Authors: Jesús Sánchez Adalid
Córdoba
El cadí Walid se alojaba en una de las casas señoriales más antiguas de Córdoba, construida posiblemente por cristianos hacía más de doscientos años, porque era vecina de la iglesia de Santa Ana y colindante con el huerto del monasterio más viejo. El juez era un sesentón enjuto y de aspecto distante a primera vista, reservado y meditabundo, pero cordial y amable en el trato. Era un hombre acostumbrado a mantener el tipo en los tiempos difíciles. Había tenido que aceptar el cargo en los tensos días de Abderrahmen, cuando el visir y gran parte de la aljama habían empezado a mirar con recelo a los cristianos, a causa de los conflictos con los reinos del norte. En definitiva, un hombre firme y valiente, que vio marcharse a lo más granado de la nobleza mozárabe y decidió permanecer. Asbag lo conocía ya desde hacía más de quince años, y sabía cuánto había sufrido junto al anterior obispo por la indiferencia y la frialdad de la corte de al-Nasir, que ignoraba por sistema a la comunidad de mozárabes. Ahora estaba contento, porque la tolerancia de Alhaquen facilitaba las cosas, y veía con ojos agradecidos y admirados que el obispo de Córdoba entrase y saliese de Zahra con entera libertad.
Cuando Asbag llegó a la casa de Walid recibió, como siempre, una cálida bienvenida. Inmediatamente fue conducido hasta la mesa e invitado a compartir la comida, junto con los hijos y nietos. La mujer del juez, María, era una matrona alegre y decidida, un complemento perfecto para él, puesto que sabía animar y sostener la conversación cuando su esposo se sumía en sus silenciosas cavilaciones. Aquélla era sin duda la casa donde el obispo se encontraba más a gusto. Comieron y se sintió más aliviado, comprobando que era tratado como un miembro de la familia. Incluso uno de los pequeños había trepado encima de él, y le pasaba las manos pegajosas por el manto limpio, después de haber manoseado los dulces.
—¡Bien, bien! —ordenó enérgicamente Walid—. ¡Fuera niños de la sala! Llevaos a los pequeños, que se están poniendo muy revueltos.
María y sus nueras acarrearon obedientemente a los nietos, y los hijos también se despidieron respetuosos, suponiendo que el obispo y su padre querrían hablar de cosas importantes.
Cuando se quedaron solos, Asbag sintió cierto reparo a la hora de tratar el asunto que le había llevado hasta allí, puesto que el cadí Walid no dejaba de inspirarle cierto respeto; pero reparó en que, en todo caso, él era el obispo, y sabía cuan deferente era el juez hacia las autoridades religiosas. Decidió pues abordar el tema con naturalidad.
—Hoy he estado en Zahra —dijo—. Tuve que acudir allí por orden del gran visir al-Mosafi.
—Me alegro —dijo Walid sonriendo—; es bueno que los muslimes no se olviden de nosotros. ¿Has visto al califa?
—No. Desde su matrimonio y el embarazo de su esposa vive dedicado a sus asuntos privados. Es el gran visir quien se ocupa de los negocios del Estado en su nombre. Al-Mosafi es un hombre eficiente y, como todo el mundo sabe, tratar con él es como tratar con el propio califa.
—Y bien, ¿sobre qué habéis despachado? Naturalmente, si es cosa que afecte a la comunidad…
—Afecta y mucho —respondió Asbag en tono grave—. Se trata de algo complicado que me tiene preocupado; por eso he venido a verte. El califa quiere enviar una embajada al norte para negociar con los reinos cristianos sobre el asunto de las plazas fronterizas. Como sabes, el conde Fernán González está libre y anda armando gente para intentar emprender de nuevo la conquista.
—¡Bah! El conde es un fanfarrón; no puede hacer sino molestar como un mosquito.
—Me temo que es mucho más peligroso esta vez. Ha conseguido que le apoyen el rey de León, el de Navarra y un indeterminado número de condes y señores de Portucale y de Francia; las embajadas han sido expulsadas y la guerra parece inevitable.
—¿Es un levantamiento de la cristiandad? —exclamó el juez poniéndose en pie—. ¿Una guerra santa? ¿Está bendecida por el Papa?
—No lo sé. Pero sin duda los obispos del norte y un buen número de abades y monjes andan detrás de todo esto. Algo que… —Asbag hizo una pausa, antes de proseguir cautelosamente—, algo que sospeché desde que Niceto llegó a Córdoba. ¿No habías notado un extraño ánimo belicista en sus predicaciones?
—Ciertamente es un hombre apasionado —respondió el juez con calma—. Supuse que pretendía animarnos a emprender la peregrinación a toda costa… Pero nunca me pasó por la imaginación que fuera un emisario.
—Supongo que habrá más de un predicador de su estilo alborotando por las otras comunidades de Alándalus —dijo Asbag—. Lo cual puede causarnos problemas con las autoridades musulmanas en un momento tan delicado.
El juez Walid volvió a sentarse frente a Asbag y ambos guardaron silencio durante un rato, como reflexionando sobre el tema. Luego el obispo prosiguió:
—Esa embajada que pretende enviar el califa nos afecta especialmente. Porque… porque desea que esté formada por mozárabes. Es más, al-Mosafi me ha pedido que sea yo quien la forme.
—¡Dios, cuánto han cambiado las cosas! —exclamó Walid—. ¡Si tu predecesor levantara la cabeza…!
—He pensado que deberías ayudarme en esta tarea —dijo Asbag con serenidad—. Eres un hombre justo y preparado; no veo a nadie más indicado. —Le dedicó otros elogios, dándole tiempo para pensar. El peligro del momento era grande. Si Walid se negaba, Asbag se vería atrapado en medio del visir y la comunidad—. Bien, esto es algo serio. Puedes meditarlo.
—¿Y la peregrinación? —preguntó el juez con seriedad—. ¿Has pensado en lo que supondrá cambiar la peregrinación, que tanto tiempo llevamos preparando, por un servicio al califa? ¿No lo verán como una claudicación más ante los caprichos de los musulmanes?
—Sí, lo he pensado. Pero si entramos en guerra con los cristianos tendremos que olvidarnos definitivamente de ir a Santiago de Compostela.
—¿Hay alguna otra opción posible? —dijo el juez, huraño.
—Me temo que no. La única manera de poder seguir viviendo en paz es intentar la negociación… y ponernos en manos de Dios.
Viendo que Asbag lo miraba en silencio y esperaba su respuesta, Walid se sintió obligado a contestar.
—Bien, cuenta conmigo. Eres el obispo… Confiemos en el Todopoderoso.
—Le agradezco de corazón la confianza, Walid —dijo Asbag llevándose la mano al pecho—. Hoy mismo mandaré una carta al metropolitano de Sevilla para solicitar su presencia urgente en Córdoba.
Se decía que un despacho llevado por mensajeros reales era aún más veloz que los pájaros. Por eso Asbag le pidió al visir al-Mosafi que se citara al obispo metropolitano de Sevilla desde Zahra. Pero él escribió el pergamino con el siguiente texto:
Graves sucesos amenazan la paz. Te rogamos que acudas a Córdoba a la mayor brevedad. Tu hermano en el Señor Jesucristo:
Juliano Asbag ben Abdallah ben Nabil,
episcopus coturbensis
Por la carretera real de Sevilla viajaba un correo. Su ágil caballo devoraba las distancias. Antes de que el animal necesitara descanso, habría llegado a la próxima posta, donde otro hombre y otra bestia seguirían adelante con el mensaje del obispo.
Córdoba, año 962
Las enormes puertas de las gruesas murallas exteriores estaban abiertas. Una fila compuesta por una veintena de mulas se detuvo. Un grupo de soldados se le acercó. Se intercambiaron algunas palabras y los recién llegados cruzaron la puerta de Alcántara. Era la mañana del sábado y Córdoba hervía de visitantes: soldados veteranos, judíos aprovechando su descanso, cristianos llegados para celebrar el domingo, mercaderes, charlatanes, mendigos…
Nada más entrar en la ciudad, en la explanada de al-Dchamí, frente a la gran mezquita, la fila de mulas volvió a detenerse. Un palafrenero guiaba una hermosa bestia torda por las riendas, a cuyos lomos iba un viejo e hirsuto hombre barbado, tocado con el píleo de fieltro rojo y con el racional bordado en oro sobre los hombros, que sostenía el báculo en una mano y el manípulo en la otra, por lo que hubo de ser ayudado a descender de su cabalgadura. Nada más echar pie a tierra, se puso de rodillas y besó el suelo de Córdoba.
El anciano visitante era el arzobispo de Sevilla, cuyo nombre cristiano era Juan, pero todos le conocían como el mumpti Obadaila aben-Casim.
Inmediatamente las autoridades religiosas y civiles de la comunidad mozárabe se acercaron a saludarle. Le besaron las manos con reverencia, y él los fue besando en las mejillas uno por uno.
Al día siguiente en la catedral, los principales miembros de la comunidad se prepararon para la asamblea.
Fuera, en el atrio, se había concentrado un buen número de cristianos que esperaban riñendo, conjeturando, rumoreando. En el interior se había reunido el consejo, con el juez Walid a la cabeza, los cadíes, los presbíteros, los diáconos y subdiáconos, los monjes, esperando a que hicieran su entrada el metropolitano de Sevilla y Asbag, el obispo de Córdoba. A veces, cuando crecían la impaciencia y la inquietud, el murmullo subía en oleadas.
Por fin se hizo el silencio. Todos los ojos se volvieron hacia el pasillo central y aparecieron los obispos, tocados con sus mitras y sosteniendo sus báculos. Una vez cerradas las puertas, se dio principio a la reunión.
Asbag se adelantó. Le correspondía hablar a él en primer lugar como pastor que era de la comunidad. Evocó los anteriores conflictos con Abderrahmen, la memoria del mártir Pelayo y el desdén de la corte de al-Nasir hacia los cristianos de Córdoba. Estuvo acertado en su comienzo; un suspiro ronco de aprobación atravesó la catedral. Prosiguió agradeciendo las deferencias del actual califa y subrayó el bienestar de la comunidad en los dos últimos años. Luego le llegó el momento de hablar de la guerra que amenazaba en el norte y exhortó a la comunidad a que tuvieran deseos de paz, pues la paz es un don del reino de Cristo.
Hubo murmullos de admiración y gestos de conformidad en las filas. El obispo pensó que la cosa sería más fácil de lo que en un principio supuso.
Pero de pronto, sin ser anunciado, el monje Niceto se adelantó; esbelto e imponente con su hábito benedictino. La gente calló para escucharlo; en el fondo era lo que todos estaban esperando. El monje empleó el tono de voz con que hablaba desde los pulpitos, asombrando con su resonancia.
—Hermanos, vuestro obispo tiene razón; la paz es un don muy necesario. Pero yo pregunto: ¿quién debe buscar la paz? ¿Debe ser el rey de los musulmanes, a quien los suyos llaman Príncipe de los Creyentes? No olvidemos que los reyes cristianos lo son por la gracia de Dios. ¿Acaso pensáis que en el norte hay solamente fieros y salvajes montañeses que no se encomiendan ni a Dios ni a los hombres? No, no es así. Yo os diré lo que hay en la cristiandad: templos dedicados a Santa María, miles de monjes que alaban al Creador, esbeltas catedrales, reyes que juzgan conforme a las leyes del Altísimo y a los mandatos de Nuestro Señor Jesucristo…
Hubo murmullos de ansiedad; los miembros del consejo se miraron inquietos. El monje prosiguió:
—Sugiero que, antes de decidir en favor de esa negociación, hagamos nuestra peregrinación a las tierras bendecidas por los restos del santo apóstol. ¡Vayamos allí y veamos la cristiandad floreciente! ¡Veamos los reinos donde reina Cristo!
Sonó un fuerte aplauso. Los hombres secundaron la propuesta del monje:
—¡Eso, vayamos! ¡Peregrinemos al templo de Compostela! ¡A Santiago! ¡A Santiago…!
El cadí Walid pidió silencio. Salió al frente e hizo sonar su voz potente.
—¿Por ventura estamos locos? ¿Queréis atravesar unas fronteras amenazadas por la guerra? ¿Creéis acaso que los desalmados que se aprovechan de los conflictos os van a respetar?
Las voces se calmaron. El juez prosiguió:
—¡Insensatos, recordad los tiempos de Abderrahmen al-Nasir! ¿Cuándo hemos estado como ahora? ¿Cuándo hemos gozado de tanto respeto y consideración por parte de la sociedad musulmana? ¿Queréis volver atrás?
Eso los impresionó. Valoraban y honraban al cadí porque había estado siempre ahí. Incluso se sabía que había sufrido cárcel y azotes hacía más de veinte años; era considerado casi un mártir en vida, un confesor de la fe.
Una nueva voz interrumpió su breve alocución. Obadaila, el metropolitano de Sevilla, se puso en pie y habló con una voz profunda, como desde una caverna.
—Nadie desde el norte va a venir a decirnos lo que debemos hacer —dijo mirando al monje Niceto— Somos mayores de edad. Hemos permanecido aquí durante más de doscientos años, manteniendo nuestra fe en Jesucristo y su Santa Madre, sufriendo persecuciones, martirios e incomprensiones. Nuestros mártires se cuentan por centenares. No vamos a abandonar esas piedras seculares de nuestra Iglesia por ir detrás de otros templos, a otras tierras…
Con ello no os digo que no sea oportuno ir a peregrinar al templo del santo apóstol; pero éste no es el momento… Si ahora podemos servir a la noble causa de la paz yendo a transmitir los sinceros deseos del califa para evitar esta guerra, ¿por qué no hacerlo? ¿Quién sabe si no es eso lo que Dios nos pide?
El monje, contrariado, abandonó la catedral. La asamblea se quedó en calma, aceptando la sentencia del anciano arzobispo; su autoridad, como la del juez Walid, estaba sancionada por sus canas, muchas de ellas nacidas de la santa paciencia.
Córdoba, año 962
Cuando los señores de las regiones meridionales enviaron los destacamentos que les correspondían, quedó formada una gran hueste. En ella se podían identificar a simple vista los sectores que componían el gran ejército cordobés: falanges y escuadrones en formación, adiestrados por oficiales eslavos; y una ingente masa de campesinos con armas hechas en casa, reunidos por sus jefes locales en bandas sin orden, a los que con frecuencia había que aguijonear desde atrás a punta de lanza o por otros hombres armados con látigos.
Alhaquen, luciendo su armadura de parada, se desplazó hasta la cabecera del puente y pasó revista a la tropa. Toda Córdoba estaba fuera de las murallas, para disfrutar con el espectáculo del califa situado en un pequeño altozano con sus generales, sus estandartes y su esplendoroso séquito guerrero formado por los aguerridos miembros de su guardia personal, armados con enormes alfanjes y lanzas de hoja en forma de hacheta.
Esa misma mañana se puso en camino hacia el norte la primera columna, que iba a engrosar las huestes enviadas por Mérida y Toledo que le saldrían al paso. Era una marcha imponente que se abría con un estruendo de tambores y chirimías capaz de erizar el vello a cualquiera que lo escuchara en la distancia. Los caballeros iban delante, seguidos por un largo cortejo de soldados de a pie, palafreneros con caballos de refresco, herreros, carpinteros, fabricantes de arneses, carromatos, mujeres y esclavos. A cierta distancia, protegida por una escolta, marchaba también la embajada formada por los mozárabes de Córdoba, encabezada por el obispo Asbag y el juez Walid.