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Authors: Aldous Huxley

Tags: #distopía

Un mundo feliz

BOOK: Un mundo feliz
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Escrita en 1932, la novela anticipa el desarrollo en tecnología reproductiva, cultivos humanos e hipnopedia que, combinadas, cambian radicalmente la sociedad. El mundo aquí descrito podría ser una utopía, aunque irónica y ambigua: la humanidad es desenfadada, saludable y avanzada tecnológicamente. La guerra y la pobreza han sido erradicadas, y todos son permanentemente felices. Sin embargo, la ironía es que todas estas cosas se han alcanzado tras eliminar muchas otras: la familia, la diversidad cultural, el arte, la ciencia, la literatura, la religión y la filosofía.

Aldous Huxley

Un mundo feliz

ePUB v1.7

Perseo
08.05.12

Título original:
Brave new world

Aldous Huxley, 1932

Traducción: Ramón Hernández

Diseño/retoque portada: Elvys

Editor original: Perseo (v1.0 a v1.7)

Corrección de erratas: Perseo

ePub base v2.0

Prólogo

El remordimiento crónico, y en ello están acordes todos los moralistas, es un sentimiento sumamente indeseable. Si has obrado mal, arrepiéntete, enmienda tus yerros en lo posible y encamina tus esfuerzos a la tarea de comportarte mejor la próxima vez. Pero en ningún caso debes entregarte a una morosa meditación sobre tus faltas. Revolcarse en el fango no es la mejor manera de limpiarse.

También el arte tiene su moral, y muchas de las reglas de esta moral son las mismas que las de la ética corriente, o al menos análogas a ellas. El remordimiento, por ejemplo, es tan indeseable en relación con nuestra creación artística como en relación con las malas acciones. En el futuro, la maldad debe ser perseguida, reconocida, y, en lo posible, evitada. Llorar sobre los errores literarios de veinte años atrás, intentar enmendar una obra fallida para darle la perfección que no logró en su primera ejecución, perder los años de la madurez en el intento de corregir los pecados artísticos cometidos y legados por esta persona ajena que fue uno mismo en la juventud, todo ello, sin duda, es vano y fútil. De aquí que este nuevo
Un mundo feliz
sea exactamente igual al viejo. Sus defectos como obra de arte son considerables; mas para corregirlos debería haber vuelto a escribir el libro, y al hacerlo, como un hombre mayor, como otra persona que soy, probablemente hubiese soslayado no sólo algunas de las faltas de la obra, sino también algunos de los méritos que poseyera originalmente. Así, resistiéndome a la tentación de revolcarme en los remordimientos artísticos, prefiero dejar tal como está lo bueno y lo malo del libro y pensar en otra cosa.

Sin embargo, creo que sí merece la pena, al menos, citar el más grave defecto de la novela, que es el siguiente. Al Salvaje se le ofrecen sólo dos alternativas: una vida insensata en Utopía, o la vida de un primitivo en un poblado indio, una vida más humana en algunos aspectos, pero en otros casi igualmente extravagante y anormal. En la época en que este libro fue escrito, esta idea de que a los hombres se les ofrece el libre albedrío para elegir entre la locura de una parte y la insania de otra, se me antojaba divertida y la consideraba como posiblemente cierta. Sin embargo, en atención a los efectos dramáticos, a menudo se permite al Salvaje hablar más racionalmente de lo que su educación entre los miembros practicantes de una religión, que es una mezcla del culto a la fertilidad y de la ferocidad de los «Penitentes», le hubiese permitido hacerlo en realidad. Ni siquiera su conocimiento de Shakespeare basta para justificar sus expresiones. Y al final, naturalmente, se les hace abandonar la cordura, su Penitentismo nativo recobra la autoridad sobre él, y el Salvaje acaba en una autotortura de maniático y un suicidio de desesperación. Y así, después de todo, murieron miserablemente, con gran satisfacción por parte del divertido y pirrónico esteta que era el autor de la fábula.

Actualmente no siento deseos de demostrar que la cordura es imposible. Por el contrario, aunque sigo estando no menos tristemente seguro de que en el pasado la cordura es un fenómeno muy raro, estoy convencido de que cabe alcanzarla y me gustaría verla en acción más a menudo. Por haberlo dicho en varios libros míos recientes, y, sobre todo, por haber compilado una antología de lo que los cuerdos han dicho sobre la cordura y sobre los medios por los cuales puede lograrse, un eminente crítico académico ha dicho de mí que constituyo un triste síntoma del fracaso de una clase intelectual en tiempos de crisis. Supongo que ello implica que el profesor y sus colegas constituyen otros tantos alegres síntomas de éxito. Los bienhechores de la humanidad merecen ser honrados y recordados perpetuamente. Construyamos un Panteón para profesores. Podríamos levantarlo entre las ruinas de una de las ciudades destruidas de Europa o el Japón; sobre la entrada del osario yo colocaría una inscripción, en letras de dos metros de altura, con estas simples palabras: «Consagrado a la memoria de los Educadores del Mundo.
Si monumentum requiris circumspice
».

Pero volviendo al futuro… Si ahora tuviera que volver a escribir este libro, ofrecería al Salvaje una tercera alternativa. Entre los cuernos utópico y primitivo de este dilema, yacería la posibilidad de la cordura, una posibilidad ya realizada, hasta cierto punto, en una comunidad de desterrados o refugiados del mundo feliz, que viviría en una especie de Reserva. En esta comunidad, la economía sería descentralista y al estilo de Henry George, y la política kropotkiniana y cooperativista. La ciencia y la tecnología serían empleadas como si, lo mismo que el Sabbath, hubiesen sido creadas para el hombre, y no (como en la actualidad) el hombre debiera adaptarse y esclavizarse a ellas. La religión sería la búsqueda consciente e inteligente del Fin Último del hombre, el conocimiento unitivo del Tao o Logos inmanente, la transcendente Divinidad de Brahma. Y la filosofía de la vida que prevalecería sería una especie de Alto Utilitarismo, en el cual el principio de la Máxima Felicidad sería supeditado al principio del Fin Último, de modo que la primera pregunta a formular y contestar en toda contingencia de la vida sería: «¿Hasta qué punto este pensamiento o esta acción contribuye o se interfiere con el logro, por mi parte y por parte del mayor número posible de otros Individuos, del Fin Último del hombre?».

Educado entre los primitivos, el Salvaje (en esta hipotética nueva versión del libro) no sería trasladado a Utopía hasta después de que hubiese tenido oportunidad de adquirir algún conocimiento de primera mano acerca de la naturaleza de una sociedad compuesta de individuos que cooperan libremente, consagrados al logro de la cordura. Con estos cambios,
Un mundo feliz
poseería una perfección artística y (si cabe emplear una palabra tan trascendente en relación con una obra de ficción) filosófica, de la cual, en su forma actual, evidentemente carece.

Pero
Un mundo feliz
es un libro acerca del futuro, y, aparte sus cualidades artísticas o filosóficas, un libro sobre el futuro puede interesarnos solamente si sus profecías parecen destinadas, verosímilmente, a realizarse. Desde nuestro punto de mira actual, quince años más abajo en el plano inclinado de la historia moderna, ¿hasta qué punto parecen plausibles sus pronósticos? ¿Qué ha ocurrido en este doloroso intervalo que confirme o invalide las previsiones de 1931?

Inmediatamente se nos revela un gran y obvio fallo de previsión.
Un mundo feliz
no contiene referencia alguna a la fisión nuclear. Y, realmente, es raro que no la contenga; porque las posibilidades de la energía atómica eran ya tema de conversaciones populares algunos años antes de que este libro fuese escrito. Mi viejo amigo Robert Nichols incluso había escrito una comedia de éxito sobre este tema, y recuerdo que también yo lo había mencionado en una narración publicada antes de 1930. Así, pues, como decía, es muy extraño que los cohetes y helicópteros del siglo VII de Nuestro Ford no sean movidos por núcleos desintegrados. Este fallo no puede excusarse; pero sí cabe explicarlo fácilmente. El tema de
Un mundo feliz
no es el progreso de la ciencia en cuanto afecta a los individuos humanos. Los logros de la física, la química y la mecánica se dan, tácitamente, por sobreentendidos. Los únicos progresos científicos que se describen específicamente son los que entrañan la aplicación a los seres humanos de los resultados de la futura investigación en biología, psicología y fisiología. La liberación de la energía atómica constituye una gran revolución en la historia humana, pero no es (a menos que nos volemos a nosotros mismos en pedazos poniendo así punto final a la historia) la última revolución ni la más profunda.

Esta revolución realmente revolucionaria deberá lograrse, no en el mundo externo, sino en las almas y en la carne de los seres humanos. Viviendo como vivió en un período revolucionario, el marqués de Sade hizo uso con gran naturalidad de esta teoría de las revoluciones con el fin de racionalizar su forma peculiar de insania. Robespierre había logrado la forma más superficial de revolución: la política. Yendo un poco más lejos, Babeuf había intentado la revolución económica. Sade se consideraba a sí mismo como el apóstol de la revolución auténticamente revolucionaria, más allá de la mera política y de la economía, la revolución de los hombres, las mujeres y los niños individuales, cuyos cuerpos debían en adelante pasar a ser propiedad sexual común de todos, y cuyas mentes debían ser lavadas de todo pudor natural, de todas las inhibiciones, laboriosamente adquiridas, de la civilización tradicional. Entre sadismo y revolución realmente revolucionaria no hay, naturalmente, una conexión necesaria o inevitable. Sade era un loco, y la meta más o menos consciente de su revolución eran el caos y la destrucción universales. Las personas que gobiernan el Mundo feliz pueden no ser cuerdas (en lo que podríamos llamar el sentido absoluto de la palabra), pero no son locos de atar, y su meta no es la anarquía, sino la estabilidad social. Para lograr esta estabilidad llevan a cabo, por medios científicos, la revolución final, personal, realmente revolucionaria.

En la actualidad nos hallamos en la primera fase de lo que quizá sea la penúltima revolución. Su próxima fase puede ser la guerra atómica, en cuyo caso no vale la pena de que nos preocupemos por las profecías sobre el futuro. Pero cabe en lo posible que tengamos la cordura suficiente, si no para dejar de luchar unos con otros, al menos para comportarnos tan racionalmente como lo hicieron nuestros antepasados del siglo XVIII. Los horrores inimaginables de la Guerra de los Treinta Años enseñaron realmente una lección a los hombres, y durante más de cien años los políticos y generales de Europa resistieron conscientemente la tentación de emplear sus recursos militares hasta los límites de la destrucción o (en la mayoría de los casos) para seguir luchando hasta la total aniquilación del enemigo. Hubo agresores, desde luego, ávidos de provecho y de gloria; pero hubo también conservadores, decididos a toda costa a conservar intacto su mundo. Durante los últimos treinta años no ha habido conservadores; sólo ha habido radicales nacionalistas de derecha y radicales nacionalistas de izquierda. El último hombre de Estado conservador fue el quinto marqués de Lansdowne; y cuando escribió una carta a
The Times
sugiriendo que la Primera Guerra Mundial debía terminar con un compromiso, como habían terminado la mayoría de las guerras del siglo XVIII, el director de aquel diario, otrora conservador, se negó a publicarla. Los radicales nacionalistas no salieron con la suya, con las consecuencias que todos conocemos: bolchevismo, fascismo, inflación, depresión, Hitler, la Segunda Guerra Mundial, la ruina de Europa y todos los males imaginables menos el hambre universal.

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