El mozárabe (30 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

BOOK: El mozárabe
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Qut se lanzó entonces hacia Abuámir y le arrancó de su éxtasis, tirando de él y llevándole hacia las sombras de la vegetación, por donde corrieron, temerosos de que los vieran.

Una vez alejados y seguros, Abuámir seguía fuera de sí y con la mirada perdida.

—¡Oh Dios! —exclamó—. ¿Quién era? ¿Quién era esa mujer?

—Pero ¿no te has dado cuenta? —le recriminó Qut—. ¡Eres un loco! ¡Era la sayida! ¡La sayida Subh Walad; la favorita del Príncipe de los Creyentes!

Capítulo 31

Córdoba, año 966

El mismo día de la llegada de la favorita a los alcázares de Córdoba, Asbag recibió la noticia de que se había producido el traslado. Desde que se entrevistó con el califa en Zahra y le rogó en nombre de Subh que permitiese que ella y los príncipes salieran del dominio de los eunucos reales, no había vuelto a saber nada del asunto, por lo que supuso que Alhaquen habría desestimado la pretensión por considerarla demasiado atrevida. Después se supo que el califa había partido hacia Sevilla y que permanecería allí algún tiempo.

Momentáneamente, Asbag se sorprendió al conocer el hecho de que Subh se encontraba ya en Córdoba, fuera del malhadado harén de Zahra, e inmediatamente se alegró en el alma. Bendijo a Alhaquen en su interior y supuso que había decidido que el traslado se realizara en su ausencia, para evitar tener que estar presente cuando los eunucos al-Nizami y Chawdar tomaran conciencia de que les quitaban a los príncipes.

Pasó el otoño y regresó el invierno a Córdoba. En las fiestas de la Natividad del Señor, Asbag aprovechó la ocasión para comenzar a preparar una vez más la tantas veces interrumpida peregrinación al templo del apóstol Santiago. Como las veces anteriores, fijó el viaje para la próxima primavera y la partida para el Domingo de Resurrección. Al finalizar la celebración del día de Navidad, el cadí de los cristianos Walid se aproximó al obispo y, sonriendo, le preguntó:

—¿Podrá ser esta vez?

Asbag le devolvió la sonrisa y respondió:

—Si Dios quiere…

Córdoba, año 967

Aquel invierno fue muy duro; la escarcha aparecía al amanecer en los estanques y a veces permanecía hasta el día siguiente sin deshacerse. Al frío se unió el hambre, porque el año anterior había sido seco y apenas se había recogido grano. A los arrabales de Córdoba acudieron ríos de gente procedentes de todas partes en busca de algo con lo que sustentarse. En pocos días acabaron con los arbustos y las arboledas del Guadalquivir y empezaron a morirse porque no tenían qué comer ni leña para calentarse.

Alhaquen había regresado hacía poco tiempo de Sevilla y enseguida dispuso lo necesario para que se repartieran víveres, mantas y leña. Como en otras muchas ocasiones pagó todo de su propio tesoro. Nunca se había conocido un rey tan magnánimo y tan sensible a las necesidades de los menesterosos.

Con frecuencia el califa acudía a rezar a la mezquita mayor, cuyas obras mandó que se interrumpieran mientras durase la calamidad de aquel año de frío y necesidades. Ante la sorpresa y la admiración de todos, abandonó las ricas vestimentas que imponía el rígido protocolo ommiada, y comenzó a aparecer en público vestido con una sencilla túnica blanca, a la manera de los teólogos y filósofos que le acompañaban a todas partes. Qué lejos estaba ya de su padre, el soberbio al-Nasir.

En el mes de febrero del calendario romano, que ese año coincidió con rabí'I de 356 de los musulmanes, se levantaron unos ululantes vientos helados que vinieron a sumarse a los largos días de heladas de los meses precedentes.

Una de aquellas ventosas mañanas, Asbag fue llamado a Zahra por el gran visir al-Mosafi. El obispo y el arcediano hicieron el camino sobre sus caballos, envueltos en gruesos capotes, y contemplaron bandadas de avefrías que llegaban desde el norte, por lo que auguraron que los rigores del invierno continuarían.

Ya en Zahra, se encontraron con unos mustios y entristecidos jardines donde no era posible siquiera presagiar la primavera.

El gran visir les recibió en un cálido saloncito, donde notaron que la sangre acudía a sus manos y a sus rostros activada por la proximidad de las ascuas de un gigantesco brasero. Cuando se hubo calentado, el arcediano fue invitado cortésmente a abandonar la sala. Al-Mosafi y Asbag quedaron entonces solos, el uno frente al otro, cómodamente sentados en un denso tapiz de lana.

—El califa no se encuentra bien de salud —dijo con circunspección el visir—. Es algo que sabe muy poca gente… confío en tu discreción.

—¡Oh! ¿Es grave? —preguntó Asbag.

—Padece una dolencia interior que no le abandona ni de día ni de noche y, además, se resiente de las rodillas. Según los médicos es cosa de los humores; pero todo el mundo sabe en palacio que se cuida poco. Demasiadas horas en la biblioteca, pocas horas de sueño y, ahora, esa nueva costumbre suya de acudir a la mezquita mayor a pie, con escasez de ropa. En fin, nunca ha sido muy solícito con su propia persona.

—¿Ha estado excesivamente atento a los pobres últimamente?

—Ah, claro, como siempre. Eso le preocupa mucho y le hace sufrir. Tengo para mí que ésa es otra de las causas de sus males.

—Y… ¿qué se puede hacer? —preguntó Asbag.

—Hummm… Alhaquen es un hombre extraño. Le conozco desde que era un niño y, verdaderamente, es alguien singular. Está convencido de que le queda poco tiempo y quiere aprovechar estos últimos momentos para dejar todo en orden.

—¿Cómo? ¿Piensa que va a morir?

—Sí. Sin ninguna duda.

—Pero… ¿tan mal está?

—Oh, ya te he dicho que sufre dolores; pero se queja poco de ellos. Su apreciación de la muerte inminente es algo independiente de la enfermedad. Un… ¿cómo decirlo?, un presentimiento.

—¡Ah, bueno! —exclamó Asbag—. Nadie conoce su hora; sólo Dios.

—Sí. Pero ya te he dicho que Alhaquen es alguien especial.

—¿Con eso quieres decir que tú también crees que va a morir pronto?

—Sí, estoy convencido de ello. Aunque no creo que vaya a ocurrir tan pronto como piensa el califa. Dentro de dos años, tres, tal vez cinco…

Asbag se quedó pensativo. Todo aquello le parecía algo extraño e irreal.

—Bueno —dijo al fin el obispo—, yo no puedo aventurarme a creer algo que sólo Dios conoce. Pero… ¿puedes decirme por qué me has comunicado a mí este extraño presentimiento?

—Bien, tú conoces la manera en que Alhaquen vio realizarse su mayor deseo: el de ser padre. Ahora un solo pensamiento le preocupa, en los que él cree que son los últimos años de su vida: el asegurar el trono a su hijo mayor, niño aún.

—Dios ha sido generoso con él —respondió Asbag—. Realmente Alhaquen se merecía esos hijos.

—Sí. Y ahora se merece ver completado su sueño. Como sabrás, la favorita Subh y los príncipes se trasladaron a los alcázares de Córdoba. El califa no tiene secretos para mí y me contó que tú intercediste para hacerle ver que los tres necesitaban dejar Zahra. Desde que llegaron a los alcázares, Subh ganó en alegría y en salud…

—¡Bendito sea el Todopoderoso! —exclamó el obispo—. Gracias a Dios, Alhaquen pudo entender que Subh es una princesa venida de otro mundo, de los reinos cristianos del norte, donde la realeza vive de manera diferente. Languidecía; iba a morirse inevitablemente si hubiera permanecido en el harén. Y habría sido una pena que una historia que había empezado tan bien hubiera terminado en infelicidad. Pero dime, ¿cómo se tomaron los eunucos la salida de la favorita y los niños de su poder?

—Se hizo todo en ausencia de Alhaquen. Ya sabes cuánto ama a esos dos eunucos. Gritaron, patalearon, lloraron y rugieron de rabia. Pero la decisión ya estaba tomada… tuvieron que conformarse, por mucho que les haya dolido. No obstante, pronto han podido prodigar de nuevo sus cuidados maternales: desde que Alhaquen sufre de estas dolencias no le dejan ni a sol ni a sombra.

—Espero que algún día puedan llegar a comprenderlo —observó Asbag.

—Lo dudo mucho. Son personajes de otro mundo, del universo particular y misterioso de al-Nasir, cuyo espíritu parece que mora aún dentro de las murallas de Zahra. Se tardará siglos en olvidar una presencia tan poderosa. Y, en cierta manera, yo creo que la salida de Subh y los príncipes de aquí no les beneficia solamente a ellos, sino que facilita las cosas a la hora de afianzar al heredero. Y pienso que en el fondo Alhaquen opina de la misma manera.

—¿Por qué? No comprendo lo que dices.

—Pues porque aquí hay multitud de hijos, sobrinos y nietos de al-Nasir; y, lo peor, toda una corte de conspiradores y falsos aduladores que nunca terminaron de ver con buenos ojos a Alhaquen.

—Pero si es el monarca perfecto. El pueblo le ama —replicó Asbag con sinceridad.

—¡Ah, el pueblo! A ellos el pueblo les da igual. Se trata de mantener a toda costa sus privilegios y sobre todo la guerra. Es una gran fuente de beneficios, ¿sabes? Pero Alhaquen ama la paz…

—¡Oh, Dios mío! Ahora lo comprendo.

—Sí. Por eso te he mandado llamar, querido Asbag. Aquí en Zahra, Alhaquen no puede fiarse de nadie. ¿Por qué crees que acude a ti con tanta frecuencia? ¿Es normal que un rey musulmán pida consejo a un obispo cristiano?

—No, desde luego no es lógico —respondió el obispo.

Los dos hombres guardaron silencio, como meditando sobre cuanto se había dicho en aquella conversación. Ambos se percataron de que amaban y admiraban por igual al califa Alhaquen y de que querían ayudarle de corazón. Asbag decidió pues encomendarse a al-Mosafi y confiar plenamente en cuanto pudiera pedirle desde aquel día.

—¿Y qué es lo que yo humildemente puedo hacer ahora? —le preguntó.

—Volvamos a la favorita —dijo el visir—. Ella confía plenamente en ti. Eso lo sé yo y lo sabe el califa. En el fondo sospechamos que nunca ha dejado de ser cristiana en su corazón. Es algo que escandalizaría a prácticamente toda la corte, sobre todo a los eunucos y a los ulemas. Pero ya sabes que Alhaquen es un hombre tolerante, formado en el eclecticismo y partidario de que la verdad, aunque es una sola, puede revestirse de múltiples formas exteriores. Lo importante es comprender esto y aceptarlo pacíficamente.

—Sí, he hablado de ello con el califa —observó Asbag.

—Pues bien —continuó al-Mosafi—, Alhaquen ha dotado generosísimamente a Subh, a fin de que pueda rodearse de una corte particular que vaya formando partidarios a su favor. En el fondo se trata de alejarla también del círculo de influencia de Zahra, sin que se sienta sola y desprotegida; para que el futuro califa comience a educarse en una situación y un ambiente nuevos y completamente apartados de los viejos modos del sistema.

—Ah, comprendo. Es una maniobra hábil y loable. Pero sigo sin entender qué puedo yo pintar en todo esto.

—Es precisamente lo más importante. Hay que nombrar un administrador. Subh es una muchacha ingenua y poco instruida en el manejo de los bienes. Se necesita a alguien que lleve las cuentas, administre la fortuna, nombre intendentes, gestione las propiedades, elija a los esclavos… En fin, algo parecido a lo que hacen los dos grandes eunucos de Zahra, pero… algo distinto… Lo normal sería pensar en algún eunuco eslavo y seguir la tradición; pero ¿quién nos asegura que no sucedería lo mismo que con al-Nízami y Chawdar?

—¡Ah, comprendo! —exclamó el obispo—. Como un eunuco pero sin ser eunuco…

—Eso mismo. Y ahí entras precisamente tú. La persona que debemos buscar debe ser alguien de confianza total y plena. Un musulmán, naturalmente, para no despertar sospechas; pero alguien que tú también conozcas y de quien puedas responder, para que Subh esté tranquila y se sienta segura.

—El plan me parece perfecto —dijo Asbag con satisfacción—. Pero siento decepcionarte al decirte que no conozco a nadie con esas características.

—Bien, ya aparecerá. Buscaremos, tú por un lado y yo por otro. Lo importante es que al final estemos de acuerdo. ¿No ha de haber en Córdoba alguien culto, honrado, inteligente y con personalidad suficiente para desempeñar este cometido…?

Capítulo 32

Córdoba, año 967

—¡Oh, Abuámir, querido! —dijo el visir Ben-Hodair a Abuámir—. Lo posees todo: eres culto, honrado, inteligente y tienes personalidad suficiente para hacer cuanto desees en el mundo.

—¿Sí?, pues díselo al cadí Ben al-Salim, mi jefe superior —se quejó Abuámir—, que cada día me trata con mayor frialdad.

—Oh, Ben al-Salim tiene un espíritu frío y práctico, ya te lo advertí. Es difícil que comprenda a una persona con imaginación e ideas propias como tú. Ten paciencia con él; llegarás a apreciarle.

—No. No puedo —replicó Abuámir contrariado—. Lo he intentado, créeme, pero es como golpearse contra un muro. Todo lo que hago le parece mal; siempre tiene algo que reprocharme. No soporta que los otros funcionarios me estimen; sobre todo los notarios mayores. Y… sospecho que le irrita en extremo que tú me estimes. Es superior a él.

—¡Ah! Ja, ja, ja… —rió Ben-Hodair—. Claro, es lógico, es un hombre de origen obscuro, que ha llegado alto desde abajo por su propio esfuerzo, triste, aburrido y con escaso encanto natural; es lógico que sienta algo de envidia hacia los que, como tú, son capaces de meterse a cualquiera en el bolsillo con una simple sonrisa. Intenta ganártelo; a ti no te será difícil.

—Es imposible. Sobre todo después de la fiesta que diste en tu casa. Seguramente vio cómo me felicitabas y cómo me presentabas al gran visir al-Mosafi y a otros personajes influyentes. Aquello debió de ser la gota que colmó la medida de su aversión hacia mí. Desde aquel día me ignora totalmente. Con alguien así es imposible trabajar a gusto. Incluso se han dado cuenta los demás compañeros y ya me han advertido de que el cadí me tiene inquina.

—Bien, veo que la cosa es peor de lo que yo pensaba —dijo Ben-Hodair meditabundo.

—Amado visir Ben-Hodair —repuso Abuámir en tono suplicante—, has sido muy bueno conmigo, y gracias a ti ocupo un puesto importante; pero siento decirte que tendré que dejarlo y regresar a Torrox. Creo que no tengo otra alternativa posible, puesto que presiento que un día de éstos las cosas pueden llegar a mayores.

—¡Oh, no, no y no! —exclamó Ben-Hodair—. ¡De ninguna manera! Tú vales mucho, querido amigo, y no tienes la culpa de que ese seco y hediondo cadí no haya sabido apreciar tus cualidades. Además —prosiguió enojado—, está en entredicho mi propio honor. Yo te propuse, y lo menos que podía haber hecho es respetar a alguien que yo aprecio de veras…

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