La visita a Segovia no fue en vano. Enrique la aprovechó para idear la técnica arquitectónica que le permitiera salvar con una escalera la altura que había desde la puerta de la Coronería al suelo de la catedral nueva. El arquitecto dibujó una doble escalera en forma de zigzag que fue muy celebrada por el cabildo, cuyos miembros instaron al maestro de Rouen a comenzar a construirla de inmediato, pues los peregrinos que llegaban a la puerta de la Coronería tenían que dar toda la vuelta a la catedral para poder acceder por la del Sarmental, la única en servicio hasta entonces.
D
urante la primavera se acabaron las obras arquitectónicas de la Coronería. Enrique la había diseñado siguiendo el modelo de la puerta central de la portada sur de Chartres, y lo había hecho como homenaje a su padre, el maestro Juan de Rouen, que la labrara justo treinta años antes. En alguna ocasión, Juan de Rouen le había dicho a su hijo Enrique que esa portada comenzó a construirse justo al tiempo de su nacimiento. Un maestro la había imitado en la iglesia de la abadía benedictina de Marmoutier, pero no había alcanzado la perfección de la de Chartres.
Enrique no estaba demasiado contento con las grandes figuras de los apóstoles que se estaban labrando para la Coronería. Los escultores que trabajaban en el taller de cantería no eran demasiado expertos, y tuvo que ser él mismo quien retocara los últimos detalles de los rostros, para que al menos las caras de los apóstoles tuvieran una mayor calidad que el resto.
El rey de Castilla y León, tras haber permanecido una larga temporada en Córdoba, regresó a Burgos. Don Fernando, antes asiduo a la que era considerada ciudad cabeza de Castilla, apenas la visitaba ahora. El monarca se encontraba muy a gusto en su palacio de Córdoba, el que fuera alcázar de los califas omeyas. A sus cuarenta y cinco años, con varias enfermedades soportadas con paciencia y resignación, con decenas de batallas, cabalgadas y campañas militares a sus espaldas, don Fernando comenzaba a sentirse cansado. Decía que el frío y la humedad de las tierras del norte de sus reinos le provocaban dolores en las articulaciones y en los huesos, y prefería el calor sofocante del Guadalquivir a las nieblas heladoras del Duero.
Durante el verano, el rey Fernando visitó varios lugares de Castilla y llegó en el extremo oriental de su reino hasta la ciudad de La Calzada, una localidad que fundara Domingo de Guzmán, quien fuera canónigo de la catedral de Osma, para refugio y descanso de peregrinos y a la vez para defensa del puente que construyera el propio Domingo sobre el cauce del río Oja.
En Burgos, el rey visitó la catedral y se congratuló por la buena marcha de los trabajos y sobre todo por la solución que Enrique había dado a la escalera de la puerta de la Coronería. Don Fernando trajo decenas de carretas cargadas con tinajas de aceite de oliva. La conquista del Guadalquivir había puesto en manos de los comerciantes castellanos la mayor zona productora de aceite de oliva de Occidente, un producto que no sólo se empleaba para conservar alimentos o para condimentarlos, sino también como remedio a ciertas heridas en la piel, como combustible para los candiles o para elaborar ciertos preparados y empastes.
Don Fernando recorrió los campos de Burgos y sobre ellos echó de menos a su primera esposa, doña Beatriz de Suabia. Recordó aquellos días fríos pero luminosos del invierno que pasaron juntos tras su matrimonio en la catedral vieja, las largas veladas en el castillo, las intensas noches de amor, la sensual delicadeza de su joven esposa, la hermosura sin igual de su rostro y la esbeltez de su cuerpo. Y ante tantos recuerdos, el rey se sintió solo. Apesadumbrado porque aquel pasado gozoso nunca regresaría, don Fernando ordenó a toda su Corte que preparara el regreso a Córdoba.
Don Juan, el obispo de Burgos y canciller de Castilla y León, se despidió de Enrique señalándole que siguiera las instrucciones del cabildo en lo concerniente a las obras de la catedral, pues él tenía bastante con mantener el ritmo que le marcaba su rey.
Fernando, rey de Castilla y León, salió de Burgos rumbo al sur mediada la primavera del año del Señor de 1245. Ansiaba regresar al combate contra los musulmanes y planeaba la toma inmediata de Granada para conquistar al fin Sevilla y culminar así la conquista de las tierras peninsulares todavía ocupadas por el Islam. Cuando su caballo había recorrido media legua, el rey tiró de las riendas y detuvo su montura; se giró despacio y contempló la colina coronada por el formidable castillo, las murallas blancas y rojas y la cabecera de la catedral emergiendo entre el caserío como un gigante adormilado. Respiró hondo, intentó fijar en su retina cada uno de los detalles de aquel paisaje y, tras unos instantes, dio la espalda a la ciudad y siguió camino adelante. El soberano de las dos coronas supo en aquel mismo momento que nunca más regresaría a Castilla y que aquélla había sido la última vez que sus ojos habían contemplado Burgos.
Teresa intuía que algo empezaba a cambiar. Los campesinos de los alrededores de la ciudad murmuraban contra sus señores, los frailes de algunas órdenes religiosas se estaban inmiscuyendo en todos los asuntos en busca desesperada de cualquier atisbo de herejía, un concilio reunido en la ciudad borgoñona de Lyon había depuesto al emperador Federico considerándolo como el Anticristo y las cosechas ya no eran tan copiosas y abundantes.
Sin embargo, en el sur, el rey Fernando continuaba conquistando castillos y ciudades a los musulmanes. Jaén se rindió al rey de Castilla tras varios meses de asedio, y el rey musulmán de Granada se convirtió en su vasallo y se comprometió a entregar ciento cincuenta mil maravedís cada año. Tras Jaén, cayeron algunas poblaciones del Aljarafe sevillano. Y todavía tuvo tiempo don Fernando de casar a su primogénito el príncipe Alfonso en Valladolid con la infanta Yolanda, hija del rey Jaime de Aragón.
A mediados de 1246 murió la reina madre, Berenguela, la mujer a la que don Fernando debía el trono.
—Tengo una extraña sensación —le dijo Teresa a Enrique.
—¿Qué te pasa, te encuentras enferma?
—No, no es eso. Se trata de un presentimiento. Creo que las cosas van a ir a peor. Los tiempos están cambiando deprisa. ¿No te has dado cuenta?
—No.
—Esta misma semana he estado hablando con un clérigo recién llegado de la Universidad de Salamanca. Me ha dicho que los escolares están estudiando las obras de Aristóteles, cuya filosofía es considerada como «el único saber». Hace tiempo leí en la biblioteca de Las Huelgas un tratado de ese sabio griego en el que asegura que las mujeres somos seres defectuosos. Y pone como ejemplo la vida animal, en donde, según él, todas las hembras son inferiores en belleza, fuerza y capacidad a los machos.
—Sí, leí a Aristóteles en la Universidad de París. Comenta eso en un libro titulado
Tratado de los animale
.; pero ahí también dice que las hembras son necesarias —añadió Enrique.
—Pero para procrear, sólo para procrear —puntualizó Teresa.
—Tú demuestras todos los días que lo que afirmaba Aristóteles no es cierto.
—Pero la mayoría de los hombres cree que sí lo es.
—La mayoría de los hombres jamás ha leído ni leerá a Aristóteles.
—No importa. Los clérigos ya se encargan de predicar esas infamias todos los días en los púlpitos. Aseguran que las mujeres somos la perdición de los hombres, una especie de demonios, que nos pasamos el día murmurando y jugando a los dados, que sólo pensamos en copular y que ni siquiera tenemos alma.
Un aprendiz del taller de Teresa les interrumpió. Los dos amantes estaban acabando de comer.
—Señora, está aquí un canónigo del cabildo. Desea hablar con don Enrique.
—Hazle pasar.
—Don Juan ha muerto —anunció el canónigo sin siquiera saludar a los dos maestros.
—¿El obispo? —demandó Teresa.
—Sí, doña Teresa. Ha sido algo repentino. El cabildo quiere que sea enterrado en la capilla de San Gil, según consta en su testamento.
—¿Se sabe quién va a ser el nuevo obispo?
—El señor Aparicio, canónigo y arcediano de Treviño.
—Pero si es muy mayor.
—No obstante, es un hombre al que todos respetan. Y apenas sale de Burgos. Don Juan no estaba casi nunca en la ciudad; como sabéis, su cargo de canciller real le obligaba a ir siempre tras el rey, por lo que había descuidado un tanto el gobierno de la diócesis. Don Aparicio es canónigo de Burgos desde hace veintiocho años, nadie conoce el cabildo mejor que él.
—Si me perdonáis, señores, me marcho, tengo que seguir informando de este desgraciado asunto.
El canónigo se despidió amablemente.
—Don Aparicio… un tipo extraño —comentó Enrique.
—¿Extraño dices? Ese hombre es el más taimado de todo el cabildo. Te lo dije; tenía la intuición de que las cosas iban a empeorar, y con ese obispo va a ocurrir.
—Los hombres cambian, tal vez…
—En este caso, no. Estoy segura. Don Aparicio nunca mostró el menor interés por esta catedral. Es un hombre resabiado. Él fue el principal opositor a don Mauricio, y sabes bien que es él quien está arrojando más cizaña sobre nuestra relación. Vayámonos de aquí, busquemos otro sitio donde vivir —propuso Teresa.
—Pero la catedral está a medio construir, los talleres funcionan a pleno rendimiento, estamos colocando los primeros sillares de la nave mayor… —dijo Enrique.
—Vamos, Enrique, sabes bien que con este nuevo obispo las obras de la catedral se paralizarán.
—Eso no puede ser. La catedral vieja ya ha sido derribada por completo, un obispo necesita una catedral.
—Y ya la tiene.
—No está acabada.
—Hay decenas de templos sin acabar por toda Europa. Éste puede ser uno más. Don Mauricio comenzó una catedral que no terminó, e intentó fundar una escuela porque creía que la inteligencia era la más eficaz de las armas, como le enseñaron durante su aprendizaje en París; don Juan dejó hacer y permitió que siguieran adelante las obras, y don Aparicio…, don Aparicio acabará con todo lo que hicieron sus antecesores.
—No puede ser tan perverso como supones.
—Vamos, Enrique. Sabes bien que el rey Fernando está obsesionado con la conquista de todo el sur. Anhela ser el monarca que ponga fin al dominio sarraceno en esta Península, y quiere disponer de todos los medios para ello. Ha nombrado a don Aparicio como obispo de Burgos porque sabe que es un inútil que se plegará a todos sus deseos y que no discutirá ni una sola de sus decisiones.
—Pero don Fernando fue quien puso la primera piedra de esta catedral, querrá verla acabada.
—A don Fernando le da igual esta catedral. El rey sólo ambiciona ganar el cielo conquistando la tierra.
La llegada del invierno obligó a paralizar las obras en el exterior de la catedral, pero nada indicaba que don Aparicio, el nuevo obispo burgalés, tuviera intención de alterar el ritmo de los trabajos. Enrique pensó que las sospechas de Teresa eran infundadas, pero pronto se desengañaría.
Fue a mediados de enero. El día era frío y caía una fina pero persistente nevada sobre Burgos. Hacía unos días que había muerto Nicolás, el que fuera fiel capellán del obispo don Mauricio, tal vez el último de los impulsores de la nueva catedral. Enrique fue llamado por don Aparicio. El maestro de obra estaba convencido de que el nuevo obispo le iba a dar un notable impulso a la fábrica, pero se equivocó.
—Sentaos, maestro Enrique, sentaos.
Enrique tomó asiento en una silla de tijera junto al sitial de madera labrada que ocupaba don Aparicio. El obispo de Burgos era un tipo enjuto y fibroso de tez adusta y ojillos hundidos. Desde luego, no era la persona de la que se pudiera esperar una palabra de cariño.
—Gracias, eminencia.
—Habéis hecho un buen trabajo. Mis antecesores, los obispos Mauricio y Juan, os tenían en gran estima. Eran dos buenos hombres, fieles seguidores de Cristo y de su Iglesia, e impulsaron las obras de esta catedral con fe e ilusión, pero ahora corren otros tiempos. Don Fernando quiere dedicar todo su esfuerzo a la conquista de Sevilla y Granada, los dos últimos reductos del Islam en la Península, y nosotros no podemos defraudarle.
—Hasta ahora así ha sido, eminencia.
—No exactamente. Esta catedral está consumiendo muchas rentas; con ellas podríamos contribuir a que don Fernando consiguiera sus éxitos de manera más rápida.
—¿Eso significa que habrá menos dinero para las obras de esta catedral? —supuso Enrique.
—No, maestro Enrique, no. Significa que las obras se van a interrumpir por completo, al menos por el momento.
—¡¿Cómo?!
—Lo que habéis oído. De momento, no se pondrá una sola piedra más en ese edificio.
—Pero, eminencia, hay decenas de aprendices, oficiales y maestros que se quedarán sin trabajo, y está el templo, la catedral de la luz… Castilla necesita este templo, esta catedral…
—Castilla necesita que los sarracenos sean expulsados de esta tierra bendita, y en ello hemos de poner todo nuestro empeño. Ya habrá tiempo después para construir templos en honor de Nuestro Señor y de su madre la Virgen.
Enrique apenas pudo reaccionar. Doce años de trabajo no habían sido aval suficiente para poder continuar adelante.
—Pero si ni siquiera hemos acabado la portada de la Coronería. Esta catedral…
—Está decidido, maestro. El tercio de los diezmos que se dedicaban a la fábrica de la catedral se destinarán ahora a la guerra contra los sarracenos.
—Todavía quedan los donativos de los fieles; los entregan para la fábrica de la catedral.
—En los últimos dos años han disminuido las donaciones; el monasterio de Las Huelgas nos ha quitado algunas importantes. La muerte de la abadesa, la infanta doña Constanza, ha provocado que algunas de las limosnas que se ofrecían a la catedral vayan ahora al monasterio para sufragar los gastos que origina el hospital. Hasta los derechos sobre los molinos irán destinados a los gastos de la guerra.
—¿Y qué le digo a mi gente, eminencia?
—Que todo esto es en beneficio de la Iglesia y de estos reinos, y que tienen que comprenderlo.
—¿Y los salarios atrasados?
—Todos cobrarán el trabajo realizado, pero sólo hasta hoy. Y en cuanto a vos, podéis quedaros aquí como maestro de obra. Aunque ya no continúen los trabajos, siempre hay que hacer alguna cosa, reparar un tejado, reponer un muro… Vos seguiréis como maestro de obra, pero tendréis que contentaros con la mitad del salario que hasta ahora recibíais.