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O HAY UNA ÚNICA SOLUCIÓN
al problema del analfabetismo en ciencia, o en matemáticas, historia, inglés, geografía y muchas de las otras habilidades que nuestra sociedad necesita. La responsabilidad recae sobre muchos: padres, el público votante, los comités escolares locales, los medios de comunicación, los profesores, los administradores, los gobiernos federal, estatal y local y, desde luego, los propios estudiantes. En todos los niveles, los profesores se quejan de que el problema es de los cursos anteriores. Y los profesores de primer grado pueden desesperarse con razón de enseñar a chicos con déficit de aprendizaje por culpa de la desnutrición, la falta de libros en casa o una cultura de violencia en la que es imposible alcanzar la tranquilidad necesaria para pensar.
Sé muy bien por propia experiencia el beneficio que puede reportar a un niño tener unos padres con un poco de cultura y capaces de transmitirla. Una serie de mejoras, aunque sean pequeñas, en la educación, la capacidad de comunicación y la pasión por aprender en una generación podría propiciar mejoras mucho mayores en la siguiente. Pienso en esto siempre que oigo el lamento de que los niveles escolares y universitarios bajan o que el título de licenciado no «significa» lo mismo que antes.
Dorothy Rich, una innovadora profesora de Yonkers, Nueva York, opina que, más importante que los temas académicos específicos, es la formación de capacidades clave, que según ella se incluyen en la siguiente lista: «confianza, perseverancia, atención, trabajo en equipo, sentido común y resolución de problemas». A lo que yo añadiría pensamiento escéptico y capacidad de asombro.
Al mismo tiempo se debe nutrir y animar a los niños con capacidades y habilidades especiales. Son un tesoro nacional. A veces se critican los programas para «superdotados» por ser «elitistas». ¿Por qué no se consideran elitistas las sesiones de práctica intensiva de fútbol, béisbol y baloncesto universitarios y la competición entre escuelas? Al fin y al cabo, sólo participan los atletas más dotados. En este país hay una doble actitud muy contraproducente.
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L PROBLEMA DE LA EDUCACIÓN PÚBLICA
en ciencia y otras disciplinas es tan profundo que es fácil desesperarse y llegar a la conclusión de que no se resolverá nunca. Y, sin embargo, hay instituciones en las grandes ciudades y pequeños pueblos que proporcionan una razón para la esperanza, lugares que encienden la chispa, que despiertan la curiosidad adormecida y avivan al científico que todos llevamos dentro:
Cuando era pequeño me llevaron al Museo Americano de Historia Natural de Nueva York. Me fascinaron los dioramas: representaciones vividas de animales y sus hábitats en todo el mundo. Pingüinos en el hielo poco iluminado de la Antártida; okapis en la luminosa sabana africana; una familia de gorilas, con el macho golpeándose el pecho, en un claro de bosque a la sombra; un oso pardo americano de tres metros de altura que me miraba fijamente erguido sobre sus patas traseras. Eran imágenes fijas de tres dimensiones captadas por el genio de la lámpara maravillosa. ¿Se movió el oso justo en aquel momento? ¿Pestañeó el gorila? ¿Podría volver el genio, deshacer el hechizo y hacer que aquella serie maravillosa de criaturas volviera a la vida mientras yo miraba boquiabierto?
Los chavales tienen un deseo irresistible de tocar. En aquellos tiempos, las dos palabras más repetidas en un museo eran «no tocar». Hace décadas no había casi nada «tocable» en los museos de ciencia o historia natural, ni siquiera un estanque simulado del que se pudiera coger un cangrejo e inspeccionarlo. Lo más parecido a una exposición interactiva que conocí de pequeño eran las balanzas del Hayden Planetarium, una para cada planeta. Con mis mínimos veinte kilos de peso en la Tierra, la idea de que, si viviera en Júpiter, pesaría cuarenta y cinco, me produjo cierta satisfacción. Por desgracia, en la Luna sólo pesaría tres kilos: sería casi como si no existiera.
Hoy en día se alienta a los niños a tocar, mirar, recorrer las ramificaciones de un árbol de preguntas y respuestas en el ordenador, o emitir ruidos curiosos y ver qué aspecto tienen las ondas de sonido. Incluso los que no se fijan en todos los detalles de la exposición, o ni siquiera le ven la gracia, suelen sacar algo valioso. Cuando uno va a estos museos se da cuenta de las miradas de sorpresa y asombro de los chavales que corren de sala en sala con la sonrisa triunfante del descubrimiento. Son realmente populares. El número de personas que vamos a exposiciones todos los años es igual al de los que van a ver partidos de béisbol, baloncesto y fútbol profesionales juntos.
Esas exposiciones no sustituyen a la educación en la escuela o en casa, pero despiertan y producen entusiasmo. Un gran museo de ciencia inspira a un niño a leer un libro, a seguir un curso o a volver otra vez al museo para sumergirse en un proceso de descubrimiento... y, más importante, aprender el método de pensamiento científico.
Otra característica gloriosa de muchos museos de ciencia modernos es un teatro cinematográfico con películas IMAX u OMNIMAX. En algunos casos, la pantalla mide como diez pisos de altura y envuelve al espectador. El Museo Nacional Smithsoniano del Aire y el Espacio, el más popular de la Tierra, ha estrenado en su teatro Langlet algunas de las mejores películas.
Volar
todavía me provoca un nudo en la garganta, a pesar de haberla visto cinco o seis veces. He visto líderes religiosos de muchas confesiones que, después de ver
Planeta azul,
se han convertido allí mismo a la necesidad de proteger el medio ambiente de la Tierra.
No todas las exposiciones y museos de ciencia son ejemplares. Algunos siguen siendo anuncios de las empresas que han contribuido con dinero para promocionar sus productos: cómo funciona un motor de automóvil o la «limpieza» de un combustible fósil comparado con otro. Muchos museos que dicen ser de ciencia son en realidad de tecnología y medicina. Muchas exposiciones de biología todavía tienen miedo de mencionar la idea clave de la biología moderna: la evolución. Los seres «se desarrollan» o «surgen», pero nunca evolucionan. Se quita importancia a la ausencia de humanos en el registro fósil de estratos. No se nos enseña nada de la cercana identidad anatómica y de ADN entre los humanos y los chimpancés o gorilas. No se muestra nada sobre las moléculas orgánicas complejas en el espacio o en otros mundos, ni sobre experimentos que enseñen cómo se forma la materia viva en enormes cantidades en las atmósferas conocidas de otros mundos y la presunta atmósfera de la Tierra primitiva. Una excepción notable: el Museo de Historia Natural del Instituto Smithsoniano presentó en una ocasión una exposición memorable sobre la evolución. Empezaba con dos cucarachas en una cocina moderna con botes de cereales abiertos y otros alimentos. Tras unas semanas, el lugar se había llenado de cucarachas, montones por todas partes, que competían por la comida disponible, que ahora era poca. Quedaba claro el beneficio hereditario a largo plazo de una cucaracha un poco más adaptada que sus competidoras. Muchos planetarios todavía se dedican a señalar las constelaciones en lugar de viajar a otros mundos e ilustrar la evolución de galaxias, estrellas y planetas; también tienen un proyector parecido a un insecto, siempre visible, que enturbia la realidad del cielo.
La que quizá sea la exposición museística más grande no se puede visitar. No tiene hogar: George Awad es uno de los principales creadores de modelos arquitectónicos de Estados Unidos, especialista en rascacielos. También es un destacado estudioso de la astronomía que ha hecho un modelo espectacular del universo. Empezando con una escena prosaica sobre la Tierra, y siguiendo un esquema propuesto por los diseñadores Charles y Ray Eames, avanza progresivamente por factores de diez para mostrarnos toda la Tierra, el sistema solar, la Vía Láctea y el universo. Cada cuerpo
astronómico
está meticulosamente detallado. Uno puede perderse en ellos. Es una de las mejores herramientas que conozco para explicar la escala y naturaleza del universo a los niños. Isaac Asimov lo describió como «la representación más imaginativa del universo que he visto jamás o que se podía concebir. He pasado horas recorriéndolo y cada vez he visto algo nuevo que no había visto antes». Deberíamos tener versiones disponibles en todo el país... para avivar la imaginación, la inspiración, la enseñanza. En cambio, el señor Awad no puede ofrecer esta exposición a ningún museo de la ciencia importante del país. Nadie está dispuesto a concederle el espacio que necesita. En el momento de escribir estas líneas, se encuentra todavía abandonada, embalada en un almacén.
L
A POBLACIÓN DE MI CIUDAD
, Ithaca, Nueva York, duplica su número hasta un total de cincuenta mil personas cuando la Universidad de Cornell y el Ithaca College están en funcionamiento. Étnicamente diversa, rodeada de tierra cultivada, ha sufrido, como gran parte del noreste de Estados Unidos, la decadencia de su base manufacturera del siglo XIX. La mitad de los niños de la escuela elemental Beverly J. Martín, donde iba nuestra hija, viven por debajo del nivel de pobreza. Estos niños eran una preocupación constante para dos profesores de ciencias voluntarios, Debbie Levin e Lima Levine. No les parecía correcto que para algunos, es decir, para los hijos de los profesores de Cornell, por ejemplo, ni siquiera el cielo tuviera límites. Otros no tenían acceso a los poderes liberadores de la educación científica. En la década de los sesenta empezaron a hacer visitas regulares a la escuela arrastrando su carrito de biblioteca lleno de productos químicos domésticos y otros artículos familiares para transmitir algo de la magia de la ciencia. Soñaban con crear un espacio en el que los niños pudieran tener una sensación personal, de primera mano, de la ciencia.
En 1983, Levin y Levine pusieron un pequeño anuncio en nuestro periódico local invitando a la comunidad a comentar la idea. Se presentaron cincuenta personas. De este grupo salió el primer comité de directores del centro científico. En un año consiguieron un espacio para exponer en la primera planta de un edificio de oficinas que estaba por alquilar. Cuando el dueño encontró a un inquilino que pagaba, empaquetaron los renacuajos y el papel tornasol y los llevaron a otro local vacío.
Hicieron más traslados a otros almacenes hasta que un hombre de Ithaca llamado Bob Leathers, un arquitecto conocido en todo el mundo por el innovador diseño de campos de juego comunitarios, trazó y donó los planos para un centro científico permanente. Las empresas locales ofrecieron el dinero suficiente para adquirir un solar abandonado de la ciudad y contratar un director ejecutivo, Charles Trautmann, ingeniero civil de Cornell. Leathers y él fueron a la reunión anual de la Asociación Nacional de Constructores en Atlanta. Trautmann explica que contaron la historia de «una comunidad decidida a hacerse responsable de la educación de sus jóvenes y consiguieron donaciones de muchos artículos clave como ventanas, tragaluces y maderas».
Antes de empezar a construir se tuvo que derribar parte de la vieja cabaña que había en el solar. Los miembros de una fraternidad de Cornell se prepararon. Provistos de cascos y martillos demolieron la casa alegremente. «Es el tipo de cosas que suelen traernos problemas cuando las hacemos», decían. En dos días sacaron doscientas toneladas de escombros.
Lo que siguió fueron imágenes surgidas directamente de una América que muchos de nosotros tememos que haya desaparecido. Siguiendo la tradición de la construcción de establos de los pioneros, todos los miembros de la comunidad —albañiles, doctores, carpinteros, profesores universitarios, fontaneros, granjeros, los más jóvenes y los más viejos—, todos se arremangaron para empezar a construir el centro científico.