El mundo de Guermantes (63 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

BOOK: El mundo de Guermantes
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Hay que añadir que faltaba uno de los invitados, el señor de Grouchy, cuya mujer, Guermantes por su cuna, había venido sola por su parte, porque el marido debía llegar directamente de la cacería en que había pasado el día entero. Este señor de Grouchy, descendiente de aquel que vivió en tiempos del Primer Imperio y del que se ha dicho falsamente que su ausencia al comienzo de Waterloo había sido la causa principal de la derrota de Napoleón, pertenecía a una excelente familia, insuficiente, sin embargo, a los ojos de algunos que tenían la chifladura de la nobleza. Así, el príncipe de Guermantes, que había de ser muchos años más tarde menos exigente para consigo mismo, tenía costumbre de decir a sus sobrinas: «¡Qué mala suerte la de esa pobre señora de Guermantes (la vizcondesa de Guermantes, madre de la señora de Grouchy), no haber podido casar nunca a sus hijas!». «Pero, tío, la mayor se ha casado con el señor de Grouchy». «¡A eso no le llamo yo un marido! En fin, dicen que el tío Francisco ha pedido la mano de la más pequeña; con eso no se quedarán todas solteras». Tan pronto como fue dada la orden de servir la cena, con un vasto brinco de resorte, giratorio, múltiple y simultáneo, las puertas del comedor se abrieron de par en par; un jefe de comedor, que tenía la apariencia de un maestro de ceremonias, se inclinó ante la princesa de Parma y anunció la noticia: «La señora está servida», en un tono parecido al que hubiera empleado para decir: «La señora se muere», pero que no proyectó ninguna tristeza sobre la reunión, ya que las parejas avanzaron con aire jubiloso y como en el verano, en Robinson, una tras otra, hacia el comedor, separándose cuando habían llegado a su sitio, donde los criados, a su espalda, les acercaban las sillas; la señora de Guermantes avanzó, la última, hacia mí para que la llevase a la mesa y sin que sintiera yo ni sombra de la timidez que hubiera podido temer, ya que, como cazadora a la que una gran destreza muscular ha hecho fácil la gracia, viendo, sin duda, que yo me había puesto del lado a que no debía estar, la duquesa giró con tal exactitud en torno a mí, que me encontré con su brazo cogido al mío y encuadrado con la mayor naturalidad en un ritmo de movimientos precisos y nobles. Obedecí a ellos con tanta mayor desenvoltura cuanto que los Guermantes no concedían a eso más importancia que al saber un verdadero sabio, en cuya casa está uno menos intimidado que en la de un ignorante; abriéronse otras puertas, por donde entró la sopa humeante, como si la comida se celebrara en un teatro de
pupazzi
hábilmente montado y en el que la tardía llegada del joven invitado ponía, a una seña del amo de la casa, todos los rodajes en acción.

Tímida y no majestuosamente soberana había sido esta seña del duque, a la que había respondido el ponerse en marcha aquel vasto, ingenioso, obediente y fastuoso aparato de relojería, mecánico y humano. La indecisión del ademán no perjudicó, para mí, al efecto del espectáculo que a él estaba subordinado. Porque me daba cuenta de que lo que había hecho que fuese vacilante y cohibido era el temor a dejarme ver que sólo se aguardaba por mí para cenar y que habían estado esperándome mucho rato, lo mismo que la señora de Guermantes tenía miedo de que, después de haber estado mirando tantos cuadros, me cansasen y no me dejaran ponerme a mis anchas con presentarme de carrerilla a todo el mundo, sin concederme respiro. De modo que era la falta de grandeza en el ademán lo que exhalaba la grandeza verdadera. Y lo mismo esta indiferencia del duque respecto de su propio lujo, y sus consideraciones, por el contrario, para con un huésped, insignificante en sí mismo, pero al que quería honrar. Lo cual no quiere decir que el señor de Guermantes no fuese en ciertos respectos muy ordinario, y no tuviera, inclusive, ridiculeces de hombre demasiado rico, el orgullo de un advenedizo, cosa que no era.

Pero así como un funcionario o un sacerdote ven su mediocre talento multiplicado hasta el infinito (como una ola por todo el mar que se agolpa detrás de ella) por las fuerzas en que se apoyan —la administración francesa y la iglesia católica—, del mismo modo el señor de Guermantes era transportado por otra fuerza: la cortesía aristocrática más auténtica. Esta cortesía excluye a mucha gente. La señora de Guermantes no hubiera recibido a la de Cambremer ni al señor de Forcheville. Pero desde el momento en que alguien, como ocurría en mi caso, parecía susceptible de ser agregado al medio de los Guermantes, esa cortesía descubría tesoros de sencillez hospitalaria, más magníficos aún, si cabe, que estos viejos salones, que estos maravillosos muebles que allí se conservaban.

Cuando quería dar gusto a alguien, el señor de Guermantes tenía, así, para hacer de él ese día el personaje principal, un arte que sabía sacar partido de las circunstancias y del lugar. Claro está que en Guermantes sus «distinciones» y sus «gracias» hubieran asumido otra forma. Habría hecho enganchar para llevarme a dar un paseo con él, solo, antes de comer. Tal como eran, sentíase uno impresionado por sus maneras como nos sentimos, al leer unas memorias de aquel tiempo, impresionados por las maneras de Luis XIV cuando éste responde bondadosamente, con expresión risueña y una semirreverencia, a uno que va a solicitar algo de él. Así y todo, es menester percatarse, en ambos casos, de que esa cortesía no iba más allá de lo que esta palabra significa.

Luis XIV (al cual los maniáticos de la nobleza de su tiempo reprochaban, sin embargo, lo poco que se les daba de la etiqueta, tanto, dice Saint-Simon, que no ha sido más que un rey harto chico, por lo que hace al rango, en comparación de Felipe de Valois, Carlos V, etc.) hace redactar las instrucciones más minuciosas para que los príncipes de la sangre y los embajadores sepan a qué soberanos deben ceder el paso. En ciertos casos, ante la imposibilidad de llegar a un acuerdo, se prefiere convenir en que el hijo de Luis XIV, Monseñor, no recibirá en sus aposentos a tal o cual soberano extranjero, sino fuera, al aire libre, porque no se diga que al entrar en el castillo ha precedido uno de ellos al otro; y el elector palatino, al recibir al duque de Chevreuse para almorzar, finge, por no cederle el paso, estar enfermo, y come con él, pero acostado, expediente que zanja la dificultad. Como el señor duque evita las ocasiones de prestar el servicio debido a «Monsieur»
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, éste, por consejo del rey su hermano, que, además, le quiere tiernamente, busca un pretexto para hacer que su primo suba a sus habitaciones a la hora en que se levanta de la cama, y obligarle a que le presente la camisa. Pero desde el momento en que se trata de un sentimiento hondo, de cosas del corazón, el deber, tan inflexible mientras se trata de urbanidad, cambia por completo. Horas después de la muerte de ese hermano, una de las personas a que más amor ha tenido, cuando «Monsieur», según la expresión del duque de Monfort, está «caliente aún», Luis XIV canta trozos de ópera, se asombra de que la duquesa de Borgoña, a la que le cuesta trabajo disimular su dolor, parezca tan melancólica, y deseoso de que vuelva a empezar inmediatamente el buen humor, para que los cortesanos se decidan a ponerse de nuevo a jugar, ordena al duque de Borgoña que comience una partida de berlanga. Ahora bien; no sólo en los actos mundanos y concentrados, sino en el lenguaje más involuntario, en las preocupaciones, en el empleo que de su tiempo hacía el señor de Guermantes, se encontraba el mismo contraste: los Guermantes no sentían mayor pena que los demás mortales, incluso puede decirse que su verdadera sensibilidad era menor; en cambio, todos los días se veía su nombre en las notas de sociedad del
Gaulois,
debido al prodigioso número de entierros en que hubieran considerado culpable no hacerse apuntar. Del mismo modo que el viajero vuelve a encontrar, casi iguales, las casas cubiertas de tierra, las terrazas que pudieron conocer Jenofonte o San Pablo, así, en las maneras del señor de Guermantes, hombre que conmovía por su amabilidad y sublevaba por su dureza, esclavo de las obligaciones más insignificantes y que se zafaba de los pactos más sagrados, volvía a encontrar yo, intacta aún al cabo de más de dos siglos transcurridos, esa desviación peculiar de la vida de corte en tiempos de Luis XIV y que transporta los escrúpulos de conciencia del terreno de los afectos y de la moralidad a las cuestiones de pura forma.

La otra razón de la amabilidad de que dio muestras para conmigo la princesa de Parma era más particular. Es que estaba de antemano persuadida de que cuanto veía en casa de la duquesa de Guermantes, cosas y gentes, era de calidad superior a todo lo que tenía ella en su propia casa. En la de todas las demás personas procedía, en rigor, como si así hubiera sido; ante el plato más sencillo, ante las flores más ordinarias, no se contentaba con extasiarse, pedía permiso para mandar a buscar la receta al día siguiente, o para que fueran a ver la especie su cocinero o su jardinero mayor, personajes con grandes sueldos que tenían coche propio y, sobre todo, sus pretensiones profesionales, y se sentían muy humillados por ir a informarse acerca de un plato desdeñado o a tomar de modelo una variedad de claveles que no era ni la mitad de hermosa, de «empenachada» de «mezclillas», de grande en cuanto a las dimensiones de las flores, que las que ellos habían conseguido desde hacía mucho en casa de la misma princesa. Pero si por parte de ésta, en casa de todo el mundo, ese pasmo ante las menores cosas era ficticio y estaba destinado a hacer ver que no tomaba de la superioridad de su condición y de sus riquezas un orgullo prohibido por sus antiguos preceptores, disimulado por su madre e insoportable para Dios, tenía, en cambio, con absoluta sinceridad el salón de la duquesa de Guermantes por un lugar privilegiado en el que sólo podía ir de sorpresas en delicias. De una manera general, por lo demás, pero que sería harto insuficiente para explicar este estado de espíritu, los Guermantes se diferenciaban bastante del resto de la sociedad aristocrática; eran más refinados y más raros. A mí, a primera vista, me habían producido la impresión contraria; los había encontrado vulgares, parecidos a todos los hombres y a todas las mujeres, pero era porque previamente había visto en ellos, como en Balbec, en Florencia, en Parma, unos nombres. Evidentemente, en este salón, todas las mujeres que me había imaginado como estatuillas de Sajonia se parecían más, sin embargo, a la inmensa mayoría de las mujeres. Pero al igual que Balbec o Florencia, los Guermantes, después de haber defraudado a la imaginación porque se asemejaban más a sus semejantes que a su propio nombre, podían a seguida, aun cuando en menor grado, ofrecer a la inteligencia ciertas particularidades que les distinguían. Su mismo físico, el color de un rosa especial, que llegaba a veces hasta el violeta, de su carne; cierto rubio, casi luminoso, hasta en los hombres, de los delicados cabellos, apiñados en mechones dorados y suaves, por mitad líquenes parietales y pelaje felino (fulgor lumínico a que correspondía cierta brillantez de la inteligencia, porque si se hablaba de la tez y el pelo de los Guermantes, hablábase asimismo del ingenio de los Guermantes, como del ingenio de los Mortemart, cierta cualidad social más fina ya desde antes de Luis XIV y tanto más reconocida por todos cuanto que ellos mismos la promulgaban), todo esto hacía que en la materia misma, por preciosa que fuera, de la sociedad aristocrática en que se les encontraba enfusados acá y acullá, los Guermantes siguieran siendo reconocibles, fáciles de distinguir y de seguir, como los filones cuya rubiez vetean el jaspe y el ónice, o, mejor todavía, como el ágil ondular de esa cabellera de claridad cuyas despeinadas crines corren como flexibles rayos por las caras de ciertas variedades de ágata.

Los Guermantes —por lo menos los que eran dignos del apellido— no sólo eran de una calidad de carnación, de pelo, de transparente mirada, exquisita, sino que tenían una apostura, una manera de andar, de saludar, de mirar antes de estrechar la mano, de dar la mano, por la que eran tan diferentes en todo ello de un hombre de mundo cualquiera como éste de un patán de blusa. Y a pesar de su amabilidad, se decía uno: ¿no tienen verdaderamente derecho, aunque lo disimulen, cuando nos ven andar, saludar, salir, hacer todas esas cosas que, llevadas a cabo por ellos, tornábanse tan graciosas como el vuelo de la golondrina o la inclinación de la rosa, a pensar: son de otra raza que nosotros, y nosotros somos los príncipes de la tierra? Más tarde comprendí que los Guermantes me creían, en efecto, de otra raza, pero que excitaba su envidia, porque yo poseía méritos que ignoraba y que ellos hacían profesión de considerar como los únicos importantes. Más tarde aún me di cuenta de que esta profesión de fe sólo a medias era sincera, y que en ellos el desdén o el asombro coexistían con la admiración y la envidia. La flexibilidad física esencial a los Guermantes era doble: gracias a la una, siempre en acción, y si, por ejemplo, un Guermantes macho iba a saludar a una dama, obtenía una silueta de sí mismo hecha del equilibrio inestable de unos movimientos asimétricos y nerviosamente compensados, una pierna que se arrastraba un poco, ya fuese adrede, ya porque, como se había partido a menudo en cacerías, imprimía al torso, para alcanzar a la otra pierna, una desviación a que hacía contrapeso un hombro más alto que el otro, mientras que el monóculo se instalaba en el ojo, peraltaba una ceja en el mismo momento en que el tupé del peinado se inclinaba para el saludo; la otra flexibilidad, como la forma de la onda, del viento o del surco que guarda para siempre la concha o el barco, se había, por decirlo así, estilizado en una a modo de movilidad fijada, encorvando la nariz ganchuda que, por bajo de los ojos azules y saltones, por cima de unos labios excesivamente delgados, de que salía, en las mujeres, una voz ronca, recordaba el origen fabuloso enseñado en el siglo XVI por la buena voluntad de unos genealogistas parásitos y helenizantes a este linaje antiguo sin duda, pero no hasta el punto que pretendían aquéllos cuando le atribuían como origen la fecundación mitológica de una ninfa por un divino Pájaro.

Los Guermantes eran no menos especiales desde el punto de vista intelectual que desde el punto de vista físico. Salvo el príncipe Gilberto (el esposo, de ideas rancias, de «María Gilberto», que hacía sentarse a su mujer a la izquierda, cuando se paseaban en coche, por no ser ella de tan buena sangre —con ser ésta, sin embargo, real— como él), pero ése era una excepción y servía, ausente, de objeto a las burlas de la familia y a anécdotas siempre nuevas, los Guermantes, sin dejar de vivir en la «crema» misma de la aristocracia, afectaban no hacer ningún caso de la nobleza. Las teorías de la duquesa de Guermantes, que, a decir verdad, en fuerza de ser Guermantes acababa por convertirse en cierta medida en algo diferente y más agradable, ponían hasta tal punto por encima de todo la inteligencia y eran en política tan socialistas, que uno se preguntaba dónde se escondía en su palacio el genio encargado de asegurar la conservación de la vida aristocrática y que, siempre invisible, pero evidentemente agazapado tan pronto en la antesala como en el salón o en el tocador, recordaba a los criados de esta mujer que no creía en los títulos que la llamasen «señora duquesa», y a esta persona que sólo tenía amor a la lectura y no sabía de respetos humanos, que fuese a cenar a casa de su cuñada cuando sonaban las ocho y que se descotase para ello.

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