencia de Santa Clara. Bajo estas criptas existen prisiones destinadas a acoger a criminales como vos: el acceso está hábilmente oculto, y la que entra en una de ellas puede renunciar a toda esperanza de libertad. Ahí es adonde ahora debéis ser conducida. Se os suministrarán alimentos, pero no los suficientes para satisfacer el apetito: tendréis bastante para conservar unidos al alma y el cuerpo, y serán de lo más simples y rudimentarios. Llorad, hija, llorad, y humedeced el pan con vuestras lágrimas: ¡bien sabe Dios que tenéis motivo de sobra para llorar! Encadenada en una de esas mazmorras secretas, separada para siempre del mundo y de la luz, sin otro consuelo que la religión y sin otra compañía que vuestro arrepentimiento: así debéis gemir el resto de vuestros días. Tales son los mandatos de Santa Clara; someteos a ellos sin quejaros. ¡Seguidme!

Fulminada ante esta bárbara sentencia, la escasa fuerza que me quedaba me abandonó. Por toda respuesta, caí a sus pies y se los bañé con mis lágrimas. La superiora, inconmovible ante mi aflicción, se levantó de su asiento con gesto altivo. Repitió su mandato en tono terminante. Pero mi excesiva debilidad me impidió obedecerla. Mariana y Alix me levantaron del suelo y me transportaron en brazos. La priora se puso en marcha, apoyándose en Violante, y Camila nos precedió con una antorcha. Así avanzó nuestro cortejo por los corredores, en un silencio que sólo quebraban mis sollozos y gemidos. Nos detuvimos ante el trono principal de Santa Clara. La imagen estaba desplazada de su pedestal, aunque yo no comprendía cómo. Después, las monjas levantaron una reja de hierro hasta entonces oculta por la imagen, y la dejaron caer hacia el otro lado con un golpe sonoro. El espantoso estrépito, repetido por los abovedados techos y las cavernas que había debajo de mí, me despertaron de la desalentada apatía en que me había sumido. Miré ante mí: un abismo espantoso se abría ante mis ojos aterrados, en el que se sumergía una empinada y angosta escalera, hacia la cual me llevaban mis conductoras. Grité y me retorcí. Imploré compasión, desgarré el aire con mis chillidos e invoqué el auxilio del cielo y de la tierra. ¡Pero todo fue en vano! Me arrastraron escalera abajo y me obligaron a entrar en una de las celdas que se abrían a lo largo de las paredes de la caverna.

Se me heló la sangre al ver el tenebroso recinto. Los fríos vapores que flotaban en el aire, los muros verdes de humedad, el lecho de paja tan abandonado e incómodo, la cadena destinada a retenerme para siempre en mi prisión, y los reptiles indescriptibles que, al acercarse las antorchas, vi escabullirse precipitadamente hacia sus guaridas, me encogieron el corazón con tan intensos terrores que a duras penas los pudo soportar mi naturaleza. Enloquecida de desesperación, me desasí súbitamente de las monjas que me sujetaban: me arrojé de rodillas ante la priora y supliqué clemencia en los términos más apasionados y frenéticos.

—¡Si no a mí —dije—, mirad al menos con compasión al ser inocente cuya vida se encuentra unida a la mía! ¡Grande es mi crimen, pero no permitáis que mi hijo sufra por ello! Mi hijo no ha cometido ningún pecado. ¡Oh! Perdonadme por ese hijo nonato, al que antes de probar la existencia vuestra severidad condena ya a la destrucción.

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