El ocho (15 page)

Read El ocho Online

Authors: Katherine Neville

BOOK: El ocho
11.16Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Damas y caballeros, el gran maestro Fiske no se encuentra bien. El gran maestro Solarin ha tenido la amabilidad de detener el reloj y hacer una breve interrupción para que el señor Fiske pueda tomar el aire. Señor Fiske, entregue su próxima jugada en un sobre cerrado a los árbitros y reanudaremos la partida dentro de media hora.

Fiske anotó la jugada con mano temblorosa, metió el papel en un sobre, lo cerró y se lo tendió al árbitro. Antes de que los periodistas tuvieran la oportunidad de abordarlo, Solarin se marchó y recorrió el pasillo con paso presuroso. En la sala reinaba una gran agitación; infinidad de grupitos de personas hablaban en voz baja. Me volví hacia Lily.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué ocurre?

—Es increíble —comentó—. Solarin no puede parar los relojes; es una atribución del árbitro. Va contra las reglas, deberían haber anulado la partida. Solo el árbitro puede detener los relojes si los contendientes están de acuerdo en hacer una interrupción. Y solo después de que Fiske hubiera entregado su siguiente jugada en sobre cerrado.

—Así pues, Solarin ha regalado a Fiske un poco de tiempo —observé—. ¿Por qué lo ha hecho?

Lily se me quedó mirando. Sus propios pensamientos parecieron sorprenderla.

—Sabe que no es el estilo de juego de Fiske —respondió. Tras una pausa añadió, recordando la partida—: Solarin ofreció a Fiske un cambio de damas. Según los parámetros del juego, no está obligado a hacerlo. Sospecho que quería poner a prueba a Fiske. Todos saben que detesta perder la dama.

—¿Y Fiske ha aceptado? —pregunté.

—No —contestó Lily, absorta en sus pensamientos—. No ha aceptado. Ha levantado la dama y la ha soltado. Ha intentado hacerlo pasar por j’adoube.

—¿Qué significa eso?

—Compongo, coloco bien. Durante la partida es perfectamente legal centrar en la casilla una pieza que no se quiere mover.

—¿Y qué tiene de malo?

—Nada —aseguró Lily—, pero el jugador debe decir «j’adoube» antes de tocar la pieza, nunca después.

—Quizá no se ha dado cuenta…

—Es un gran maestro —me interrumpió Lily, y me miró largo rato—. Ha tenido que darse cuenta.

El público había salido de la sala y nos encontrábamos solas. Lily se puso a estudiar la posición de los trebejos en el ajedrez magnético. No quise molestarla y me dediqué a intentar deducir, con mis limitados conocimientos de ajedrez, qué significaba lo que acababa de suceder.

—¿Quieres saber mi opinión? —preguntó Lily al cabo de un rato—. Creo que el gran maestro Fiske ha hecho trampa. Me huelo que estaba conectado a un transmisor.

Si hubiera sabido cuánta razón tenía, tal vez habría cambiado el curso de los acontecimientos que pronto se desencadenarían. Sin embargo, ¿cómo podía adivinar lo que en realidad había ocurrido a solo tres metros de distancia, mientras Solarin estudiaba el tablero?

Solarin estaba mirando el tablero la primera vez que lo había notado. Al principio no fue más que un destello percibido con el rabillo del ojo, pero a la tercera lo relacionó con la jugada. Fiske se ponía las manos sobre las piernas cada vez que su contrincante paraba el reloj y comenzaba a funcionar el suyo. Solarin no apartó la vista de Fiske durante la siguiente jugada. Era el anillo. Hasta entonces Fiske jamás había llevado anillo.

Fiske jugaba temerariamente, exponiéndose con cada movimiento. En cierto sentido su estilo de juego era más interesante que de costumbre. Cada vez que se arriesgaba, Solarin lo miraba a la cara y advertía que su expresión no era la de un jugador audaz. Fue entonces cuando se dedicó a observar el anillo.

Era indudable que Fiske tenía un transmisor. Solarin estaba jugando contra alguien o algo que no se encontraba en la sala; desde luego, no contra Fiske. Echó un vistazo al hombre del KGB, sentado junto a la pared del fondo. Si Solarin aceptaba el reto y perdía la maldita partida, quedaría eliminado del torneo. Tenía que averiguar quién estaba conectado con Fiske y por qué.

Solarin empezó a jugar con suma audacia para tratar de descubrir la pauta de las respuestas de Fiske, a quien esta estrategia estuvo a punto de sacar de quicio. Luego tuvo la genial idea de forzar un cambio de damas sin que viniera a cuento. Situó su dama en una posición peligrosa, ofreciéndola sin importarle las consecuencias. Obligaría a Fiske a mostrar su propio juego o a revelar que era un tramposo. Fue entonces cuando Fiske se derrumbó.

Durante unos segundos dio la impresión de que Fiske aceptaría el cambio y le comería la dama. En ese caso Solarin llamaría a los jueces y abandonaría la partida. No podía jugar contra una máquina o lo que fuera a lo que Fiske estaba conectado. Sin embargo, este se arredró y reclamó j’adoube. Solarin dio un salto y se inclinó hacia él.

—¿Qué diablos está haciendo? —murmuró—. Interrumpiremos la partida hasta que recobre la cordura. ¿Se da cuenta de que hay agentes del KGB? Si se enteran de esto, puede despedirse del ajedrez.

Solarin avisó a los árbitros con una mano mientras con la otra paraba los relojes. Explicó que Fiske se encontraba mal y que entregaría en sobre cerrado su siguiente movimiento.

—Y más vale que sea la dama —añadió inclinándose de nuevo hacia Fiske.

Este ni siquiera alzó la mirada. Hacía girar el anillo, como si le apretara el dedo. Solarin abandonó la sala hecho una furia.

El hombre del KGB salió a su encuentro en el pasillo y lo miró con gesto inquisitivo. Era bajo, de tez pálida y cejas espesas. Se llamaba Gogol.

—Ve a tomarte una slivovitz —dijo Solarin—. Yo me ocuparé de esto.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Gogol—. ¿Por qué ha pedido j’adoube? Va contra las reglas. No debiste parar los relojes; podrían haberte descalificado.

—Fiske tiene un transmisor. Debo averiguar con quién está conectado y por qué. Tú solo conseguirías asustarlo un poco más. Lárgate y haz como si no supieras nada. Sé cómo debo actuar.

—Brodski está aquí —murmuró Gogol.

Brodski era un alto cargo del servicio secreto. Su categoría era muy superior a la de los guardaespaldas de Solarin.

—Invítalo a una copa —propuso Solarin—. Mantenlo lejos de mí durante media hora. No quiero que toméis ninguna medida. Ninguna medida, Gogol, ¿me has entendido?

El guardaespaldas estaba asustado. Se encaminó hacia la escalera y Solarin lo siguió hasta el extremo del balcón, franqueó una puerta y esperó a que Fiske saliera de la sala de juego.

Fiske cruzó presuroso el balcón, bajó por la escalinata y corrió a través del vestíbulo. No advirtió que Solarin lo vigilaba desde la planta alta. Una vez fuera, atravesó el patio y franqueó las impresionantes puertas de hierro forjado. En el otro extremo del patio, en diagonal a la entrada del club, se alzaba la puerta que conducía al Canadian Club, de dimensiones más reducidas. Entró y subió por la escalera.

Solarin cruzó el patio con sigilo y abrió la puerta de cristal del Canadian Club justo en el momento en que la puerta del servicio de caballeros se cerraba detrás de Fiske. Se detuvo un instante, subió hasta allí y entró. Fiske estaba al otro lado, con los ojos cerrados, apoyado contra la pared de los urinarios. Solarin vio cómo caía de rodillas. Fiske sollozó angustiado… se agachó, presa de un ataque de náuseas, y vomitó en el cuenco de porcelana. Cuando terminó, estaba tan agotado que descansó la frente sobre el cuenco.

Solarin vio con el rabillo del ojo que Fiske alzaba la cabeza al oír que abría el grifo. Permaneció inmóvil junto al lavamanos, mirando el agua que corría. Fiske era inglés, y sin duda debió de sentirse más que avergonzado al saber que alguien lo había visto vomitar.

—Esto le ayudará —dijo Solarin sin apartarse del lavamanos.

Fiske miró alrededor, sin saber si el otro se dirigía a él. Cuando comprobó que estaban solos, se levantó a duras penas y caminó hacia Solarin, que escurría una toalla de papel en el lavamanos. La toalla olía a avena húmeda. Solarin se volvió y le humedeció la frente y las sienes.

—Si sumerge las muñecas, se le activará la circulación —observó Solarin desabrochándole los puños de la camisa.

Arrojó la toalla húmeda en la papelera. Sin pronunciar palabra, Fiske metió las muñecas en el lavamanos lleno de agua, pero procurando no mojarse los dedos, como observó Solarin.

Este anotó algo con un lápiz en el revés de una toalla de papel. Fiske se le quedó mirando, sin apartar las muñecas del lavamanos. Solarin le mostró el mensaje, que rezaba: «¿La transmisión es uni o bidireccional?».

Fiske desvió la mirada, sonrojado. Solarin lo observaba con atención. Volvió a inclinarse sobre el papel y escribió: «¿Pueden oírnos?».

Fiske respiró hondo y cerró los ojos. Luego negó con la cabeza, sacó una mano del agua e hizo ademán de coger la toalla de papel, pero Solarin le dio otra.

—Con esta no —dijo, y tras sacar un pequeño mechero de oro prendió fuego al papel escrito. Dejó que ardiera casi por entero, lo arrojó al mingitorio y tiró de la cadena—. ¿Está seguro? —preguntó mientras se acercaba de nuevo al lavamanos—. Es muy importante.

—Sí —respondió Fiske inquieto—. Eso… eso me dijeron.

—Perfecto. Entonces podemos hablar. —Solarin aún tenía en la mano el mechero de oro—. ¿En qué oído lo lleva?, ¿en el izquierdo o en el derecho?

Fiske se tocó la oreja izquierda. Solarin asintió y retiró la tapa de la parte inferior del mechero, de donde extrajo un pequeño instrumento plegado, que abrió. Eran unas pinzas.

—Tiéndase en el suelo, con la oreja izquierda hacia mí, y apoye la cabeza de tal modo que no se mueva. No me gustaría perforarle el tímpano.

Fiske obedeció. Parecía casi aliviado de ponerse en manos de Solarin y ni se le ocurrió preguntar por qué el gran maestro era experto en retirar transmisores ocultos. Solarin se agachó y se inclinó sobre la oreja de Fiske. Poco después extrajo con las pinzas un objeto pequeño y lo observó. Apenas superaba el tamaño de una cabeza de alfiler.

—Ajá —exclamó Solarin—. No es tan pequeño como los nuestros. Dígame, querido Fiske, ¿quién se lo colocó? ¿Quién está detrás de esto? —Depositó el diminuto transmisor en la palma de su mano.

Fiske se incorporó al instante y se quedó mirándolo, como si por primera vez se diera cuenta de quién era Solarin: no solo un jugador de ajedrez, sino sobre todo ruso. Además, tenía acompañantes del KGB merodeando por todo el edificio. Fiske gimió y se llevó las manos a la cabeza.

—Tiene que decírmelo. Se hace cargo, ¿verdad?

Solarin bajó la vista hacia el anillo de Fiske. Le cogió la mano y observó la joya con detenimiento. Aterrorizado, Fiske alzó la mirada.

Era un sello enorme con un escudo, de un metal parecido al oro y con la superficie engastada por separado. Solarin lo apretó y sonó un suave zumbido, apenas perceptible. Así pues, Fiske presionaba el anillo para comunicar mediante un código la última jugada a sus compinches, que a continuación le indicaban el siguiente movimiento a través del transmisor que llevaba en el oído.

—¿Le advirtieron que no se lo quitara? —inquirió Solarin—. Es lo bastante grande para albergar un pequeño explosivo y un detonador.

—¡Un detonador! —exclamó Fiske.

—Lo suficiente para volar el aseo —prosiguió Solarin sonriente—. Al menos la zona en la que estamos. ¿Es usted agente de los irlandeses? Son muy diestros con las bombas pequeñas, sobre todo con las cartas bomba. Lo sé porque la mayoría se forma en Rusia. —Fiske había palidecido. Solarin prosiguió—: Mi querido Fiske, no sé qué se proponen sus amigos, pero, si un agente traicionara a mi gobierno como usted ha traicionado a quienes lo enviaron, encontrarían el modo de silenciarlo rápida y definitivamente.

—¡Yo… yo no soy agente de nadie! —se defendió Fiske.

Solarin lo miró a los ojos y sonrió.

—Le creo. ¡Dios mío, esto es una verdadera chapuza!

Fiske se retorció las manos mientras Solarin reflexionaba.

—Mi querido Fiske, se ha metido en un juego peligroso. Pueden aparecer en cualquier momento y entonces nuestras vidas no valdrán nada. Quienes le pidieron que hiciera esto no son buenas personas. ¿Lo comprende? Cuénteme todo lo que sabe sobre ellos. Dese prisa. Solo así podré ayudarlo.

Solarin se puso en pie y tendió la mano a Fiske para que se incorporara. Este bajó la vista al suelo, avergonzado, como si estuviera a punto de echarse a llorar. Solarin le puso una mano en el hombro.

—Lo abordó alguien que quería que ganara esta partida. Necesito que me diga quién y por qué.

Other books

Tiny Little Thing by Beatriz Williams
Read My Lips by Herbenick, Debby, Schick, Vanessa
Power Play by Eric Walters
Captives by Jill Williamson
The Thong Also Rises by Jennifer L. Leo
Serendipity by Cathy Marie Hake
Special Delivery! by Sue Stauffacher
Invisible World by Suzanne Weyn