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Authors: Martin Davidson

Tags: #Biografía

El nazi perfecto (38 page)

BOOK: El nazi perfecto
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Asombrosamente, todos estaban vivos. Su hijo Ewald, el mensajero motorizado de la Wehrmacht, se había rendido con el resto de su división al oeste del país y había sido internado en un campo de prisioneros americano del que fue liberado pocos meses después de la capitulación. Al hijo de Ewald, un niño de siete años (primo de mi madre), le habían enviado al campo para evitar los bombardeos. La familia que le cuidaba le había entregado a la Cruz Roja Internacional, que le alimentó y le alojó hasta devolverlo a la casa de su madre en Berlín. Pero ninguna de estas historias podía rivalizar con la de cómo había terminado la guerra el marido de Ida, Friedrich.

La versión que me contaron era que el oficial Friedrich Lietzner, destinado en París, había organizado una especie de resistencia heroica contra un plan nazi de confiscar las obras de arte del Louvre, en especial el tapiz de Bayeux. Por desgracia para él, se vio atrapado en un tiroteo dentro del museo y sufrió terribles heridas de metralleta infligidas por partisanos franceses, pocas semanas antes de que los americanos liberasen la ciudad, un episodio que se refiere en
¿Arde París?
, el clásico relato sobre la ocupación nazi de la capital de Francia. El libro narra lo que supuestamente sucedió en ella durante el verano de 1944. Cuatro hombres de las SS habían llegado de Berlín con órdenes de requisar el tapiz:

Más o menos entonces desgarró la noche un furioso tiroteo que parecía proceder del Louvre. «Parece que los terroristas han ocupado el edificio», dijo Choltitz [el gobernador militar alemán de París] […] De nuevo hubo disparos alrededor del museo y de nuevo los hombres de las SS expresaron sus dudas de que el tapiz se encontrara en el Louvre […] Choltitz no volvió a ver a los cuatro hombres. El valioso tapiz que habían recibido la orden de arrebatar a los aliados y que representaba un momento único en la historia, se quedó en el Louvre. En sus 84 metros cuadrados de tela, las mujeres de la corte de Guillermo el Conquistador habían bordado nueve siglos antes una escena que a los cámaras de Adolf Hitler a menudo les habían prometido que filmarían, pero nunca llegaron a hacerlo: la invasión de Inglaterra.

Según parece, el «furioso tiroteo» fue el que hirió de gravedad a Friedrich y le dejó con lesiones que nunca curaron del todo. Nunca he podido establecer si esta historia es verídica o no. Pero se la atribuyeron a Friedrich durante el resto de su vida. Volvió a Berlín casi inválido, después de meses de recuperación en una serie de hospitales militares de Francia y Alemania.

Pero Ida no sabía nada de su hija Thusnelda y de sus tres nietas. Bruno había sido el primero en regresar, a finales de 1945, pero ignoraba tanto como Ida el paradero de su familia. Tampoco había forma de saberlo ni de hacer pesquisas: ¿a quién preguntar? En todo caso, Bruno estaba preocupado por mantener y proteger su identidad falsa de civil, sobre todo ante los soviéticos. ¿Cuántos documentos y archivos comprometedores subsistirían después de la guerra? (De hecho, la intervención de un humilde obrero en una fábrica de papel evitó que el bulto voluminoso de los expedientes del personal SS fuera reducido a pulpa.) Bruno supuso sin duda que los oficiales de inteligencia aliados estarían examinando los documentos nazis, y que sólo era cuestión de tiempo la inclusión del nombre de Bruno Langbehn en la lista negra. Las SS, la Gestapo y el SD ocupaban los primeros puestos en la lista de las organizaciones nazis declaradas ilegales. Detenían automáticamente a cualquiera que hubiese pertenecido a ellas. Su única posibilidad de salir adelante residía en la tremenda fuerza de voluntad de Ida. Se las apañó para trocar su trabajo de dentista por escasas provisiones del mercado negro, arañando la comida y el combustible suficiente para ir tirando mientras Bruno se escondía amedrentado en el fondo del piso.

Los dos pasaron el invierno de 1945 (uno de los más fríos que se recuerdan) compartiendo una vida de cuasi fugitivos. Y seguían sin tener noticias de Thusnelda y las niñas. Berlín era una ciudad formalmente ocupada y no había visos de que las fuerzas victoriosas la abandonasen pronto. Era también un imán esperanzador para millones de alemanes desplazados y desarraigados que habían sido expulsados hacia el este de unos territorios anteriormente ocupados, y que lentamente atravesaban las ruinas de su
Heimat
alemán. Sin que Bruno lo supiera, su mujer y sus hijas formaban parte de aquella comitiva después de haber sido liberadas del campo de trabajo checoslovaco hacia finales del año y devueltas a su patria. Al cabo de dieciocho meses de confinamiento, madre e hijas llegaron finalmente a Berlín hambrientas, extenuadas y con los pies destrozados. No sabían si Bruno e Ida estaban todavía vivos, pero les daba igual siempre que encontraran algún lugar con un techo encima de sus cabezas. Lo único que esperaban era que el piso —e Ida— las estuviera aguardando mientras cruzaban la ciudad caminando hacia la Reichstrasse 5, boquiabiertas por la destrucción en torno y extranjeras en su propio terruño. Para su alivio y asombro, tanto el inmueble como la abuela habían sobrevivido.

Tan paranoico se había vuelto Bruno que no quiso dejarles entrar hasta haberse asegurado de que eran quienes decían. Mi madre recuerda que se quedaron tiritando en la calle mientras Thusnelda entraba a convencerle de que no le engañaban. Hasta tuvo que enseñarle un pedazo de manta del bebé (tenía un dibujo muy distintivo) para que accediera a dejarles entrar. Por fin la familia se había reunido. Contra todo pronóstico, todos habían sobrevivido. Pero apenas tuvieron ocasión de celebrarlo. Estaban vivos, pero todavía envueltos en la incertidumbre. La guerra había acabado, pero sin duda tendrían que pagar un precio no sólo por la derrota, sino por los crímenes cometidos por el régimen nazi, que era el que había iniciado las hostilidades. ¿Qué futuro podía esperar un estado paria como Alemania, culpable a los ojos del mundo de haber desencadenado dos guerras mundiales en el lapso de veinticinco años y perpetrado las atrocidades del genocidio? Los Langbehn estaban de nuevo reunidos bajo el mismo techo, pero se trataba de una tregua temporal.

POSGUERRA, 1946-1992
10

Las aprensiones de Bruno estaban totalmente justificadas. A medida que aumentaba la presión aliada sobre la Alemania de posguerra, la prioridad oficial de los vencedores era extirpar hasta el último vestigio del nazismo y en especial de las SS, la Gestapo y el SD. No era sólo de boquilla, al menos en principio. Los nazis contumaces recibirían su castigo. Bruno sabía que si se quedaban allí correrían el peligro de que les descubriesen y detuvieran. Era excesivamente peligroso que la familia permaneciera en Berlín. Los soviéticos, y también sus otrora aliados occidentales, habían empezado a organizar batidas en busca de nazis señalados. Al principio eran irregulares y desordenadas, pero esto podía cambiar en cualquier momento. Si Bruno se proponía seguir utilizando su nombre falso sería mejor que lo hiciera en algún sitio donde nadie pudiera reconocerle. Los propios alemanes estaban denunciado a gran número de ex nazis. Era asimismo evidente que, contrariamente a los deseos y expectativas de Stalin, los aliados occidentales iban a quedarse, y que Alemania sería dividida en cuatro zonas, con Berlín en el fondo de lo que pasaría a ser el sector soviético, de hecho un satélite de Moscú. Los motivos para abandonar Berlín y dirigirse al oeste eran abrumadores.

También la familia tuvo que despojarse de su apellido y adoptar el seudónimo de Bruno. Así pues, por el momento, los Langbehn dejaron de existir; en su lugar, la familia pasó a llamarse «Holm». Era una farsa que forzosamente mantuvieron durante los cuatro años siguientes, mientras el proceso de desnazificación seguía su curso. Como miles de alemanes con pasados cuestionables, Bruno, el antiguo
überzeugt
, se vio obligado a fingir que siempre había sido un civil no nazi y apolítico, un dentista que nunca había pertenecido al partido ni, Dios nos libre, había sido miembro de las SS o la Gestapo. Tuvo que aprender a defender su desvinculación tan convincentemente, y con tanta vehemencia, como anteriormente solía alardear de su pertenencia al partido.

Debió de atragantársele, pero no le quedaba más remedio. A diferencia de simples funcionarios nazis del partido (que habían sido, a lo sumo, nacionalsocialistas nominales) y que podían ofrecer una ayuda considerable a los aliados en la administración de la posguerra, Bruno era doblemente vulnerable. No sólo era un oficial comprometido, sino un activo miembro del partido desde el periodo anterior a la toma del poder de Hitler. Más grave aún, había sido un oficial al servicio de una organización ilegal: las SS. Si su pasado no le incluía de lleno en el círculo más restringido de endurecidos mandos nazis y criminales de guerra, le situaba en el siguiente anillo. No podía buscar un refugio en medio de la confusión. Con una familia por la que velar, esconderse tampoco era factible; necesitaba aparentar que tenía derecho al racionamiento y a trabajar para ganarse la vida. Lo cual ya no era posible en Berlín.

Encontró una ciudad pequeña y anodina que le venía de maravilla, una ciudad dormitorio al noroeste de Hamburgo, llamada Wedel, en el sector británico. Tenía todo lo que le faltaba a Berlín: era periférica, anónima y sin significación política; el lugar perfecto donde pasar inadvertido. Una vez más, la familia embarcó en el traqueteo de un tren abarrotado que salió de Berlín hacia su nuevo hogar. Fue una decisión acertada. La mitad de la población de Wedel eran refugiados de un tipo u otro y a los «Holm» les resultó fácil mezclarse con la masa informe de tantos miles de desplazados alemanes. Su nuevo alojamiento eran dos pequeñas habitaciones al fondo de una casa en las afueras de la ciudad. Por una casualidad extraordinaria, su dirección coincidía ahora con su apellido falso: Holmerstrasse (que todavía existe). Era demasiado tarde para volver a cambiar de nombre y lo conservaron confiando en que la duplicación de «Holm» no llamara la atención de nadie.

De momento Bruno estaba a salvo. Rellenó como «Herr Holm» su cuestionario de desnazificación de ciento treinta y un párrafos, obligatorio para todos los alemanes en edad militar, y se las apañó para que no le incluyeran en ninguna de las categorías incriminadoras. No le costó colar su historia. La mera abundancia de casos que estaban procesando los investigadores aliados, escasos de personal, hacía imposible emprender interrogatorios realmente rigurosos. Bruno se limitó a negar que hubiera sido miembro del partido, y no digamos oficial de las SS, y sostuvo que había pasado su vida laboral trabajando de dentista, y que sólo había combatido como soldado reclutado. El nombre «Holm» no figuraba en ninguna de las listas (todavía lamentablemente incompletas) de las SS o del partido, y si le hubieran instado a demostrar que era un dentista cualificado no habría tenido el menor problema, como con los checos, en probar sus aptitudes. Toda la familia estuvo pronto bien aleccionada sobre la nueva versión oficial; el Tercer Reich no tenía nada que ver con ellos; no eran más que una familia que intentaba salir adelante; les habían engañado embusteros y criminales. La supervivencia había prevalecido sobre la ideología.

Durante el día, Bruno arañaba unos ingresos de subsistencia cortando turba en los campos locales y, más tarde, vendiendo suscripciones de revistas. Fue una época penosa, pero no peor que la que sufrió la gran mayoría de sus compatriotas. Nada de esto impidió que Bruno tiranizase a su familia con sus frecuentes resacas (cuando podía costearse la bebida) y el malhumor que las acompañaba, desahogando las grandes frustraciones que le estaban devorando. Su humor de perros y sus recriminaciones furibundas, exacerbadas por la falta de espacio y la angustiosa escasez de alimento, presidían el hogar diminuto. Fue el precio que hizo pagar a su familia por la insufrible humillación de las mentiras y las negaciones que amargamente tuvo que inventar. Sabía, por supuesto, que no había otra alternativa. Pero continuó comportándose como un monstruo en respuesta a sus sueños incumplidos de poder y dominación, y no digamos a la degradante humillación de haber perdido en su vida dos guerras mundiales.

Si alguna vez dudó de lo acertado de su subterfugio, muchos detalles podían recordárselo. Estaban persiguiendo a los culpables principales del nazismo, no ya como prisioneros de guerra, sino como criminales. Los juicios de Núremberg, en octubre de 1946, condenaron a muerte a siete miembros destacados de la jerarquía nazi. Otros, como Speer, Dönitz y Rudolf Hess, recibieron largas condenas en la prisión de Spandau, Berlín. Por mucho que alegaran que aquello era la «justicia del vencedor», cuya legalidad se había visto comprometida por la presencia de un juez soviético en el tribunal, difícilmente ajeno a los crímenes de una brutal tiranía, la mayoría de los alemanes a duras penas podían cuestionar los veredictos o negar la legitimidad de las acusaciones. Aparte de perder la guerra, los nazis habían establecido un gobierno criminal y eran culpables de la barbarie que todavía estremecía al mundo entero. Por supuesto que se les iba a pedir cuentas.

Los juicios continuaron y centraron su atención en el siguiente escalafón de los presuntos criminales de guerra, y al hacerlo se aproximaban a hombres como Bruno. Entre ellos se contaban algunos destacados ex jefes del SD como Naumann, Ohlendorf y Daluege. Esta vez los aliados acusaban a categorías completas de criminales de guerra, no sólo a individuos prominentes. Pasaron por el banquillo muchos médicos, personal de los
Einsatzgruppen
, oficiales de los campos y hombres acusados de ejecutar a prisioneros aliados desarmados. Algunos fueron encarcelados; otros, condenados a muerte.

Los juicios de Núremberg ofrecieron al mundo de la posguerra la primera imagen clara —y horripilante— de la magnitud de la culpa nazi; abogados de las potencias aliadas reconstruyeron el funcionamiento de su sistema; demostraron la complicidad de los administradores, los abogados, los médicos alemanes; revelaron la naturaleza de la guerra en el Este; desmontaron al régimen que había creado y dirigido campos de concentración y luego los habían convertido en campos de exterminio. Fue también el momento en que el mundo tuvo ocasión de atisbar el interior de organizaciones como las SS y sus subconjuntos, el SD y la Gestapo. Eran nombres muy conocidos, pero sólo entonces se comprendieron exhaustiva aunque superficialmente sus estructuras internas, su mentalidad y sus misiones homicidas. Bruno debió de ponerse muy nervioso. Era verdad que los juicios afectaban a hombres de más alta jerarquía, más claramente culpables de lo que hasta los nazis sabían que eran actos criminales e inmorales. Pero el proceso judicial avanzaba inexorablemente hacia abajo de la cadena de mando. Sólo hacía falta desplegar más la red y atraparía a hombres como Bruno.

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