Desde luego, eso es un estereotipo. Hay científicos que van vestidos con elegancia, que son de lo más enrollado, con los que muchas personas querrían salir, que no llevan una calculadora oculta en los actos sociales. Hay algunos que, si nos invitaran a su casa, nos sería imposible adivinar que son científicos.
Pero hay otros que se adaptan al estereotipo, más o menos. Son bastante ineptos socialmente. Puede haber, en proporción, muchos más inadaptados entre los científicos que entre los diseñadores de moda o los policías de tráfico. Quizá los científicos tiendan más a ello que los camareros, cirujanos o cocineros. -¿Por qué tiene que ser así? A lo mejor, las personas sin talento para congeniar con otras encuentran un refugio en ocupaciones impersonales, especialmente las matemáticas y las ciencias físicas. A lo mejor el estudio serio de temas difíciles requiere tanto tiempo y dedicación que impide aprender más que las mínimas sutilezas sociales. Quizá sea una combinación de ambos factores.
Igual que la imagen del científico loco con la que está estrechamente relacionado, el estereotipo del científico «bicho raro» es dominante en nuestra sociedad. ¿Qué tiene de malo hacer unos cuantos chistes de buena fe a expensas de los científicos? Si, por la razón que sea, a la gente no le gusta el estereotipo del científico, es menos probable que apoye la ciencia. ¿Por qué subvencionarlos para que realicen sus pequeños proyectos absurdos e incomprensibles? Bien, sabemos la respuesta a eso: se subvenciona la ciencia porque proporciona beneficios espectaculares a todos los niveles de la sociedad, como he argumentado en este libro. Así pues, los que encuentran desagradables a los «bichos raros» científicos, pero al mismo tiempo desean los productos de la ciencia, se enfrentan a una especie de dilema. Una solución tentadora es dirigir las actividades de los científicos. Que no se les dé dinero para que se vayan por las ramas; les diremos lo que necesitamos: tal invento o tal proceso. No subvencionemos la curiosidad de los científicos, sino algo que beneficie a la sociedad. Parece bastante sencillo.
El problema es que ordenar a alguien que vaya y haga un invento específico, aunque el coste no sea ningún problema, no garantiza que se consiga. Puede ser que se carezca de una base de conocimiento sin la que es imposible que alguien consiga la invención que se tiene en mente. Y la historia de la ciencia demuestra que muchas veces no se pueden encontrar los principios básicos por un camino dirigido. Pueden surgir de las meditaciones ociosas de un
joven
solitario perdido en el bosque. Los demás lo ignoran o rechazan, como también otros científicos, a veces hasta que aparece una nueva generación de ellos. Pedir con urgencia grandes inventos prácticos desalentando al mismo tiempo la investigación guiada por la curiosidad sería espectacularmente contraproducente.
S
UPONGAMOS QUE, POR LA
gracia de Dios, usted es Victoria, la reina del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda, defensora de la fe en la era más próspera y triunfante del Imperio británico. Sus dominios se extienden por todo el planeta. El rojo británico jalona abundantemente los mapas del mundo. Usted preside el principal poder tecnológico del mundo. La máquina de vapor se perfecciona en Gran Bretaña, principalmente por parte de ingenieros escoceses, que proporcionan asesoría técnica en los ferrocarriles y barcos de vapor que unen el imperio.
Supongamos que en el año 1860 tiene una idea visionaria, tan atrevida que hasta el editor de Julio Verne la habría rechazado.
Quiere una máquina que lleve su voz y las imágenes de la gloria del imperio a todas las casas del reino. Más todavía: quiere que los sonidos e imágenes no lleguen por conductos o cables, sino por el aire... para que la gente que trabaje en el campo pueda recibir este don de inspiración instantánea creado para promover la lealtad y la ética del trabajo. La Palabra de Dios también se puede transmitir con el mismo invento. Sin duda, se encontrarán otras aplicaciones socialmente deseables.
Así, con el apoyo del primer ministro, convoca al gabinete, al Estado Mayor y a los principales científicos e ingenieros del reino. Les comunica que asignará un millón de libras al proyecto, mucho dinero en 1860. Si necesitan más, pueden pedirlo. No le importa cómo lo hagan; sólo que lo consigan. Ah, por cierto, se llamará Proyecto Westminster.
Probablemente surgirán algunos inventos útiles de una empresa así. Siempre ocurre cuando se gastan grandes cantidades de dinero en tecnología. Pero casi seguro que el Proyecto Westminster fracasará. ¿Por qué? Porque todavía no se ha creado la ciencia que lo fundamenta. En 1860 existía el telégrafo. Era imaginable, con un gasto enorme, instalar aparatos de telegrafía en todas las casas para que todos pudieran enviar y recibir mensajes en código Morse. Pero eso no es lo que había pedido la reina. Ella pensaba en la radio y la televisión, pero eran inalcanzables.
En el mundo real, los conocimientos de física necesarios para inventar la radio y la televisión llegaron de una dirección que nadie podía haber predicho.
James Clerk Maxwell nació en Edimburgo, Escocia, en 1831. A los dos años descubrió que con un plato de aluminio podía hacer rebotar una imagen del sol en los muebles y que bailara por las paredes. Cuando sus padres entraron corriendo en la sala, él gritó: «¡Es el sol! ¡Lo he conseguido con el plato de aluminio!» De pequeño le fascinaban los microbios, los gusanos, las rocas, las flores, las lentes, las máquinas. «Era humillante —recordaba más tarde su tía Jane— la cantidad de preguntas que hacía aquel niño y que no podías contestar.»
Naturalmente, cuando llegó a la escuela, le llamaron «Dafty»
(daft,
en el inglés de Gran Bretaña, significa algo así como un poco chalado). Era un joven extremadamente guapo, pero iba vestido sin esmero, más cómodo que con estilo, y su provincianismo escocés en el habla y la conducta era causa constante de burla, especialmente cuando llegó a la universidad. Y tenía unos intereses peculiares.
Maxwell era un bicho raro.
Con sus profesores le fue un poco mejor que con sus compañeros. He aquí un mordaz pareado que escribió en aquella época:
Los años se suceden y avanzan hacia el tiempo esperado en que el crimen de los mortificantes será juzgado.
Muchos años después, en 1872, en su conferencia inaugural como profesor de física experimental de la Universidad de Cambridge, aludió al estereotipo de científico «bicho raro»:
No hace tanto tiempo que se consideraba necesariamente al hombre que se dedicaba a la geometría, o a cualquier ciencia que requiriese una dedicación continua, como un misántropo que ha tenido que abandonar todos los intereses humanos para entregarse a abstracciones tan alejadas del mundo de la vida y la acción que se ha vuelto insensible a las atracciones del placer y a las exigencias de la obligación.
Sospecho que «no hace tanto tiempo» era la manera de Maxwell de recordar las experiencias de su juventud. A continuación decía:
En el día de hoy no se contempla a los científicos con el mismo temor respetuoso o la misma sospecha. Se considera que están de acuerdo con el espíritu material de la época y que forman una especie de partido radical avanzado entre los hombres cultos.
Ya no vivimos en una época de optimismo sin límites sobre los beneficios de la ciencia y la tecnología. Entendemos que tiene su parte mala. Hoy las circunstancias son mucho más cercanas a lo que Maxwell recordaba de su infancia.
Maxwell hizo enormes contribuciones a la astronomía y la física, desde la demostración concluyente de que los anillos de Saturno están compuestos de pequeñas partículas hasta las propiedades elásticas de los sólidos y disciplinas que ahora se llaman teoría cinética de los gases y mecánica estadística. Fue el primero en demostrar que una cantidad enorme de pequeñas moléculas que, moviéndose por su cuenta, colisionan incesantemente unas con otras y rebotan elásticamente, no lleva a la confusión sino a unas leyes estadísticas precisas. Se puede predecir y entender las propiedades de un gas así. (La curva en forma de campana que describe las velocidades de las moléculas en un gas se llama ahora distribución Maxwell-Bolzmann.) Inventó un ser mágico, llamado ahora el «genio de Maxwell», cuyas acciones generan una paradoja que para ser resuelta necesitó la teoría de la información moderna y la mecánica cuántica.
La naturaleza de la luz había sido un misterio desde la antigüedad. Se entablaron cáusticos debates cultos sobre si era una partícula o una onda. Las definiciones populares eran del estilo: «La luz es oscuridad... encendida.» La mayor contribución de Maxwell fue su descubrimiento de que la electricidad y el magnetismo, precisamente, se unen para convertirse en luz. La comprensión ahora convencional del espectro electromagnético —que consiste en longitudes de onda de rayos gama a rayos X, a luz ultravioleta, luz visible, luz infrarroja, ondas de radio— se debe a Maxwell. Como la radio, la televisión y el radar.
Pero Maxwell no buscaba nada de eso. Lo que le interesaba era cómo la electricidad crea magnetismo y viceversa. Quiero describir lo que hizo Maxwell, pero su consecución histórica es matemática de alto nivel. En unas páginas, sólo puedo ofrecer en el mejor de los casos una especie de pincelada. Ruego al lector que no entienda del todo lo que le voy a decir que me perdone. Es imposible captar el sentido de lo que hizo Maxwell sin saber un poco de matemáticas.
Mesmer, el inventor del «mesmerismo», creía haber descubierto que un fluido magnético, «casi igual que el fluido eléctrico», permeaba todas las cosas. También en esto estaba equivocado. Ahora sabemos que no hay un fluido magnético especial y que todo magnetismo —incluyendo el poder que reside en un imán de barra o herradura— se debe a la electricidad en movimiento. El físico danés Hans Christian Oersted había hecho un pequeño experimento en el que hacía fluir la electricidad por un cable para inducir a la aguja de una brújula a oscilar y temblar. El cable y la brújula no estaban en contacto físico. El gran físico inglés Michael Faraday había realizado el experimento complementario: haciendo aparecer una fuerza magnética generó una corriente eléctrica en un cable cercano. La electricidad, al variar en el tiempo, se había extendido de algún modo y había generado magnetismo, y el magnetismo al variar en el tiempo se había extendido de algún modo generando electricidad. Eso se llamó «inducción» y era profundamente misterioso, cercano a la magia.
Faraday proponía que el imán tenía un «campo» de fuerza invisible que se extendía hacia el espacio circundante, más fuerte cuanto más cerca del imán y más débil cuanto más lejos. Se podía rastrear la forma del campo colocando pequeñas limaduras de hierro en un trozo de papel y poniendo un imán debajo. También el pelo, después de un buen cepillado un día de baja humedad, genera un campo eléctrico invisible que se extiende hacia el exterior e incluso puede hacer mover pequeños pedazos de papel.
La electricidad en un cable, ahora lo sabemos, está causada por partículas eléctricas submicroscópicas, llamadas electrones que responden a un campo eléctrico en movimiento. Los cables están hechos de materiales como el cobre que tienen muchos electrones libres (electrones no ligados en átomos, sino con capacidad de movimiento). Sin embargo, a diferencia del cobre, la mayoría de los materiales, por ejemplo la madera, no son buenos conductores; son aislantes o «dieléctricos». En ellos, en comparación, hay pocos electrones disponibles para moverse en respuesta al campo eléctrico o magnético aplicado. No se produce ninguna corriente. Desde luego hay algún movimiento o «desplazamiento» de electrones y, cuanto mayor sea el campo magnético, mayor es el desplazamiento.
Maxwell ideó una manera de escribir lo que se sabía sobre la electricidad y el magnetismo en su época, un método para resumir con precisión todos esos experimentos con cables, corrientes e imanes. Aquí tenemos las cuatro ecuaciones de Maxwell para describir la conducta de la electricidad y el magnetismo en un medio material:
Se necesitan unos cuantos años de física de nivel universitario para entender realmente estas ecuaciones. Están escritas a partir de una rama de las matemáticas llamada cálculo vectorial. Un vector, en la fórmula en letra negra, es cualquier cantidad con una magnitud y una dirección. Sesenta kilómetros por hora no es un vector, pero sesenta kilómetros por hora hacia el norte por la Autopista 1 sí lo es. E y B representan los campos eléctrico y magnético. El triángulo, llamado nabla (por su parecido con cierta lira antigua de Oriente Medio), expresa cómo varían los campos eléctrico y magnético en el espacio tridimensional. El «producto punto» y el «producto cruz» después de los nablas denotan dos tipos diferentes de variación espacial.
E y B representan la variación temporal, el ritmo de cambio de los campos eléctrico y magnético, j representa una corriente eléctrica. La minúscula griega p (rho) representa la densidad de las cargas eléctricas, mientras que εo (pronunciado «épsilon cero») y µo (pronunciado «mu cero») no son variables, sino propiedades de la sustancia en que se mide E y B, y determinadas por experimento. En el vacío, εo y μo son constantes de la naturaleza.
Considerando las muchas cantidades diferentes que se reúnen en estas ecuaciones, es sorprendente lo sencillas que son. Podían haber ocupado páginas, pero no es así.
La primera de las cuatro ecuaciones de Maxwell expresa cómo un campo eléctrico, debido a cargas eléctricas (por ejemplo, electrones), varía con la distancia (se debilita cuanto más se aleja). Pero, cuanto mayor es la densidad de carga (cuantos más electrones haya, por ejemplo, en un espacio determinado), más fuerte es el campo.