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Authors: Matthew G. Lewis

El monje (49 page)

BOOK: El monje
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La priora se apartó con arrogancia. Tiró de su hábito, haciéndome soltarlo, como si mi contacto fuese contagioso.

—¡Cómo! —exclamó con gesto exasperado—. ¿Os atrevéis a interceder por el fruto de vuestra vergüenza? ¿Hay que permitir que viva una criatura concebida en pecado tan monstruoso? ¡Mujer disipada, no me pidáis más por él! Sería preferible que el desdichado muriese. Engendrado en el perjurio, la incontinencia y la corrupción no puede por menos de revelarse un prodigio de vicio. ¡Escúchame, pecadora! No esperes misericordia ni para ti ni para tu engendro, sino más bien reza para que la muerte te sobrevenga antes de que nazca. ¡Y si ve la luz, que sus ojos se cierren inmediatamente para siempre! Ninguna ayuda recibirás en tu alumbramiento. Tráelo tú sola al mundo, aliméntalo tú, críalo tú, y entiérralo tú: ¡Y Dios quiera que esto último ocurra sin tardanza, no vayas a encontrar consuelo en el fruto de tu iniquidad!

Este discurso inhumano de la superiora, las amenazas que contenía, los espantosos sufrimientos que me predecían, y sus deseos de que muriese mi hijo, por el que ya sentía yo un profundo cariño aunque aún no había nacido, eran más de lo que mi cuerpo podía soportar. Profiriendo un hondo gemido, caí exánime a los pies de mi inexorable enemiga. No sé el tiempo que permanecí en tal estado; pero imagino que debió de transcurrir algún tiempo antes de recobrarme, porque cuando lo hice la priora y sus monjas habían abandonado ya la caverna. Al volver en mí, vi que me encontraba en medio del silencio y la soledad. No oí siquiera retirarse a mis perseguidoras. ¡Todo estaba callado, y todo era espantoso! Me habían arrojado sobre la paja; la pesada cadena que yo había visto con terror me rodeaba la cintura, y su extremo estaba firmemente sujeto a la pared. Una lámpara alumbraba con resplandor mortecino y melancólico la mazmorra, permitiéndome distinguir todos sus horrores. Estaba separada del subterráneo por un muro de piedra bajo e irregular; una ancha hendidura constituía la entrada, ya que puerta no tenía ninguna. Había un crucifijo de plomo delante de mi lecho de paja. A mi lado encontré una manta andrajosa, así como un rosario; y no lejos, vi una jarra con agua y una cesta de mimbre con un pan, así como una botella de aceite para la lámpara.

Con ojos desalentados, examiné este escenario de sufrimiento. Cuando pensé que estaba condenada a pasar el resto de mis días allí, sentí el corazón desgarrado de angustia. ¡En otro tiempo, me habían enseñado a pensar en el porvenir de manera bien diferente! ¡Qué brillantes y halagadoras parecían mis perspectivas! Ahora todo se había acabado para mí. Amigos, comodidades, compañía, felicidad; ¡en un instante me habían privado de todo! Muerta para el mundo, muerta para el placer, no vivía sino para sufrir la miseria. ¡Cuán puro me parecía el mundo del que ahora estaba excluida para siempre! ¡Cuántos objetos amables contenía que no volvería a ver otra vez! Eché una mirada de terror por mi prisión; y estremecida ante el viento cortante que aullaba en mi subterránea morada, me pareció el cambio tan enorme, tan repentino, que dudé de su realidad. El hecho de que la sobrina del duque de Medina, prometida del marqués de las Cisternas, nacida en la abundancia, emparentada con las más nobles familias de España y rica en amigos afectuosos, se convirtiese en un instante en una cautiva separada del mundo para siempre, y se viese cargada de cadenas y reducida a sostener su vida con los más groseros alimentos, parecía un cambio tan súbito e increíble que se me antojaba el juego de alguna espantosa visión. Su persistencia me convenció de mi error de manera inequívoca. Cada mañana se disipaban mis esperanzas. Finalmente, abandoné toda idea de escapar: me resigné a mi destino, y sólo esperé ya la libertad con la llegada de la muerte.

Mi angustia espiritual y las espantosas escenas que había tenido que soportar, me adelantaron el período del parto. En soledad y miseria, abandonada de todos, desasistida del arte, sin el consuelo de la amistad, en medio de unos sufrimientos capaces de conmover los corazones más endurecidos, tuve mi desdichado alumbramiento. El niño vino vivo al mundo. Pero yo no sabía cómo cuidarlo, ni de qué modo conservar su existencia. Sólo pude bañarle con mis lágrimas, calentarle en mi regazo y ofrecer oraciones por su seguridad. Pronto me vi privada de estos cuidados dolorosos: la falta de atenciones adecuadas, mi ignorancia sobre cómo atenderlo, el intenso frío de la mazmorra y el aire malsano que invadía sus pulmones, terminaron con la breve y desventurada existencia de mi hijito. Expiró a las pocas horas de su nacimiento, y presencié su muerte en medio de unas agonías más allá de toda descripción.

Pero de nada servía que me afligiese. Mi hijo había dejado de existir, y todos mis suspiros no podían insuflar a su pequeño y tierno cuerpo un instante de aliento. Rasgué mi sudario, y envolví con un trozo al pobrecillo. Me lo puse contra mi pecho, con su blando bracito rodeándome el cuello y su pálida y fría mejilla pegada contra la mía. Así descansaron sus miembros, mientras yo le cubría de besos, le hablaba, lloraba y gemía sin descanso día y noche. Camila entraba en mi prisión regularmente. A pesar de su endurecida naturaleza, no podía presenciar impasible este espectáculo. Temía que el excesivo sufrimiento me hiciera perder finalmente la razón, y lo cierto es que no siempre me sentí en mi juicio. Movida por un impulso de compasión, me insistió en que permitiese enterrar su cadáver. Pero no lo consentí. Prometí no separarme de él mientras me quedase un aliento de vida; su presencia era mi único consuelo, y ningún argumento logró convencerme para que me separase de él. No tardó en convertirse en una masa de putrefacción, y a los ojos de todos no fue otra cosa que un objeto repugnante y desagradable: a los ojos de todos, menos a los de su madre. En vano me impulsaban los humanos sentimientos a retroceder con repugnancia ante este símbolo de mortalidad: resistí y vencí esa repugnancia. Seguí conservando a mi hijito en mi pecho, llorándole, queriéndole, ¡y adorándole! Hora tras hora pasaba en mi lecho miserable, contemplando lo que antes había sido mi hijo: me esforzaba en adivinar sus rasgos en aquella lívida corrupción que se había extendido por todo él. Durante mi confinamiento, esta triste ocupación fue mi única alegría, y en esos momentos, nada en el mundo me habría convencido para que le abandonase. Aun cuando me liberasen de mi prisión, me llevaría a mi hijo en brazos. Las súplicas de mis dos bondadosas amigas —aquí cogió las manos de la marquesa y de Virginia, y las besó—, me convencieron finalmente para que dejase descender a mi desventurado niñito a la tumba. Sin embargo, me separé de él con trabajo. Pero la razón prevaleció al fin; accedí a que se lo llevasen, y ahora descansa en tierra consagrada.

Antes he dicho que Camila me traía alimento regularmente, una vez al día. No amargó nunca mis desventuras con reproches: me decía, eso sí, que renunciase a toda esperanza de libertad y mundana felicidad. Pero me alentaba a soportar con paciencia mis desdichas temporales, y me aconsejaba que buscase el consuelo de la religión. Mi situación, evidentemente, la afectaba más de lo que ella se atrevía a manifestar. Pero creía que si atenuaba mi culpa me haría menos ansiosa de arrepentimiento. Muchas veces, mientras sus labios pintaban la enormidad de mis pecados con vivos colores, sus ojos traicionaban cuán sensible era a mis sufrimientos. De hecho, estoy segura de que las que se dedicaban a atormentarme (pues las otras tres monjas entraban en mi prisión de cuando en cuando), actuaban no tanto movidas por un espíritu de opresiva crueldad como por la idea de que afligir mi cuerpo era el único medio de__ salvar mi alma. Es más, aun cuando no hubiera sido así, estoy segura de que habrían juzgado mi castigo excesivo, de no haber mantenido sofocadas sus conciencias con la ciega obediencia a la superiora. Pero ésta abrigaba su resentimiento en todo su vigor. Al ser descubierto mi proyecto de rapto por el abad de los capuchinos, se consideró que mi infamia la rebajaba ante la opinión de éste, por lo que el odio que concibió fue sin reservas. Dijo a las monjas a cuya custodia fui encomendada que mi culpa era de lo más atroz, que ningún sufrimiento podía expiarla, y que no me salvaría de la perdición eterna sino castigando mi delito con la mayor severidad. Las palabras de la superiora eran un oráculo para muchas de las que vivían en el convento. Las monjas creían lo que a la priora se le ocurría afirmar. Aunque contrarios a la razón y a la caridad, no dudaban en admitir la verdad de sus argumentos. Seguían sus decisiones al pie de la letra, y estaban plenamente convencidas de que tratarme a mí con lenidad, o mostrar la menor compasión por mis sufrimientos, sería el medio directo de eliminar toda posibilidad de que me salvase.

Dado que Camila era la que más me atendía, a ella fue a quien la priora encargó que me tratase con dureza. Y para cumplir estas órdenes, frecuentemente se esforzaba en convencerme de cuán justo era el castigo, y cuán enorme mi crimen. Me pedía que me considerase muy dichosa si salvaba mi alma mortificando el cuerpo, y aun me amenazaba a veces con la condenación eterna. Sin embargo, como ya he dicho, siempre concluía con palabras de aliento y de consuelo. En cuanto a las frases mortificantes, aunque pronunciadas por los labios de Camila, fácilmente reconocía en ellas las expresiones de la superiora. Una vez, sólo una, vino la priora a visitarme a la mazmorra. Me trató con la más irreconciliable crueldad: me colmó de reproches, se burló de mi fragilidad, y cuando le imploré compasión, me dijo que la pidiese al cielo, ya que en la tierra no merecía ninguna. Miró incluso a mi hijito muerto sin emoción; y cuando se marchó, oí que encargaba a Camila que aumentase los rigores de mi cautiverio. ¡Era una mujer despiadada! Pero no quiero pensar en resentimientos: ya ha expiado sus errores con su muerte triste e inesperada. Descanse en paz; ¡y ojalá se le perdonen sus crímenes en el cielo, como yo le perdono mis sufrimientos en la tierra!

Así que seguí arrastrando una existencia miserable. Lejos de familiarizarme con mi prisión, la contemplaba cada vez con más horror. El frío parecía más intenso y penetrante; el aire, más denso y pestilente. Mi cuerpo se volvió débil, febril y consumido. No era capaz de levantarme del lecho de paja para ejercitar mis piernas en los estrechos límites que permitía la longitud de la cadena. Aunque agotada, débil y sin fuerzas, me asustaba quedarme dormida: mi sueño se veía constantemente interrumpido por algún detestable sapo hinchado, horrendo, impregnado con los vapores ponzoñosos de la mazmorra, que arrastraba su cuerpo abominable por encima de mi pecho; o el frío y rápido lagarto, que me despertaba dejándome un rastro viscoso en el rostro y enredándose entre los mechones desgreñados y sucios de mis cabellos. Muchas veces, al despertar, encontraba mis dedos cubiertos de largos gusanos que se alimentaban con la carne putrefacta de mi hijito. Entonces gritaba de terror y repugnancia, y mientras me sacudía de encima los reptiles, temblaba con toda mi debilidad de mujer.

Tal era mi situación, cuando Camila cayó enferma súbitamente. Una peligrosa fiebre, supuestamente infecciosa, la retuvo confinada en la cama. Todas, salvo la hermana encargada de cuidarla, la evitaron con precaución, temerosas de contraer la enfermedad. Era presa de delirios, y no podía atenderme de ningún modo. La superiora y las monjas que estaban en el secreto me habían entregado completamente a los cuidados de Camila; así que no volvieron a ocuparse de mí. Y atareadas en preparar la próxima festividad, lo más probable era que no pensaran en mí una sola vez. La madre Santa Úrsula es la que me informó, después de mi liberación, del motivo por el que Camila dejó de venir a verme. Entonces estaba yo muy lejos de sospechar la, causa. Al contrario, al principio esperé la aparición de mi carcelera con impaciencia, y luego con desesperación. Transcurrió un día; luego, otro. Llegó el tercero. ¡Y Camila sin llegar! ¡Y yo sin comida! Podía medir el paso del tiempo por el consumo de mi lámpara, para cuyo suministro me habían dejado aceite para una semana. Supuse que, o bien las monjas me habían olvidado, o bien la superiora les había ordenado que me dejasen morir. Esta última idea parecía la más probable. Sin embargo, es tan natural el amor a la vida, que temblé al pensar que fuera eso. Aunque atormentada por toda clase de miserias, aún sentía apego a mi existencia y tenía miedo de perderla. Cada minuto que transcurría me probaba que debía abandonar toda esperanza de alivio. Yo no era más que un absoluto esqueleto: la vista me flaqueaba, y mis miembros comenzaban a quedarse rígidos. Sólo podía expresar mi angustia y los dolores del hambre que me arañaban las entrañas con gemidos cuyo eco melancólico repetía el abovedado techo. Me resigné a mi destino; y esperaba el momento de mi disolución, cuando mi ángel guardián, mi amado hermano, llegó a tiempo de salvarme. Mi vista debilitada y borrosa se negó al principio a reconocerle; y cuando distinguió su semblante, la súbita emoción que me embargó fue demasiado fuerte. Me inundó la alegría de ver una vez más a un amigo, y a un amigo tan querido para mí. Mi naturaleza no pudo soportar tantas emociones, y buscó refugio en la insensibilidad.

Ya conocéis cuáles son mis deudas con la familia de Villa

Franca; pero lo que no sabéis es la magnitud de mi agradecimiento, que es ilimitado como la excelencia de mis benefactores. ¡Lorenzo! ¡Raimundo! ¡Qué nombres tan queridos para mí! Enseñadme a soportar con valor esta súbita transición de la miseria a la dicha. Hace muy poco tiempo, me hallaba agobiada por las cadenas, moribunda de hambre, hostigada por todos los rigores del frío y la necesidad, desterrada de la luz, excluida de la sociedad, desesperanzada, abandonada y, como temía, olvidada. Ahora, restituida a la vida y la libertad, dotada de todas las comodidades de la abundancia y el desahogo, rodeada de aquellos a quienes más quiero, y a punto de convertirme en la esposa del que hace tanto tiempo es dueño de mi corazón, mi felicidad es tan intensa, tan completa, que apenas puede mi cerebro soportar su peso. Sólo me queda un deseo por ver cumplido: que mi hermano recupere su salud, y que el recuerdo de Antonia quede enterrado con ella en su tumba. Si se me concede esto, nada más desearé. Confío en que mis pasados sufrimientos hayan ganado el perdón de mi momentánea debilidad. Sé que he ofendido, que he ofendido grave y seriamente. Pero que no dude mi esposo, porque una vez conquistó mi virtud, de la corrección de mi conducta futura. He sido frágil y he caído en el error. Pero no he cedido a la liviandad de la carne. Raimundo, el afecto por vos es lo que me ha traicionado. Confié demasiado en mi fortaleza. Pero confiaba tanto en mi honor como en el vuestro. Había prometido no veros más. De no haber sido por las consecuencias de aquel instante de imprudencia, habría mantenido mi resolución. El destino quiso que fuese de otro modo, y no puedo por menos de alegrarme de su decreto. No obstante, mi conducta ha sido altamente censurable, y aunque trate de justificarme, me ruborizo al recordar mi desliz. Permitidme, pues, que deje ya este tema desagradable. Pero antes os aseguro, Raimundo, que no tendréis motivos para arrepentiros de nuestra unión, y que cuanto más culpables hayan sido los errores de vuestra amada, más regular será la conducta de vuestra esposa.

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