El origen de las especies (39 page)

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Authors: Charles Darwin

BOOK: El origen de las especies
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Además, lo mismo que en el caso de conformación física, y de acuerdo con mi teoría, el instinto de cada especie es bueno para ella misma; y, hasta donde podemos juzgar, jamás ha sido producido para el exclusivo bien de otras especies. Uno de los ejemplos más notables de que tengo noticia, de un animal que aparentemente realiza un acto para el solo bien de otro, es el de los pulgones, que, según fue observado por vez primera por Huber, dan espontáneamente su dulce secreción a las hormigas; y que la dan espontáneamente lo demuestran los hechos siguientes: Quité todas las hormigas de un grupo de una docena de pulgones que estaban sobre una romaza, e impedí durante varias horas el que las hormigas se ocupasen de ellos. Después de este intervalo, estaba yo seguro de que los pulgones necesitarían excretar. Los examiné durante algún tiempo con una lente, pero ninguno excretaba; entonces les hice cosquillas y golpeé con un pelo, del mismo modo, hasta donde me fue posible, que lo hacen las hormigas con sus antenas; pero ninguno excretaba. Después dejé que una hormiga los visitase, y ésta, inmediatamente, por su ansiosa manera de marchar, pareció darse cuanta del riquísimo rebaño que habla descubierto; entonces empezó a tocar, con las antenas encima del abdomen de un pulgón primero, y luego de otro, y todos, tan pronto como sentían las antenas, levantaban inmediatamente el abdomen y excretaban una límpida gota de dulce jugo, que era devorada ansiosamente por la hormiga. Incluso los pulgones más jóvenes se conducían de este modo, mostrando que la acción era instintiva, y no resultado de la experiencia. Según las observaciones de Huber, es seguro que los pulgones no muestran aversión alguna a las hormigas: si éstas faltan, se ven, al fin, obligados a expulsar su excreción; pero como ésta es muy viscosa, es indudablemente una conveniencia para los pulgones el que se la quiten, por lo cual, verisímilmente, no excretan sólo para bien de las hormigas. Aun cuando no existe prueba alguna de que ningún animal realice un acto para el exclusivo bien de otra especie, sin embargo, todas se esfuerzan en sacar ventajas de los instintos de otras, y todas sacan ventaja de la constitución física más débil de otras especies. Así también, ciertos instintos no pueden ser considerados como absolutamente perfectos; pero como no son indispensables detalles acerca de uno u otro de estos puntos, podemos aquí pasarlos por alto.

Como para la acción de la selección natural son imprescindibles algún grado de variación en los instintos en estado natural y la herencia de estas variaciones, debieran darse cuantos ejemplos fuesen posibles; pero me lo impide la falta de espacio. Sólo puedo afirmar que los instintos indudablemente varían -por ejemplo, el instinto migratorio- tanto en extensión y dirección como en perderse totalmente. Lo mismo ocurre con los nidos de las aves, que varían, en parte, dependiendo de las situaciones escogidas y de la naturaleza y temperatura de la región habitada; pero que varían con frecuencia por causas que nos son completamente desconocidas. Audubon ha citado varios casos notables de diferencias en los nidos de una misma especie en los Estados Unidos del Norte y en los del Sur. Se ha preguntado: ¿Por qué, si el instinto es variable, no ha dado a la abeja «la facultad de utilizar algún otro material cuando faltaba la cera»? Pero ¿qué otro material natural pudieron utilizar las abejas? Las abejas quieren trabajar, según he visto, con cera endurecida con bermellón o reblandecida con manteca de cerdo. Andrew Knight observó que sus abejas, en lugar de recoger trabajosamente propóleos, usaban un cemento de cera y trementina, con el que había cubierto árboles descortezados. Recientemente se ha demostrado que las abejas, en lugar de buscar polen, utilizan gustosas una substancia muy diferente: la harina de avena. El temor de un enemigo determinado es ciertamente una cualidad instintiva, como puede verse en los pajarillos que no han salido aún del nido, si bien aumenta por la experiencia y por ver en otros animales el temor del mismo enemigo. Los diferentes animales que habitan en las islas desiertas adquieren lentamente el temor del hombre, como he demostrado en otro lugar; y podemos ver un ejemplo de esto incluso en Inglaterra, en donde todas nuestras aves grandes son más salvajes que las pequeñas, porque las grandes han sido perseguidas por el hombre. Podemos seguramente atribuir a esta causa el que las aves grandes sean más salvajes, pues en las islas deshabitadas las aves grandes no son más tímidas que las pequeñas, y la urraca, tan desconfiada en Inglaterra, es mansa en Noruega, como lo es el grajo de capucha en Egipto.

Podría probarse, por numerosos hechos, que varían mucho las cualidades mentales de los animales de la misma especie nacidos en estado natural. Podrían citarse varios casos de costumbres ocasionales y extrañas en animales salvajes, que, si fuesen ventajosas para la especie, podían haber dado origen, mediante selección natural, a nuevos instintos. Pero estoy plenamente convencido de que estas afirmaciones generales, sin los hechos detallados, producirán poquísimo efecto en el ánimo del lector. Puedo sólo repetir mi convicción de que no hablo sin tener buenas pruebas.

Cambios hereditarios de costumbres o instintos en los animales domésticos.

La posibilidad, y aun la probabilidad, de variaciones hereditarias de instinto en estado natural, quedará confirmada considerando brevemente algunos casos de animales domésticos. De este modo podremos ver el papel que la costumbre y la selección de las llamadas variaciones espontáneas han representado en la modificación de las facultades mentales de los animales domésticos. En los gatos, por ejemplo, unos se ponen naturalmente a cazar ratas, y otros ratones; y se sabe que estas tendencias son hereditarias. Un gato, según míster St. John, traía siempre a la casa aves de caza; otro, liebres y conejos, y otro, cazaba en terrenos pantanosos, y cogía casi todas las noches chochas y agachadizas. Podrían citarse algunos ejemplos curiosos y auténticos de diferentes matices en la disposición y gustos, y también de las más extrañas estratagemas, relacionados con ciertas disposiciones mentales o períodos de tiempo, que son hereditarios. Pero consideramos el caso familiar de las razas de perros. Es indudable que los perros de muestra jóvenes -yo mismo he visto un ejemplo notable- algunas veces muestran la caza y hasta hacen retroceder a otros perros la primera vez que se les saca; el cobrar la caza es, seguramente, en cierto grado, hereditario en los retrievers, como lo es en los perros de pastor cierta tendencia a andar alrededor del rebaño de carneros, en vez de echarse a él. No sé ver que estos actos, realizados sin experiencia por los individuos jóvenes, y casi del mismo modo por todos los individuos, realizados con ansioso placer por todas las castas y sin que el fin sea conocido -pues el cachorro del perro de muestra no puede saber que él señala la caza para ayudar a su dueño, mejor de lo que sabe una mariposa de la col por qué pone sus huevos en la hoja de una col-; no sé ver que estos actos difieren esencialmente de los verdaderos instintos. Si viésemos una especie de lobo, que, joven y sin domesticación alguna, tan pronto como oliese su presa permaneciese inmóvil como una estatua y luego lentamente se fuese adelante con un paso particular, y otra especie de lobo que en lugar de echarse a un rebaño de ciervos se precipitase corriendo alrededor de ellos y los empujase hacia un punto distante, seguramente llamaríamos instintivos a estos actos. Los instintos domésticos, como podemos llamarlos, son ciertamente mucho menos fijos que los naturales; pero sobre ellos ha actuado una selección mucho menos rigurosa, y se han transmitido durante un período incomparablemente más corto en condiciones de vida menos fijas.

Cuando se cruzan diferentes razas de perros se demuestra bien lo tenazmente que se heredan estos instintos, costumbres y disposiciones domésticos, y lo curiosamente que se mezclan. Así, se sabe que un cruzamiento con un bull-dog ha influido, durante muchas generaciones, en el valor y terquedad de unos galgos, y un cruzamiento con un galgo ha dado a toda una familia de perros de ganado una tendencia a cazar liebres. Estos instintos domésticos, comprobados de este modo por cruzamientos, se asemejan a las instintos naturales, que de un modo análogo se entremezclan curiosamente, y durante un largo período manifiestan huellas de los instintos de cada progenitor. Por ejemplo: Le Roy describe un perro cuyo bisabuelo era un lobo, y este perro mostraba un indicio de su parentela salvaje en una sola cosa: el no ir en línea recta a su amo cuando le llamaba.

Se ha hablado algunas veces de los instintos domésticos cómo de actos que se han hecho hereditarios, debido solamente a la costumbre impuesta y continuada durante mucho tiempo; pero esto no es cierto. Nadie tuvo que haber ni siquiera pensado en enseñar -ni probablemente pudo haber enseñado- a dar volteretas a la paloma volteadora, acto que realizan, como yo he presenciado, los individuos jóvenes, que nunca han visto dar volteretas a ninguna paloma. Podemos creer que alguna paloma mostró una ligera tendencia a esta extraña costumbre, y que la selección continuada durante mucho tiempo de los mejores individuos en las sucesivas generaciones hizo de las volteadoras lo que son hoy, y, según me dice míster Brent, cerca de Glasgow hay volteadoras caseras, que no pueden volar a una altura de diez y ocho pulgadas sin dar la vuelta. Es dudoso que alguien hubiera pensado en enseñar a un perro a mostrar la caza, si no hubiese habido algún perro que presentase, naturalmente, tendencia en este sentido; y se sabe que esto ocurre accidentalmente, como vi yo una vez en un terrier de pura raza; el hecho de mostrar, es, probablemente, como muchos han pensado, tan sólo la detención exagerada de un animal para saltar sobre su presa. Cuando apareció la primera tendencia a mostrar la selección metódica y los efectos hereditarios del amaestramiento impuesto en cada generación sucesiva, hubieron de completar pronto la obra, y la selección inconsciente continúa todavía cuando cada cual -sin intentar mejorar la casta- se esfuerza en conseguir perros que muestren y cacen mejor. Por otra parte, la costumbre sólo en algunos casos ha sido suficiente; casi ningún otro animal es más difícil de amansar que el gazapo de un conejo de monte, y apenas hay animal más manso que el gazapo del conejo amansado; pero difícilmente puedo suponer que los conejos domésticos hayan sido seleccionados frecuentemente, sólo por mansos, de modo que tenemos que atribuir a la costumbre y al prolongado encierro la mayor parte, por lo menos, del cambio hereditario, desde el extremo salvajismo a la extrema mansedumbre.

Los instintos naturales se pierden en estado doméstico: un ejemplo notable de esta se ve en las razas de las gallinas, que rarísima vez, o nunca, se vuelven cluecas, o sea, que nunca quieren ponerse sobre sus huevos. Sólo el estar tan familiarizados, nos impide que veamos cuánto y cuán permanentemente se han modificado las facultades mentales de nuestros animales domésticos. Apenas se puede poner en duda que el amor al hombre se ha hecho instintivo en el perro. Los lobos, zorros, chacales y las especies del género de los gatos, cuando se les retiene domesticados sienten ansia de atacar a las aves de corral, ovejas y cerdos, y esta tendencia se ha visto que es irremediable en los perros que han sido importados, cuando cachorros, desde países como la Tierra del Fuego y Australia, donde los salvajes no tienen estos animales domesticados. Por el contrario, qué raro es que haya que enseñar a nuestros perros civilizados, aun siendo muy jóvenes, a que no ataquen a las aves de corral, ovejas y cerdos. Indudablemente alguna vez atacan, y entonces se les pega, y si no se corrigen se les mata; de modo que la costumbre y algún grado de selección han concurrido probablemente a civilizar por herencia a nuestros perros. Por otra parte, los pollitos han perdido, enteramente por costumbre, aquel temor al perro y al gato, que sin duda fue en ellos primitivamente instintivo; pues me informa el capitán Hutton que los pollitos pequeños del tronco primitivo, el Gallus banquiva, cuando se les cría en la India, empollándolos una gallina, son al principio extraordinariamente salvajes. Lo mismo ocurre con los polluelos de los faisanes sacados en Inglaterra con una gallina. No es que los polluelos hayan perdido todo temor, sino solamente el temor a los perros y los gatos, pues si la gallina hace el cloqueo de peligro, se escaparán -especialmente los pollos de pavo- de debajo de ella, y se esconderán entre las hierbas y matorrales próximos; y esto lo hacen evidentemente con el fin instintivo de permitir que su madre escape volando, como vemos en las aves terrícolas salvajes. Pero este instinto conservado por nuestros polluelos se ha hecho inútil en estado doméstico, pues la gallina casi ha perdido, por desuso, la facultad de volar.

Por consiguiente, podemos llegar a la conclusión de que en estado doméstico se han adquirido instintos y se han perdido instintos naturales, en parte por costumbre, y en parte porque el hombre ha seleccionado y acumulado durante las sucesivas generaciones costumbres y actos mentales especiales que aparecieron por vez primera, por lo que, en nuestra ignorancia, tenemos que llamar casualidad. En algunos casos las costumbres impuestas, por si solas, han bastado para producir cambios mentales hereditarios; en otros, las costumbres. impuestas no han hecho nada, y todo ha sido resultado de la selección continuada, tanto metódica como inconsciente; pero en la mayor parte de los casos han concurrido probablemente la costumbre y la selección.

Instintos especiales.

Quizá, considerando algunos casos, comprenderemos mejor cómo los instintos en estado natural han llegado a modificarse por selección. Elegirá sólo tres, a saber: el instinto que lleva al cuclillo a poner sus huevos en nidos de otras aves, el instinto que tienen ciertas hormigas a procurarse esclavas y la facultad de hacer celdillas que tiene la abeja común. Estos dos últimos instintos han sido considerados, justa y generalmente, por los naturalistas como los más maravillosos de todos los conocidos.

Instintos del cuclillo. -Suponen algunos naturalistas que la causa más inmediata del instinto del cuclillo es que no pone sus huevos diariamente, sino con intervalos de dos o tres días, de modo que, si tuviese que hacer su nido e incubar sus propios huevos, los primeramente puestos quedarían durante algún tiempo sin ser incubados, o tendría que haber huevos y pajarillos de diferente tiempo en el mismo nido. Si así fuese, el proceso de puesta e incubación sería excesivamente largo, especialmente porque la hembra emigra muy pronto, y los pajarillos recién salidos del huevo tendrían probablemente que ser alimentados por el macho solo. Pero el cuclillo de América está en estas circunstancias, pues la hembra hace su propio nido y tiene a un mismo tiempo huevos y pajarillos nacidos sucesivamente. Se ha afirmado y se ha negado que el cuclillo americano pone accidentalmente sus huevos en nidos de otros pájaros; pero el doctor Merrell, de Iowa, me ha dicho recientemente que una vez, en Illinois, encontró en el nido de un arrendajo azul (Garrulus cristatus) un cuclillo pequeño junto con un arrendajo pequeño, y como ambos tenían ya casi toda la pluma, no pudo haber error en su identificación. Podría citar algunos ejemplos de diferentes pájaros de los que se sabe que alguna vez ponen sus huevos en los nidos de otros pájaros. Supongamos ahora que un remoto antepasado de nuestro cuclillo europeo tuvo las costumbres del cuclillo americano, y que la hembra a veces ponía algún huevo en el nido de otra ave. Si el ave antigua obtuvo algún provecho por esta costumbre accidental, por serle posible emigrar más pronto, o por alguna otra causa, o si los pequeñuelos, por haber sacado provecho del engañado instinto de otra especie, resultaron más vigorosos que cuando los cuidaba su propia madre, abrumada, como apenas podía dejar de estarlo teniendo huevos y pequeñuelos de diferentes edades a un mismo tiempo, entonces los pájaros adultos y los pequeñuelos obtendrían ventajas. Y la analogía nos llevaría a creer que las crías sacadas de este modo serían aptas para seguir, por herencia, la costumbre accidental y aberrante de su madre, y, a su vez, tenderían a poner sus huevos en nidos de otras aves y a tener, de este modo, mejor éxito en la cría de sus pequeños. Mediante un largo proceso de esta naturaleza, creo yo que se ha producido el instinto de nuestro cuclillo. También se ha afirmado recientemente, con pruebas suficientes, por Adolf Müller, que el cuclillo pone a veces sus huevos sobre el suelo desnudo, los incuba y alimenta sus pequeños. Este hecho extraordinario es probablemente un caso de reversión al primitivo instinto de nidificación, perdido desde hace mucho tiempo.

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