Authors: Jesús Sánchez Adalid
—Don Nuño es un hombre fiero y vehemente —dijo cuando Asbag terminó de narrarle lo sucedido—. Hace tiempo que estamos acostumbrados a sus bravuconerías. Si por él fuera estaríamos constantemente en guerra. Su padre era un conde montaraz y belicoso de los Montes de Oca y él se educó como un guerrero antes de ser sacerdote. Y no es el único; muchos obispos y abades del norte son tan aficionados como él a las armas. Pero… así están los tiempos; son nuevas costumbres que llegan desde Europa.
Por la tarde, los dos obispos fueron recibidos por el rey de Navarra. Asbag decidió esta vez cambiar la táctica. Enseguida se dio cuenta de que don García era un monarca sin carisma; tartamudo y tembloroso, por lo que le llamaban «el Trémulo», de rostro redondo y enrojecido y de pequeños ojillos temerosos. Adivinó que era un hombre indeciso, tal vez manejado por el impetuoso conde Fernán González, al que había retenido preso durante varios años en Pamplona según las cláusulas del pacto que le obligaba con Abderrahmen.
Después de las salutaciones, Asbag se puso directamente frente a él y le habló con seriedad y franqueza.
—Majestad, sin duda os han asesorado mal. Pensáis que el actual califa, Alhaquen II, es un rey apocado y de escaso temperamento. Habéis de saber que no es así. Nada está más lejos de la realidad. Y si os han dicho eso os están haciendo un flaco favor. Ciertamente Alhaquen no es como su padre; no es cruel y despiadado; no ama la guerra a toda costa… Es un sabio; un verdadero hombre de libros y de ciencias, lo cual le ha hecho inteligente y astuto. En fin, es un rey capaz de anticiparse a las reacciones más nimias de sus competidores. Por ello acuden a Córdoba embajadores de todo el mundo: del emperador de Bizancio, Constantino el Porfirogéneta; del propio Otón de Germania; de los califas de Bagdad… Y, últimamente, se encamina hacia allí vuestro propio primo, el rey Ordoño IV de León, con un buen número de condes…
—¿Mi… mi primo Ordoño? —interrumpió el rey—. Pero él ya no es el rey de León, lo es mi primo Sancho…
—¡Ah, sí! —exclamó Asbag—. Lo es vuestro primo Sancho con la ayuda del ejército de Córdoba que le aupó a recuperar su trono… Pero lo será por poco tiempo… Pues si seguís obstinados en no cumplir lo que prometisteis al reino de Córdoba, Ordoño regresará con un gran ejército y será él quien ocupe ahora el trono… Veréis…, al califa le es indiferente uno que otro: antes Sancho, ahora Ordoño… ¿Comprendéis? Lo importante es que respeten los tratados…
El rey García pareció hundirse en su sillón. Miró a un lado y a otro, como buscando apoyo en sus asesores. Pero era evidente que entre ellos cundía el desconcierto. Asbag aprovechó para proseguir:
—Yo soy un obispo cristiano; no puedo mentir. El ejército del califa es enorme, creedme. No como esos caballeros que acampan en las afueras de Pamplona, junto al río Aga, que son libres; si quieren se quedan, si no, vuelven a sus condados y señoríos. No, el ejército cordobés es permanente; una máquina monstruosa y brutal. Son entre 30.000 y 40.000 hombres en total, organizados en milicias de terribles mercenarios: los
hashant,
agrupados en tropas regulares; los fanáticos musulmanes de las tribus, los
chund,
que acuden a la llamada de la guerra santa y no temen a nadie más que a Alá; los siervos personales del califa, los
daira;
los sirios feroces y decenas de miles de africanos que hambrean y desean la guerra a toda costa para enriquecerse. En fin, una masa sedienta de sangre a la cual el califa tiene sujeta fuertemente como a un perro rabioso con una correa… Pero a la que puede soltar cuando no le quede otra solución… El rey se mordisqueó los dedos, nervioso. Por un momento, a Asbag le pareció estar ante un niño asustado; esperó a ver su reacción.
—¿Y… decís que mi primo Ordoño va camino de Córdoba? —preguntó al fin García.
—Hummm…, me temo que sí —respondió Asbag—. Deberíais avisar a vuestro otro primo, don Sancho, de que pronto pueden llegarle complicaciones. El califa está verdaderamente enojado por la manera en que ha incumplido los compromisos que un día adquiriera con su padre al-Nasir.
—Bien —dijo el rey—. Tenemos que meditar con detenimiento sobre todo esto… Mañana volveremos a vernos… Sí, mañana, cuanto antes mejor.
Por la noche, Asbag le contó a Walid todo lo sucedido.
—Estoy convencido de que he conseguido disuadirle —concluyó—. Seguramente mañana se presentará con intenciones de congraciarse con el califa de cualquier manera.
—¡Dios lo quiera así! —comentó el juez—. Sería maravilloso regresar con una solución a todo esto. Pero, dime, ¿estás seguro de que hacemos lo correcto?
—¿Lo correcto? No te comprendo.
—Sí —dijo el juez, preocupado—. A veces me pregunto si no estaremos poniendo zancadillas a la cristiandad… He meditado sobre ello últimamente…
—¡Oh, juez Walid! Ponemos zancadillas a la guerra. Un ejército en campaña, sea musulmán o cristiano, es siempre un enemigo de la causa de Cristo. ¡Luchemos por vivir en paz! ¿Crees que esos miles de guerreros que acampan en las afueras de Pamplona buscan solamente la causa cristiana? No, querido amigo, buscan la causa de sus alforjas. Las guerras son destrucción y saqueo. Siempre pierden los mismos…, los más pobres.
—Eso que dices me llena de tranquilidad —dijo el juez convencido.
A la madrugada, Asbag celebró misa de alba siguiendo el rito latino, en presencia del rey de Navarra, de la reina y de numerosos nobles de la corte. Luego rezó un responso ante el sepulcro de la reina Tota, en cuya piedra blanca estaba representada la difunta dormida en actitud devota y con los pies descansando sobre un mastín vigilante, esculpido para guardar su sueño. Los monjes entonaron piadosas letanías con voces profundas, como salidas de las entrañas de la tierra. El aroma de las maderas del norte, el incienso y la humedad daban al templo una atmósfera inquietante.
En la misma puerta de la catedral, el rey invitó a Asbag a acompañarle al palacio. Desayunaron juntos; panes calientes y puches de harina tostada, manteca y tasajos de ciervo.
—Decid al califa de Córdoba que el rey de Navarra le ama tanto como un día amara a su padre Abderrahmen —dijo el rey García, como repitiendo una fórmula cuidadosamente estudiada—. Que ambos compartimos la misma sangre, pues su bisabuela era navarra, hermana de mi abuela, la gran reina Tota. Decidle también que me gustaría conocerle en persona, como un día conocí a al-Nasir, cuando le visité en su palacio de Zahra. Habladle de mi buena disposición para la paz entre su pueblo y el mío…, paz que defenderé a toda costa… No puedo responder por mi primo el rey de León, don Sancho I, pero haré lo posible por hacerle llegar las buenas intenciones del rey Alhaquen, y procuraré convencerle de que cumpla los tratados que nuestra abuela Tota concertó un día con el reino de Córdoba. Y así lo ratifico en una extensa carta que el señor obispo prepara en estos momentos con mis secretarios, la cual firmaré gustoso y sellaré delante de vos y del Dios Altísimo.
—¡Que el mismo Dios premie vuestra buena disposición! —dijo Asbag lleno de satisfacción.
Córdoba, año 962
El regreso de los mozárabes a Córdoba fue agotador, pero lleno de felicidad, pues llevaban consigo una buena parte de la solución del conflicto. Cabalgaron día y noche hacia el sur, con breves paradas en el camino, buscando llegar antes de que dieran comienzo las celebraciones de la Semana Santa. El viaje fue como una penitencia cuaresmal; no les faltaron enfermedades y dolencias a causa del cansancio, por lo que se demoraron algo con respecto a sus previsiones.
Pero por fin llegaron, el Domingo de Ramos, cuando la comunidad se aprestaba a celebrar la entrada de Jesús en Jerusalén. Fue maravilloso para ellos encontrarse de repente en la plaza frente a San Zoilo, rodeados de fieles que portaban palmas y ramas de olivo, en una mañana reluciente de cielo azul, dorado sol en las cornisas y tejados llenos de palomas. Repicaron las campanas con alegría y se elevaron los cantos de fiesta. Para quienes venían del norte, obscuro y casi invernal todavía, aquella luz y aquel color eran una explosión de vida.
—¡Córdoba divina, espejo de la Jerusalén del Cielo! —le gritó Asbag a Walid, cuyos ojos brillaban emocionados.
—¡Que no nos falte nunca nuestra Córdoba, san Acisclo bendito, que no nos falte! —exclamó el juez.
Celebraron la procesión de ramos y la misa. Reunieron luego al cabildo para comunicarle las buenas nuevas. A mediodía comieron con el obispo metropolitano de Sevilla, que había permanecido allí esperando las noticias.
Por la tarde, Asbag, el juez Walid y el prelado sevillano partieron hacia Zahra para ser recibidos en audiencia por el gran visir al-Mosafi.
Cuando llegaron al palacio, se encontraron con la grata sorpresa de que la primera parte de su embajada había rendido ya su fruto. El rey Ordoño IV había solicitado audiencia al califa y anunciaba su próxima llegada a Córdoba, junto con una veintena de condes dispuestos a reconocer la soberanía de Alhaquen. Al-Mosafi estaba eufórico. Pero se alegró aún más cuando leyó la carta del rey García Sánchez I, que anunciaba la próxima llegada de embajadas de Navarra con deseos de paz y hermandad con el reino de Córdoba. El visir descendió del estrado y besó a Asbag en señal de sincera felicitación.
—Ha sido una gestión impecable —declaró—. El califa estará muy contento. Seréis premiados por esto.
—Todavía falta ver la reacción del rey Sancho de León —dijo Asbag—. Si, como suponemos, se amedrenta al encontrarse sin el apoyo de Navarra, no tardará en enviar también sus embajadores a rebajarse ante Alhaquen; lo cual dejará solo al conde Fernán González y zanjará definitivamente este asunto.
—¡Tengamos paciencia! —exclamó al-Mosafi—. Recibamos ahora a los que llegan para avenirse y aguardemos a que los otros sean lo suficientemente inteligentes para reaccionar. Pero lo peor ya está solucionado; ya no hay alianza entre ellos ni unanimidad a la hora de seguir los dictámenes del conde castellano.
Una semana después, el día 8 de abril de 962 (fines de safar de 351 de la hégira del profeta Mahoma), Ordoño IV llegó a Córdoba. Una gran escolta de honor enviada por el califa salió a su encuentro, recordando aquel día que llegara la reina Tota. Para Alhaquen la llegada de un rey cristiano que venía a rendirse a sus pies suponía alcanzar el prestigio y la grandeza que tuviera su padre al-Nasir en otro tiempo.
Gran parte de la población salió hacia las inmediaciones de Córdoba para contemplar el espectáculo. En la gran explanada del real, al otro lado del puente, aguardaba otro gran destacamento de caballería, más numeroso aún que el que había salido al camino a recibir a los huéspedes. También se encontraban allí los principales cristianos de Alándalus, como Obaidala aben-Casim, metropolitano de Sevilla, y Asbag, el obispo de Córdoba, con Walid ben Jayzuran, juez de cristianos, y numerosos vicarios, abades y cadíes mozárabes.
Con Ordoño venía el general Galib y un numeroso séquito de caballeros leoneses. Cuando aparecieron a lo lejos, la multitud prorrumpió en un estruendo de vítores y los tambores tocaron un ensordecedor redoble de bienvenida.
La comitiva cruzó el puente y entró en Córdoba acompañada por el gentío en dirección a los alcázares. Allí Ordoño —tal vez aleccionado previamente— preguntó dónde se hallaba la tumba de Abderrahmen III. Cuando se la enseñaron se quitó respetuosamente la gorra, se arrodilló, volviendo la cabeza hacia el lugar indicado, y oró por el alma del que un día le arrojara del trono favoreciendo a su actual enemigo; con tal gesto buscó captarse el favor de los oficiales de la escolta.
El rey fue alojado en la
munya
de al-Manra, junto con los veinte condes que le acompañaban, y se les dispensó un trato magnífico. Después de pasar dos días en aquel lujoso palacio, recibieron el permiso para ir a Zahra, donde el califa les daría audiencia.
Ordoño aprovechó esa ocasión para congraciarse con Alhaquen. Para la recepción se vistió con un traje y una capa de seda blanca —a fin de homenajear a los ommiadas, porque el blanco era el color adoptado por esta familia— y se cubrió con una gorra adornada con pedrería. Por la mañana temprano, lo recogieron Asbag y el juez Walid, que eran los encargados de presentarle ante el califa; le instruyeron en las reglas de la quisquillosa etiqueta de la corte cordobesa y le condujeron a Zahra.
Ordoño y sus acompañantes se admiraron una vez más al pasar ante las filas de soldados apostados a la entrada de Zahra. Cuando llegaron a la primera puerta del palacio echaron pie a tierra todos, menos Ordoño, que era recibido con la dignidad de monarca. Continuaron a paso quedo hasta la puerta de Azuda, contemplando los espléndidos jardines y las fuentes que lanzaban sus chorros al cielo. Finalmente, se detuvieron en el gran pórtico dorado, donde habían puesto sillas para el rey y sus compañeros. Allí se les hizo esperar un buen rato, intensificando así la atmósfera de misterio y grandeza. Asbag y Walid advirtieron la impaciencia y los nervios en los rostros de los cristianos.
Por fin, recibieron los leoneses permiso para entrar en la sala de audiencia. Ordoño hubo de quitarse la gorra y la capa en señal de respeto y avanzó en el silencio del misterioso y solitario salón, donde sólo se oían sus pasos y los de la comitiva, hasta el gigantesco velo verde oliva que descendía desde las alturas. Allí permaneció otro rato, sofrenando su propia impaciencia.
Sonó una dulce flauta, y la cortina subió enrollándose sobre sí misma. Apareció Alhaquen solo, vestido de oro, delante del trono, de pie y esbozando su sonrisa de viejo y astuto sabio. Acto seguido entraron los hermanos del califa, sus sobrinos, los visires y los alfaquíes, que se fueron postrando en su presencia. Ordoño, confuso ante el espectáculo, se arrodilló también. Alhaquen se adelantó entonces y le dio a besar la mano, después de lo cual el rey cristiano se retiró cuidando de no volver la espalda al califa, para sentarse en un diván de brocado, destinado para él y que estaba a quince pies del trono. Después los señores leoneses se fueron aproximando con el mismo ceremonial; besaron también la mano y fueron a colocarse detrás del rey. Asbag se sentó junto a ellos para servir de intérprete en la entrevista.
El califa guardó algunos instantes de silencio, para dejar a los visitantes tiempo de reponerse de la emoción. Ellos miraban asombrados los ricos adornos de la sala y los lujosos ropajes de los miembros de la corte, mientras la flauta creaba un ambiente de encantamiento.