El ocho (94 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El ocho
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Cuando terminamos nuestro trabajo, Shahin sacó el pomo de aqua philosophia y la pizca de polvo envuelto en cera de abeja, para que se disolviera más lentamente, como estaba prescrito. Lo diluimos y observé el pomo que tenía en la mano, mientras Shahin y los dos hijos de Talleyrand me miraban.

Recordé las palabras de Paracelso, el gran alquimista, que una vez creyó haber descubierto la fórmula: «Seremos como dioses». Me llevé el pomo a los labios… y bebí.

Cuando terminé de leer, temblaba de pies a cabeza. Solarin me apretaba la mano con tal fuerza que sus nudillos estaban blancos. El elixir de la vida… ¿esa era la fórmula? ¿Era posible que existiese semejante cosa?

Mis pensamientos se atropellaban. Solarin estaba sirviendo brandy para los dos de una licorera que había sobre una mesa. Era verdad, pensé, que la ingeniería genética había permitido descubrir recientemente la estructura del ADN, esa pieza de construcción de vida que, como el caduceo de Hermes, formaba una doble hélice semejante al ocho. Sin embargo, nada en los textos antiguos indicaba que ese secreto se hubiera conocido antes. ¿Y cómo algo que transmutaba los metales podía también alterar la vida?

Pensé en las piezas, en el lugar donde habían estado escondidas, y me sentí más confusa. ¿Acaso no había dicho Minnie que ella misma las había dejado allí, en el Tassili, bajo el caduceo, ocultas en la pared de piedra? ¿Cómo podía saber precisamente dónde estaban si era Mireille quien las había ocultado allí más de doscientos años antes?

Entonces recordé la carta que Solarin había traído de Argel y me había entregado en casa de Nim: la carta de Minnie. Torpemente metí la mano en el bolsillo y la saqué. La abrí mientras él se sentaba a mi lado con su copa de brandy. Notaba su mirada clavada en mí.

Extraje la carta del sobre y la miré. Antes de empezar a leer, me recorrió un escalofrío de horror. ¡La letra de la carta y la del diario eran la misma! Aunque la primera estaba escrita en inglés moderno y el segundo, en francés antiguo, no había forma de imitar aquellos trazos ornados, de un estilo que hacía cientos de años que no se usaba.

Miré a Solarin, que contemplaba la carta con espanto e incredulidad. Nuestras miradas se encontraron. Luego bajamos la vista hacia la misiva. Con mano temblorosa la desdoblé sobre mi regazo y leímos:

Mi querida Catherine:

Ahora conoces un secreto que muy pocos han conocido. Ni siquiera Alexander y Ladislaus han sospechado jamás que no soy su abuela. Han pasado doce generaciones desde que di a luz a su antepasado: Charlot. El padre de Kamel, que se casó conmigo solo un año antes de su muerte, descendía de mi viejo amigo Shahin, cuyos huesos yacen en el polvo desde hace más de ciento cincuenta años.

Naturalmente, puedes creer, si lo deseas, que no soy más que una vieja loca. Cree lo que quieras… ahora tú eres la Reina Negra. Posees las partes de un secreto poderoso y peligroso; las suficientes para resolver el acertijo como hice yo hace tantos años. Pero ¿lo harás? Eso es lo que debes decidir, y debes decidirlo sola.

Si quieres mi consejo, destruye estas piezas… fúndelas para que nunca más sean origen de tanta desdicha y sufrimiento como los que he experimentado en mi vida. La historia ha demostrado que lo que puede representar un gran beneficio para la humanidad puede constituir también una terrible maldición. Adelante, haz lo que desees. Tienes mi bendición.

Tuya en Nuestro Señor,

MIREILLE

Cerré los ojos, con mi mano entre la de Solarin. Cuando los abrí, vi a Mordecai, que abrazaba protectoramente a Lily. Detrás de ellos estaban Nim y Harry, a quienes no había oído llegar. Todos se acercaron y se sentaron en torno a la mesa, en cuyo centro descansaban las piezas.

—¿Qué piensas de esto? —susurró Mordecai.

Harry se inclinó y me dio una palmadita en la mano, mientras yo seguía temblando.

—¿Y qué si fuese verdad? —preguntó.

—Entonces sería lo más peligroso que se pueda imaginar —respondí sin dejar de temblar. Aunque no quería admitirlo, creía toda la historia—. Opino que Minnie tiene razón. Deberíamos destruir las piezas.

—Ahora tú eres la Reina Negra —observó Lily—. No tienes por qué escucharla.

—Slava y yo hemos estudiado física —agregó Solarin—. Tenemos tres veces más piezas que las que tenía Mireille cuando descifró la fórmula. Aunque no disponemos de la información contenida en el tablero, estoy seguro de que podríamos desentrañarla. Yo podría conseguir el tablero…

—Además —intervino Nim con una sonrisa, llevándose una mano al muslo herido—, a mí me vendría bien un poco de ese brebaje para curar mis heridas.

Me pregunté cómo me sentiría sabiendo que podía vivir doscientos años o más; que por más percances que sufriera, salvo caerme de un avión, mis heridas curarían… y mis enfermedades desaparecerían.

Pero ¿quería pasar treinta años de mi vida tratando de encontrar esa fórmula? Aunque tal vez no necesitáramos tanto tiempo, la experiencia de Minnie me había enseñado que pronto se transformaba en una obsesión, algo que había destrozado no solo su vida, sino la de todos cuantos había conocido o tocado. ¿Deseaba una vida larga en detrimento de una existencia feliz? Según sus propias palabras, Minnie había vivido doscientos años de terror y peligros, incluso después de encontrar la fórmula. No era extraño que quisiera dejar el juego.

Era yo quien debía tomar la decisión. Miré los trebejos. Sería bastante fácil. Minnie había elegido a Mordecai no solo porque era un maestro de ajedrez, sino porque era también joyero. Sin duda contaba allí mismo con todo el equipo necesario para analizar las piezas, descubrir de qué estaban hechas y convertirlas en joyas dignas de una reina. Sin embargo, mientras las miraba, comprendí que jamás podría decidirme a hacerlo. Resplandecían con una luz propia. Había entre nosotros —el ajedrez de Montglane y yo— un vínculo que al parecer no podía cortar.

Miré las caras expectantes que me contemplaban en silencio.

—Voy a enterrarlas —dije despacio—. Lily, tú me ayudarás; formamos un buen equipo. Las llevaremos a alguna parte, al desierto o las montañas, y Solarin regresará a Rusia para conseguir el tablero. Esta partida tiene que terminar. Ocultaremos el ajedrez de Montglane allí donde nadie pueda encontrarlo durante mil años.

—Pero al final lo encontrarán —murmuró Solarin.

Me volví hacia él y algo muy profundo pasó entre nosotros. Él sabía qué debía suceder, y yo sabía que tal vez no volveríamos a vernos durante mucho tiempo si llevábamos a cabo lo que había decidido.

—Tal vez dentro de mil años —dije— haya en este planeta gente mejor… que sabrá cómo usar una herramienta como esta en beneficio de todos, no como un arma para lograr poder. Quizá para entonces los científicos hayan redescubierto la fórmula. Si la información que hay en el ajedrez de Montglane no fuera secreta, sino de dominio público, el valor de estas piezas no bastaría para comprar un billete de metro.

—Entonces, ¿por qué no resolver la fórmula ahora —preguntó Nim— y hacerla de dominio público?

Había dado en el clavo. Ese era el quid de la cuestión. Sin embargo, se planteaba un problema: ¿a cuántas personas de las que conocía estaría yo dispuesta a conceder la vida eterna? No pensaba en desaprensivos como Blanche y El-Marad, sino en personas corrientes como aquellas con quienes había trabajado: Jock Upham y Jean-Philipe Pétard. ¿Quería que gente como esa viviera para siempre? ¿Quería ser yo quien decidiera si lo conseguirían?

Ahora comprendía lo que había querido decir Paracelso al afirmar: «Seremos como dioses». Eran decisiones que siempre habían estado fuera del alcance de hombres mortales, controladas por los dioses, los espíritus totémicos o la selección natural, según las creencias de cada uno. Si nosotros teníamos el poder de dar o retirar algo de esa naturaleza, estaríamos jugando con fuego. Y por muy responsables que fuéramos respecto de su uso o control —a menos que lo mantuviéramos para siempre en secreto, como habían hecho los antiguos sacerdotes—, estaríamos en la misma posición de los científicos que inventaron el primer ingenio nuclear.

—No —dije a Nim.

Me puse en pie y miré las piezas que resplandecían sobre la mesa; las piezas por las que había arriesgado la vida tantas veces y con tanta despreocupación. Me pregunté si de verdad podría hacerlo: enterrarlas y no sentir jamás la tentación de ir a buscarlas y exhumarlas. Harry me sonreía y, como si me hubiera leído el pensamiento, se acercó a mí.

—Si alguien puede hacerlo, eres tú —dijo, y me envolvió en un gran abrazo de oso—. Creo que Minnie te eligió sobre todo por eso. Pensó que tú tenías la fortaleza que ella nunca tuvo… la necesaria para resistir la tentación del poder que llega a través del conocimiento…

—Dios mío, haces que parezca Savonarola quemando libros —dije—. Lo único que voy a hacer es retirarlas por un tiempo para que no puedan hacer daño.

Mordecai entró en la habitación con una gran fuente de delicatessen que olía de maravilla. Dejó salir de la cocina a Carioca, que, por el aspecto de la fuente, había estado ayudando en la preparación de la comida.

Estábamos todos en pie, estirándonos, moviéndonos; nuestras voces resonaban con el júbilo que nace de la súbita liberación de una tensión insoportable. Yo estaba comiendo algo al lado de Solarin y Nim, cuando este volvió a rodearme los hombros con un brazo. Esta vez, a Solarin no pareció importarle.

—Sascha y yo acabamos de tener una conversación —me dijo Nim—. Tal vez tú no estés enamorada de mi hermano, pero él está enamorado de ti. Ten cuidado con las pasiones rusas; pueden ser devoradoras. —Sonrió a Solarin con una mirada de verdadero amor.

—Soy muy difícil de devorar —repuse—. Además, yo siento lo mismo por él.

Solarin me miró sorprendido… no sé por qué. Aunque el brazo de Nim seguía rodeando mis hombros, me cogió y me dio un gran beso en la boca.

—No lo tendré alejado mucho tiempo —me dijo Nim revolviéndome el pelo—. Iré a Rusia con él, en busca del tablero. Perder a tu único hermano una vez en la vida es suficiente. Esta vez, si vamos, lo haremos juntos.

Mordecai se acercó para repartir copas y servir champán. Cuando terminó, cogió a Carioca y levantó su copa.

—Por el ajedrez de Montglane —dijo con una sonrisa—. ¡Que descanse en paz durante miles y miles de años!

Bebimos y entonces Harry exclamó:

—¡Escuchad, escuchad! ¡Por Cat y Lily! —añadió levantando su copa—. Han afrontado muchos peligros. Que vivan mucho tiempo en felicidad y amistad. Aunque no vivan para siempre, que al menos sus días estén llenos de alegría. —Me sonrió.

Era mi turno. Levanté la copa y miré a mis amigos: Mordecai, con su cara de búho; Harry, con sus grandes ojos perrunos; Lily, bronceada y musculosa; Nim, con el cabello rojo del profeta y cada ojo de un color, que me sonreía como si adivinara mis pensamientos, y Solarin, apasionado y vital junto a un tablero de ajedrez.

Allí estaban todos, mis mejores amigos, personas a las que quería de verdad, seres mortales, como yo, que declinarían con el tiempo. Nuestros relojes biológicos seguirían funcionando, nada enlentecería el paso de los años. Lo que hiciéramos, tendríamos que hacerlo en menos de cien años: el tiempo dado al hombre. No siempre había sido así. En otras épocas hubo en la tierra gigantes, dice la Biblia, hombres de gran poder que vivían setecientos u ochocientos años. ¿Qué habíamos hecho mal? ¿Cuándo perdimos esa capacidad? Meneé la cabeza, levanté la copa de champán y sonreí.

—Por el juego —dije—. El juego de los reyes, el más peligroso: el juego eterno. El juego que acabamos de ganar, al menos otra vuelta. Y por Minnie, que ha luchado toda su vida para evitar que estas piezas cayeran en manos de quienes harían mal uso de ellas: para satisfacer sus propios objetivos, para dominar a sus semejantes mediante la maldad y el poder. Que viva en paz esté donde esté, y con nuestras bendiciones…

—Escuchad, escuchad… —repitió Harry, pero yo no había terminado.

—Ahora que el juego ha llegado a su fin y hemos decidido ocultar las piezas —agregué—, ¡que tengamos la fuerza necesaria para resistir toda tentación de desenterrarlas!

Todos aplaudieron con entusiasmo y nos dimos palmaditas en la espalda mientras bebíamos; casi como si estuviéramos tratando de convencernos.

Me llevé la copa a los labios y la alcé. Sentí cómo las burbujas descendían por mi garganta, secas, punzantes, quizá algo amargas. Cuando cayeron las últimas gotas sobre mi lengua, me pregunté —solo por un instante— lo que tal vez no sabría jamás: qué sabor percibiría… qué sensación experimentaría… si ese líquido que bajaba por mi garganta no fuera champán… sino el elixir de la vida.

FIN DEL JUEGO

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