Authors: Jesús Sánchez Adalid
Permaneció un largo rato aguardando, pero el califa seguía concentrado en su libro sin apenas moverse, por lo que decidió carraspear para llamar su atención.
Alhaquen se volvió y le miró con ojos todavía perdidos, hasta que descendió de sus cavilaciones y sonrió ampliamente.
—¡Oh, querido Asbag! —exclamó—. Estaba leyendo algo verdaderamente hermoso. Pero… escucha; te lo leeré para que disfrutes tú también de palabras tan sabias y confortadoras. Se trata de la epístola cuarta de
Hermanos de la pureza,
un libro de sabiduría que he recibido recientemente desde Basora. Dice así: «Los hermanos no deben oponerse a ciencia alguna, ni rechazar libro alguno, ni ninguna doctrina; pues nuestra opinión y nuestra doctrina integran todas las doctrinas y resumen todas las ciencias…»
—¿Quiere ello decir que todas las doctrinas son válidas? —le preguntó Asbag.
—No exactamente. Lo que quiere decir es que el único método para llegar a la verdad suprema consiste en conocer cuanto más mejor, sin rechazar nada.
—Y… ¿creéis que es posible alcanzar esa verdad aquí; en el mundo?
Alhaquen sonrió de nuevo, con dulzura, y encogió los hombros en un gesto mezcla de conformidad y de duda.
—Bueno, pienso que la verdad es como un camino; quien está en él ya está en vías de alcanzar su destino.
—Pero… no todo lo que se encuentra en ese camino es igualmente válido —repuso Asbag—. Habrá que dejar de lado las veredas…
—¡Oh, naturalmente! Pero si no conoces las veredas no podrás escoger el itinerario más corto.
—Aun así, el camino principal es siempre el más seguro —observó Asbag.
—Sí. Ése es precisamente el problema; ¿cuál es el camino principal?
—Hay luces que muestran el sendero; hitos seguros que no hay que dejar: el bien, el amor, la justicia…
—¡Ah, ciertamente! —asintió Alhaquen—. Dios es la suprema verdad; la verdad única y universal. Y el Dios único posee muchos nombres.
—Sí —dijo el obispo—. Y el creyente tiene la obligación de contribuir al triunfo de la verdad y a la erradicación de la falsedad.
—Naturalmente. Porque el mal existe sólo en la esfera humana, como resultado de la voluntad libre; en el plano cósmico Dios sólo puede querer el bien.
—Como un buen rey, que sólo debe querer el bien de sus súbditos, a toda costa. Porque el universo está gobernado por Dios y el Estado está gobernado por un rey…
—Sí, querido Asbag. Pienso en ello con frecuencia. Sobre todo desde que leo los tratados de al-Farabi, según los cuales el Estado debería estar gobernado por un filósofo como hombre perfecto y encarnación de la razón pura: como rey y guía espiritual, como imán, legislador y profeta en nombre de Dios. Pero este mundo lo gobiernan hombres de armas, y así es difícil la paz…
Asbag creyó entonces llegado el momento de abordar el asunto que le había llevado hasta allí y pensó que la Providencia no podía haberle puesto mejor las cosas.
—Señor —dijo—, ¿qué es lo más sagrado en este mundo?
Alhaquen se quedó mirándole con evidente confusión.
—Hummm… no sé —respondió—. Déjame pensar… La justicia…
—¿Es justo que alguien sufra en silencio, un día y otro, sin poder expresar la causa de su mal? —se apresuró a preguntarle el obispo.
—No. Creo que lo justo sería que expusiese la razón de tal desdicha: así se vería la manera de poder ayudarle.
—¿Y si al exponer tal razón hiriese sentimientos y transgrediera antiguas e inamovibles normas de cortesía?
—Bien, habría que saber quién sufre de esa manera y por qué.
—Una madre —respondió Asbag—. Una madre que ve cómo le roban a sus hijos a causa de las circunstancias y de las absurdas tradiciones que otros consideran buenas.
—¡Oh, eso no puede ser! —exclamó Alhaquen—. ¡El amor de una madre es siempre sagrado! ¿Quién es esa madre?
—La madre de vuestros hijos —respondió Asbag con rotundidad.
—¿Qué?
—Sí, amado califa. La sayida Subh Walad sufre y languidece como una planta sin luz y sin aire en vuestro harén, viendo cómo los fatas al-Nizami y Chawdar, aunque con buena voluntad, le quitan a sus hijos. Está sola, se aburre; es de otra cultura, de otro mundo, y no comprende aún las costumbres anquilosadas del palacio.
A Alhaquen se le demudó el rostro. En su mirada se transparentó una sucesión de confusiones y dudas. Durante un momento permanecieron en silencio. Luego Asbag prosiguió:
—Creedme, señor, es muy difícil para mí deciros esto; pero es la verdad. Vos mismo decíais hace unos momentos que la verdad es lo que debe alcanzarse a toda costa y que un buen rey debe querer sólo el bien de sus súbditos; cuanto más… el bien de los suyos.
—Pero… —replicó el califa— al-Nizami y Chawdar han sido siempre muy buenos conmigo; son mi única familia…
—No —repuso Asbag—. Permitidme, señor, que os recuerde que ya no son vuestra única familia. La princesa Subh y los niños no se encuentran en la misma situación que vos, entre múltiples mujeres, concubinas y multitud de hermanos. Ése no es el caso de vuestros hijos; ellos tienen a su madre y merecen otra forma de vida.
—Oh, todo esto es tan confuso para mí… ¿Qué se puede hacer?
—Dadles una casa, fuera de Zahra si es preciso; en el alcázar de Córdoba. Con sus criadas, sus administradores y todas las comodidades. Sacadles de este palacio, que es bello, pero oculta sombras del pasado…
—¿Y… si todo sigue igual? —preguntó Alhaquen con lágrimas en los ojos.
Asbag apretó los labios y bajó la mirada.
—Subh morirá con toda seguridad —dijo—. Y vuestros hijos estarán solos, en medio de las intrigas de los eunucos y de las insatisfechas y envejecidas mujeres del harén. ¿Se merecen acaso eso…?
—¡Dios mío! Déjame pensar; déjame ahora y ya te comunicaré mi decisión.
Córdoba, año 966
El fastuoso salón principal del visir Ben-Hodair resplandecía con la luz emitida por la infinidad de lámparas que pendían del artesonado, y una verdadera fortuna se exhibía en tapices orientales y lujosísimos muebles de finas y pulidas maderas, nacarados y sobredorados, repletos de relucientes piezas de ajuar. Un centenar de invitados se aplicaba a la comida y la bebida en el denso y hospitalario ambiente propiciado por los deliciosos vapores que emanaban de los platos y los perfumados humos de las aromáticas resinas que se quemaban en los braseros de las esquinas. Repartidos por las mesas, dispuestas según un estricto protocolo, disfrutaban de la fiesta los principales cargos de la corte, la parentela real, los dignatarios representantes de los reinos aliados y, cómo no, el cadí supremo de la capital, acompañado del más elevado de los notarios y de los funcionarios de la casa de monedas. Cada uno se encontraba en el lugar que le correspondía, según su categoría, más alejado o más próximo a la galería del final del salón, donde se sentaba el anfitrión, acompañado por el gran visir al-Mosafi y uno de los hermanos del califa que representaba al soberano.
Desde que Ben-Hodair había sido llamado a la corte, había pensado día y noche en esta fiesta de presentación, pues del impacto que causara en sus invitados dependía su prestigio en el restringido y exigente mundo de la sociedad cordobesa. Era un hombre habituado al lujo y al placer, sin duda, pero cuando era gobernador de Málaga él era el único que imponía las normas, les gustasen a los demás o no. En cambio, en la capital las cosas discurrían por los cauces impuestos por las fluctuantes modas que asaltaban a la metrópoli en un constante ir y venir de embajadores, dignatarios viajeros, reyes y todo tipo de hombres de mundo acostumbrados a visitar las principales cortes del orbe.
Se trataba de impresionar, sobre todo, para no delatar un apocado provincianismo que relegaría de por vida al visir a una no deseada jubilación del mundo elegante y refinado de las fiestas cordobesas. No, él no podía consentir tal cosa. Era ya maduro y consciente de que le quedaba poco tiempo; pero habían sido veinte los años de alejamiento en el digno, aunque apartado, gobierno de Málaga. Demasiado tiempo; el suficiente para que no supiera ya por dónde soplaban los vientos en la añorada Córdoba que se vio obligado a abandonar un día por los celos de su primo al-Nasir, y el necesario para que lo tomasen por un aburrido y desfasado noble de provincias.
Así pues, a fin de evitar cualquier nota de vulgaridad, había decidido buscar a alguien dotado de singular imaginación para encomendarle la preparación de la fiesta. Y no habría podido encontrar a nadie mejor que a su adorado y protegido Abuámir. Había compartido suficientes sesiones de diversión con el joven en Málaga para apreciar que se encontraba provisto de una sensibilidad especial y del tacto y la exquisitez propios del más instruido de los chambelanes palaciegos. Por eso le había llamado semanas antes, una vez finalizado el acondicionamiento de su palacio, y le había espetado el encargo sin darle posibilidad alguna de negociar.
—¿Cómo? —se quejó Abuámir—. Pero… si yo no he participado nunca en ninguna fiesta de los grandes de Córdoba. Si se tratara de una fiesta restringida, algo simple, entre amigos…, bueno. Pero… asistirá toda la gente importante del reino. No, no me atrevo…
—Nada, nada —replicó Ben-Hodair—. Confío plenamente en ti. Y yo entiendo de esto. Aunque no tengo imaginación suficiente para idear cosas, sé distinguir lo bueno, lo que vale de verdad. Es como un olfato…, un olfato que me dice que tú serás capaz de idear algo distinto, original, pero sin dejar de ser exquisito. Sí, lo sé, lo presiento…
—Pero… hay en Córdoba maestros expertos en este tipo de cosas —insistió Abuámir—. ¿Por qué yo? ¿Y si me equivoco?
—No se hable más. Lo harás, lo harás y lo harás; porque yo quiero. Te recompensaré. Te saldrá todo perfecto y yo te recompensaré.
Abuámir no pudo negarse, porque el visir estaba totalmente decidido. Por otra parte, le halagaba esa confianza absoluta que Ben-Hodair depositaba en él. De manera que se puso manos a la obra.
Lo primero sería decidir qué hacer. Debía ser algo diferente, sin dejar de ser refinado, según las indicaciones del propio Ben-Hodair. Puso a trabajar su imaginación, en combinación con su sexto sentido especial para intuir lo que de verdad seduce a las personas, y dio con los ingredientes ideales para cautivar cualquier corazón: vino y sensualidad. Ya lo tenía. Ben-Hodair venía de Málaga, y todo Alándalus identificaba a la meridional y marítima región con su vino exquisito de tonos dorados. El primer ingrediente ya estaba decidido: tendría que ver con el vino de Málaga. En cuanto al siguiente ingrediente, no le sería difícil encontrarlo: las sensuales bailarinas del Loco, acompañadas por el penetrante son de los laúdes de los músicos del jardín.
Sería algo distinto que a buen seguro calaría en las almas de los exigentes invitados a la fiesta de Ben-Hodair; porque los poetas cortesanos eran excesivamente dulces, afeminados las más de las veces, y sus poesías se habían vuelto tan enrevesadas que eran tan sólo juegos de palabras que sonaban bien al oído pero que no llegaban al corazón. El Loco era otra cosa. Los únicos visitantes de su jardín eran militares, hombres rudos acostumbrados al dolor de la guerra, y comerciantes del otro extremo de los desiertos, hechos a la sequedad de la vida y al polvo de los caminos. Aun así, el Loco los movía a lágrimas cada noche en su establecimiento. ¿Cómo no iba a poder arrancarlas a los blandos ojos ahítos sólo de ver el lujo?
Le hizo una visita al poeta y le propuso que recitara en la fiesta; a lo que el Loco no se negó, puesto que el visir no escatimaba gastos y se le ofreció un buen salario. Él y Abuámir escogieron el repertorio: poesías de vino y rosas, de días felices, de amantes en el éxtasis; luego poemas de fugacidad, de tiempo que corre y no vuelve. Abuámir los había escuchado casi todos una noche tras otra en el jardín, y nunca le habían dejado impasible.
Durante días lo prepararon todo a conciencia. Comenzarían las bailarinas, con un complejo número en torno al vino, para el cual hubo que construir un singular decorado a base de viñas, racimos y lagares. No hubo problema en conseguir las uvas, puesto que era otoño. También se hizo un dorado sol con un complicado sistema de espejos que reproducirían las horas del día, desde el amanecer al ocaso, en una ágil sucesión que daría sensación de tiempo fugaz. Caería también lluvia desde un sofisticado entramado de regaderas y, finalmente, el Loco descendería desde el techo, sentado en una plateada media luna, simbolizando la poesía, don inestimable caído del cielo. Y todo estaría envuelto en las melodías evocadoras de los músicos del jardín.
Había llegado el día esperado. Todo estaba rigurosamente dispuesto, revisado y ensayado para que no hubiera ningún fallo. Y Abuámir, consecuentemente, había sido invitado a la fiesta. Su mesa se encontraba en un extremo de la sala, cerca de la puerta de entrada, pero en un ángulo desde el que se podía divisar todo perfectamente.
Se sirvió el banquete sin vino, a propósito, para no restarle protagonismo al número de las bailarinas. En las mesas se escanciaban deliciosos jaropes de frutas y agua fresca de rosas. Sin embargo nadie se sorprendió, porque lo de poner vino en las mesas dependía de la concepción de la piedad que tuviera el anfitrión. De manera que por aquella época se celebraban banquetes con vino y sin él. Generalmente, los nobles peninsulares eran aficionados al caldo de uvas y lo consumían con naturalidad, pero los orientales, y especialmente los africanos, eran reticentes a esta costumbre. No obstante, la mayor parte de las veces que se prescindía del vino era sólo para quedar bien ante los ulemas más ortodoxos. Lo que de verdad esperaba cualquiera que fuera invitado a un banquete era encontrarse con el vino en las copas, para sentirse obligado a no declinar la invitación.
Abuámir apuraba con nerviosismo un vaso tras otro de jarabe de moras, pues tenía la boca seca a causa de la tensión, esperando a que se sirvieran los postres para dar la orden de que comenzara el espectáculo. Nunca una cena se le había hecho tan larga.
Finalmente, aparecieron las bandejas con los dulces y supo que el momento había llegado. Vio a Ben-Hodair ponerse de pie y buscarle con la mirada por entre los comensales y, discretamente, le hizo un gesto de complicidad con la mano. El visir avanzó entonces al centro del salón y batió las palmas para llamar la atención. Mientras, los criados se apresuraron a apagar parte de las lámparas para crear una penumbra adecuada, según lo habían acordado.