Podría ser útil para los científicos hacer una lista de vez en cuando de algunos de sus errores. Podría jugar un papel instructivo que ilustraría y desmitificaría el proceso de la ciencia y educaría a los científicos jóvenes. Hasta Johannes Kepler, Isaac Newton, Charles Darwin, Gregor Mendel y Albert Einstein cometieron graves errores. Pero la empresa científica dispone las cosas de modo que prevalece el trabajo de equipo: lo que uno de nosotros, incluso el más brillante, deja de ver, otro, mucho menos célebre y capaz, puede detectarlo y rectificar.
Por mi parte, en libros anteriores he tenido tendencia a comentar algunas ocasiones en que tuve razón. Mencionaré ahora aquí algunos casos en los que me he equivocado: en una época en la que ninguna nave espacial había estado en Venus, pensé al principio que la presión atmosférica era varias veces la de la Tierra, en lugar de muchas decenas de veces. Pensé que las nubes de Venus estaban formadas principalmente por agua, cuando resulta que sólo tienen el veinticinco por ciento. Pensé que podría haber tectónica de placas en Marte, cuando las observaciones atentas de naves espaciales apenas muestran ahora un rudimento de tectónica de placas. Pensé que las altas temperaturas de infrarrojos de Titán podrían ser debidas a un efecto invernadero medible, cuando resulta que está causado por una inversión térmica estratosférica. Justo antes de que Iraq incendiara los campos de petróleo de Kuwait en 1991, advertí que el humo podría elevarse tanto que trastornaría la agricultura en gran parte del sur de Asia; como revelaron los hechos,
estaba
oscuro como boca de lobo al mediodía y la temperatura bajó de 4-6 °C en el golfo Pérsico, pero no llegó mucho humo a altitudes estratosféricas y Asia salió indemne. No subrayé suficientemente la incertidumbre de mis cálculos.
Los científicos tienen diferentes estilos especulativos, y algunos son más precavidos que otros. Siempre que las nuevas ideas sean comprobables y los científicos no sean decididamente dogmáticos, no se hace ningún daño; en realidad, se puede conseguir un progreso considerable. En los primeros cuatro casos que acabo de mencionar en que me equivoqué intentaba entender un mundo distante a partir de pocas claves en ausencia de investigaciones completas de las naves espaciales. En el curso natural de la exploración planetaria van apareciendo más datos y nos encontramos con que todo un ejército de viejas ideas se ve superado por un arsenal de nuevos hechos.
L
OS POSMODERNOS HAN CRITICADO LA ASTRONOMÍA
de Kepler porque surgió de sus puntos de vista religiosos monoteístas medievales; la biología evolutiva de Darwin por estar motivada por un deseo de perpetuar los privilegios de la clase social de la que procedía o para justificar su supuesto ateísmo previo. Algunas de esas denuncias son ciertas. Otras no. Pero ¿qué importan las tendencias o predisposiciones emocionales que los científicos introducen en sus estudios siempre que sean escrupulosamente honestos y otras personas con proclividades diferentes comprueben sus resultados? Presumiblemente, nadie argüirá que el punto de vista conservador de la suma de 14 y 27 difiere del punto de vista liberal, o que la función matemática que es su propia derivada es la exponencial en el hemisferio norte pero otra en el sur. Cualquier función periódica regular puede ser representada con precisión arbitraria por una serie Fourier en las matemáticas musulmanas e indias. Las álgebras no conmutativas (donde A por B no es igual a B por A) son tan coherentes y significativas para los que hablan lenguajes indoeuropeos como para los que hablan finoúgrio. Se pueden apreciar o ignorar las matemáticas, pero son igualmente ciertas en todas partes, independientemente de la etnia, cultura, lengua, religión e ideología.
En el extremo opuesto hay preguntas como si el expresionismo abstracto puede ser «gran» arte o el rap «gran» música; si es más importante reducir la inflación o el paro; si la cultura francesa es superior a la cultura alemana; o si las leyes contra el crimen deberían afectar a la nación en su conjunto. Aquí las preguntas son demasiado simples, o las dicotomías falsas, o las respuestas dependen de presunciones inexpresadas. Aquí las desviaciones locales podrían determinar las respuestas.
¿Dónde se encuentra la ciencia en este continuum subjetivo que va desde una independencia casi total de las normas culturales a la dependencia total a ellas? Aunque es indudable que surgen temas de desviación y chauvinismo cultural, y aunque su contenido está en proceso de ajustamiento continuo, la ciencia está claramente mucho más cerca de las matemáticas que de la moda. La denuncia de que sus descubrimientos en general son arbitrarios y sesgados no es solamente tendenciosa, sino engañosa.
Las historiadoras Joyce Appleby, Lynn Hunt y Margaret Jacob (en
La verdad sobre la historia,
1994) critican a Isaac Newton: se dice que rechazaba la posición filosófica de Descartes porque podía desafiar la religión convencional y llevar al caos social y al ateísmo. Estas críticas sólo equivalen a la acusación de que los científicos son humanos. Desde luego, es interesante para el historiador de las ideas ver cómo se vio afectado Newton por las corrientes intelectuales de su época, pero tiene poco que ver con la verdad de sus proposiciones. Para que éstas sean aceptadas en general deben convencer por igual a ateos y creyentes. Eso es exactamente lo que ocurrió.
Appelby y sus colegas declaran que «cuando Darwin formuló su teoría de la evolución era ateo y materialista» y sugieren que la evolución fue producto de un programa supuestamente ateo. Han confundido lamentablemente causa y efecto. Darwin estaba a punto de convertirse en ministro de la Iglesia de Inglaterra cuando se le presentó la oportunidad de enrolarse en el HMS
Beagle.
Sus ideas religiosas en aquel momento, como las describió él mismo, eran de lo más convencional. Consideraba totalmente creíbles todos y cada uno de los artículos de fe anglicanos. A través de su interrogación de la naturaleza, a través de la ciencia, fue constatando lentamente que al menos parte de su religión era falsa. Por eso cambió de punto de vista religioso.
Appleby y sus colegas se horrorizan ante la descripción de Darwin de «la baja moralidad de los salvajes... sus insuficientes poderes de razonamiento... [su] débil poder de autodominio». Y afirman que: «Hoy en día mucha gente se siente escandalizada por su racismo.» Pero no me parece que hubiera ningún rastro de racismo en el comentario de Darwin. Aludía a los habitantes de Tierra del Fuego, que sufrían una escasez agobiante en la provincia más estéril y antártica de la Argentina. Cuando describió a una mujer sudamericana de origen africano que prefirió la muerte a someterse a la esclavitud, anotó que sólo el prejuicio nos impedía ver su desafío a la misma luz heroica que concederíamos a un acto similar de la orgullosa matrona de una familia noble romana. Él mismo casi fue expulsado del
Beagle
por el capitán FitzRoy por su oposición militante al racismo del capitán. Darwin estaba por encima de la mayoría de sus contemporáneos en este aspecto.
Pero, en fin, aunque no fuera así, ¿en qué afecta eso a la verdad o falsedad de la selección natural? Thomas Jefferson y George Washington poseían esclavos; Albert Einstein y Mohandas Gandhi eran maridos y padres imperfectos. La lista sigue indefinidamente. Todos tenemos defectos y somos criaturas de nuestro tiempo. ¿Es justo que se nos juzgue con los estándares desconocidos del futuro? Algunas costumbres de nuestra era serán consideradas sin duda bárbaras por generaciones posteriores: quizá nuestra insistencia en que los niños pequeños e incluso bebés duerman solos y no con sus padres; o quizá la excitación de pasiones nacionalistas como medio de conseguir la aprobación popular y alcanzar un alto cargo político; o permitir el soborno y la corrupción como medio de vida; o tener animales domésticos; o comer animales y enjaular chimpancés; o penalizar el uso de euforizantes para adultos; o permitir que nuestros hijos crezcan en la ignorancia.
De vez en cuando, retrospectivamente, destaca alguien. En mi lista particular, el revolucionario americano Thomas Paine, inglés de nacimiento, es uno de ellos. Estaba muy por delante de su tiempo. Se opuso con coraje a la monarquía, la aristocracia, el racismo, la esclavitud, la superstición y el sexismo cuando todo eso constituía la sabiduría convencional. Sus críticas de la religión convencional eran implacables. Escribió en
La edad de la razón.
«Cuando leemos las obscenas historias, las voluptuosas perversiones, las ejecuciones crueles y tortuosas, el carácter vengativo e implacable que rezuma la mitad de la Biblia, sería más coherente llamarlo el mundo de un demonio que el mundo de Dios... Ha servido para corromper y brutalizar a la humanidad.» Al mismo tiempo, el libro mostraba la reverencia más profunda por un Creador del universo cuya existencia Paine argüía que era evidente al echar una mirada al mundo natural. Pero, para la mayoría de sus contemporáneos, parecía imposible condenar gran parte de la Biblia y a la vez abrazar a Dios. Los teólogos cristianos llegaron a la conclusión de que era un borracho, un loco o un corrupto. El estudioso judío David Levi prohibió a sus correligionarios tocar siquiera, y menos todavía leer, el libro. Paine se vio sometido a tal sufrimiento por sus puntos de vista (incluyendo su encarcelamiento después de la Revolución francesa por ser demasiado coherente en su oposición a la tiranía) que se convirtió en un viejo amargado.
[29]
Sí, se puede dar la vuelta a la perspicacia de Darwin y usarla de modo grotesco: magnates de voracidad insaciable pueden explicar sus prácticas de cortar cabezas apelando al darwinismo social; los nazis y otros racistas pueden alegar la «supervivencia del más apto» para justificar el genocidio. Pero Darwin no hizo a John D. Rockefeller ni a Adolf Hitler. La avaricia, la revolución industrial, el sistema de libre empresa y la corrupción del gobierno por los adinerados son más adecuados para explicar el capitalismo del siglo XIX. El etnocentrismo, la xenofobia, las jerarquías sociales, la larga historia de antisemitismo en Alemania, el Tratado de Versalles, las prácticas de educación infantil alemanas, la inflación y la depresión parecen adecuadas para explicar la subida de Hitler al poder. Es muy probable que se hubieran producido esos acontecimientos o similares con o sin Darwin. Y el darwinismo moderno deja bien claro que muchos rasgos menos implacables, algunos no siempre admirados por magnates insaciables y
Führers
—el altruismo, la inteligencia, la compasión— pueden ser la clave de la supervivencia.
Si pudiéramos censurar a Darwin, ¿qué otros tipos de conocimiento no podríamos censurar también? ¿Quién ejercería la censura? ¿Quién de nosotros es lo bastante sabio para saber de qué información e ideas podemos prescindir con seguridad y cuál de ellas será necesaria de aquí diez, cien o mil años en el futuro? Sin duda podemos hacer cierta valoración de qué tipos de máquinas y productos vale la pena desarrollar. En todo caso, debemos tomar estas decisiones, porque no tenemos recursos para aplicar todas las tecnologías posibles. Pero censurar el conocimiento, decir a la gente lo que debe pensar, es abrir la puerta a la policía del pensamiento, a tomar decisiones absurdas e incompetentes y a caer en la decadencia a largo plazo.
Ideólogos fervientes y regímenes autoritarios encuentran fácil y natural imponer sus puntos de vista y eliminar las alternativas. Los científicos nazis, como el físico premio Nobel Johannes Stark, distinguían la imaginaria y caprichosa «ciencia judía», que incluía la relatividad y la mecánica cuántica, de la realista y práctica «ciencia aria». Otro ejemplo: «Está emergiendo una nueva era de explicación mágica del mundo —dijo Adolf Hitler—, una explicación basada más en la voluntad que en el conocimiento. No hay verdad, ni en el sentido moral ni en el científico».
Tal como me lo contó tres décadas después, el genetista americano Hermann J. Müller viajó en 1922 de Berlín a Moscú en un avión ligero para observar con sus propios ojos la nueva sociedad soviética. Lo que vio le debió de gustar porque —después de descubrir que la radiación produce mutaciones (un descubrimiento por el que más tarde ganaría un Premio Nobel)— se instaló en Moscú para participar en el establecimiento de la genética moderna en la Unión Soviética. Pero, a mediados de la década de los treinta, un charlatán llamado Trofim Lysenko había llamado la atención y luego conseguido el apoyo entusiasta de Stalin. Lysenko argüía que la genética —a la que llamaba «mendelismo-weissmanismo-morganismo», por el nombre de algunos de sus fundadores— tenía una base filosófica inaceptable y que la genética filosóficamente «correcta», una genética que prestara la atención debida al materialismo dialéctico comunista, daría resultados muy diferentes. En particular, la genética de Lysenko permitiría una cosecha adicional de trigo en invierno: buena noticia para una economía soviética tambaleante por la colectivización forzada de la agricultura de Stalin.
La prueba alegada por Lysenko era sospechosa, no había controles experimentales y sus amplias conclusiones hacían caso omiso de un inmenso conjunto de datos contradictorios. Crecía el poder de Lysenko y Müller defendía apasionadamente que la genética clásica mendeliana estaba en plena armonía con el materialismo dialéctico y que Lysenko, que creía en la herencia de características adquiridas y negaba una base material de la herencia, era un «idealista» o algo peor. Müller contaba con el apoyo decidido de N. I. Vavilov, presidente a la sazón de la Academia de Ciencias Agrícolas de la Unión.
En una conferencia de 1936 en la Academia de Ciencias Agrícolas, presidida por Lysenko, Müller pronunció una provocadora arenga que incluía estas palabras:
Si los practicantes más destacados apoyan teorías y opiniones que son obviamente absurdas para cualquiera que sepa aunque sea sólo un poco de genética —puntos de vista como los presentados recientemente por el presidente Lysenko y los que piensan como él—, la opción que se nos presenta parecerá una elección entre brujería y medicina, entre astrología y astronomía, entre alquimia y química.
En un país de arrestos arbitrarios y terror policial, este discurso dio muestras de una integridad y valentía ejemplares, calificada por muchos de locura. En
El asunto Vavilov
(1984), el historiador emigrado soviético Mark Popovsky escribe que esas palabras fueron acompañadas de «aplausos atronadores de toda la sala» y «recordadas por todos los participantes en la sesión que siguen con vida
».