El origen del mal (4 page)

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Authors: Brian Lumley

BOOK: El origen del mal
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Después…

Volvió a desmayarse, una especie de ingravidez, un vértigo frío, un viento restallante y el ruido, combinándose todo para hacerle perder el sentido por segunda vez. Lo último que recordó al caer en otro precipicio —un pozo negro como la noche de un misericordioso olvido— fue la pregunta que se hizo: ¿por qué tenía la boca llena de sangre y qué había ocurrido con sus muelas?

Unos momentos después de haber viajado en el helicóptero, lo descargaron en la parte plana que coronaba la pared de la presa situada mas arriba y unos hombres con chaquetas amarillas lo sacaron de allí y le retiraron las correas, gancho incluido. También descargaron a Boris Dudko, otro héroe de la Madre Rusia. Después se encargaron de transportar a Jazz Simmons sin demasiados miramientos, si bien él no se enteró y por eso le importó muy poco.

Tampoco sabía que iba a vivir el sueño de todo agente secreto del mundo occidental: entrar en el interior del Perchorsk Projekt.

Salir de allí ya sería otra cosa…

Capítulo 2

El interrogatorio

Aunque prolijo, el interrogatorio fue extremadamente considerado y hay que decir que Simmons jamás habría imaginado que pudiera ser tan clínicamente aséptico. Por supuesto que en su caso debía hacerse con comedimiento, ya que había estado a las puertas de la muerte cuando sus amigos lo habían sacado subrepticiamente de la URSS. Esto había ocurrido unas semanas atrás —así se lo habían dicho— y al parecer ahora estaba hecho un lío.

El interrogatorio había sido respetuoso, pero en algunos momentos irritante, especialmente porque el oficial que lo interrogaba insistía en llamarle «Mike», pese a saber seguramente que Simmons siempre había respondido únicamente al nombre de Michael o de Jazz, y en Rusia, naturalmente, al de Mijaíl. Pero éste era un detalle sin importancia comparado con el hecho de gozar de libertad y estar todavía con vida.

Del tiempo pasado como prisionero recordaba muy poco, apenas nada. Los de seguridad sospechaban que había sido objeto de un lavado de cerebro, que le habían dicho que olvidara, pero en cualquier caso no habían perdido demasiado tiempo en este aspecto. Lo importante había sido su trabajo, lo que había conseguido. Tal vez hubiera un momento en que los rojos tuvieron intención de conservarlo e incluso de reprogramarlo como doble agente. Pero se ve que después cambiaron de opinión, lo arrojaron al foso y dejaron su cuerpo drogado y maltrecho en la dársena de salida que había debajo de la presa. Su cuerpo fue recuperado a ocho kilómetros de distancia río abajo desde Perchorsk, flotando boca arriba en aguas encalmadas, pero acercándose peligrosamente a unos saltos de agua que indudablemente acabarían con él. De haber ocurrido así, la cosa no habría tenido importancia ninguna: un maderero, un buscador de minas a ratos libres, un tal Mijaíl Símonov, se había caído en el río y, agotado por el frío extremo, se había ahogado. Un accidente que podía ocurrirle a cualquiera, ni era el primero ni el último. Que Occidente pensara lo que quisiera, si alguna vez se enteraran del hecho.

Simmons, sin embargo, no se ahogó. Gente que «simpatizaba» con él había empezado a buscarlo al ver que no volvía al campamento de los madereros, lo localizaron, se ocuparon de él y lo pusieron en manos de unos agentes que lo encaminaron por una ruta de escape fiable. El propio Jazz recordaba únicamente algunos detalles, breves episodios, borrosos en la memoria, de los pocos momentos en que había estado consciente. Un hombre con suerte. De veras que había sido un hombre con suerte.

Los días que duró su recuperación transcurrieron sin complicaciones. Estuvo incómodo, pero no sufrió complicaciones. Iba despertándose a un dolor que iba creciendo lentamente, un dolor que parecía provenir de sus venas tanto como de sus órganos o de partes identificables de su cuerpo. Estaba inmóvil, con la mitad inferior encajonada y (sospechaba) sometida a una especie de tracción, el brazo izquierdo entablillado y vendado y la cabeza igualmente vendada. El hecho de despertar fue para él como salir de un país surreal para emerger en un mundo igualmente espectral, poblado de sombras grises y de cautos movimientos que discurrían por el exterior.

La luz le llegaba a través de los vendajes, pero si trataba de ver era como mirar a través de la nieve o de una ventana cubierta de escarcha. Al parecer tenía toda la cara magullada, pero los médicos habían conseguido salvarle los ojos. Ahora tenía que dejar que descansasen, como también que descansase el resto de su cuerpo. Simmons no había sido nunca vanidoso y no se formulaba preguntas con respecto a su cara, aunque a veces pensase cómo podía haber quedado. Era natural.

Lo que más le perturbaba eran los sueños, unos sueños que no podía recordar del todo, salvo que le inquietaban, le sumían en un mar de angustias y de acusaciones. Esos sueños le preocupaban y le confundían en los ratos que mediaban entre la vigilia y el comienzo del dolor, pero después lo único que le preocupaba era esto, el dolor. Por lo menos le permitían pulsar un botón para indicar que estaba despierto, para que se enteraran «ellos», los ángeles de aquel infierno en la tierra tan particular: su médico y el oficial que lo interrogaba.

Volverían igual que sombras por la nieve de sus vendajes. El médico le tomaría el pulso (nunca hacía otra cosa) y alborotaría como una gallina preocupada, mientras que el agente de los interrogatorios se limitaría a decir:

—Tranquilízate, Mike, tranquilízate ahora.

Y entonces sentiría el pinchazo de la aguja. Pero el pinchazo no lo tranquilizaría y lo único que haría sería quitarle el dolor y facilitar que hablase. No hablaba solamente porque el agente quería que hablase, sino porque sabía que debía hablar y por simple agradecimiento. ¡Hasta aquí puede llegar el dolor!

Esto era lo que le habían dicho: que aunque estaba muy mal, no es que no tuviese remedio. Lo habían sometido a una operación y todavía tenían que volver a intervenirle, pero lo peor había pasado ya. El calmante empleado provocaba adicción y ahora tenían que desacostumbrarle poco a poco. De momento ya le habían bajado considerablemente la dosis y muy pronto sólo tendría que tomar pastillas. El dolor ya no sería tan intenso. Entretanto, el oficial que lo interrogaba tenía que sacárselo todo, hasta la última gota, y debía estar seguro de que decía la verdad. Seguro que aquel «maldito Johnnie-Rojo» le había metido en la cabeza una sarta de mentiras. Gracias a los métodos que actualmente se empleaban, no era difícil alterar la memoria de un hombre, la percepción que tenía de las cosas, los malditos límites de las cosas. Jazz no sabía que hubiera personas que todavía hablaban de esta manera.

Así es que, para asegurarse de que le sacaban lo que debían sacarle, habían empezado por el principio, antes de que Simmons hubiera sido contratado por el Servicio Secreto; en realidad, antes incluso de que hubiera nacido…

El nombre de Simonov no había sido difícil de adoptar, puesto que era el nombre de su padre. A mediados de los años cincuenta, Sergei Simonov desertó y se fue a Occidente, al Canadá. Era monitor de un equipo de patinadores soviéticos que se renovaban constantemente. Había sido un hombre frío y disciplinado mientras vivió entre hielos pero, fuera de ellos, le dio por cometer arbitrariedades y por tomar decisiones precipitadas e imprudentes. Más tarde, ya más calmado, a menudo cambiaba de idea, si bien hay cosas difíciles de rectificar. Una es la deserción.

Una aventura amorosa con una patinadora canadiense armó un cierto ruido e hizo que se encontrara desamparado. Pese a todo, había tenido ofertas de trabajo en Norteamérica y la libertad total constituía para él una experiencia embriagadora. En el curso de un viaje a Nueva York, en el que acompañaba a una compañía de patinadoras, conoció a Elizabeth Fallon, una periodista británica que hacía de corresponsal en los Estados Unidos, de la que se enamoró. Las relaciones fueron tumultuosas y al poco tiempo se casaron. Ella le consiguió un trabajo en Londres y, nueve meses después del día en que sus padres se conocieron en un restaurante serbio de Greenwich Village, nacía Michael J. Simmons en Hampstead.

Siete años más tarde, el 29 de octubre de 1962, el día después de que Kruschev se retirara de Cuba, Sergei entró en la embajada rusa y no volvió a salir. Por lo menos no salió cuando hubieran podido verle. Sus ancianos padres le habían escrito desde un pueblo en las afueras de Moscú, donde la verdad es que no lo estaban pasando demasiado bien. Sergei, por su parte, había pasado por un período de depresión como resultado de su matrimonio, que quedó roto durante un tiempo. Su doble deserción fue otra de sus apresuradas decisiones, típicas de su manera de ser y que lo empujó a volver a casa a fin de comprobar qué podía salvarse del naufragio. Elizabeth Simmons (que había insistido siempre en usar la versión inglesa del apellido) se limitó a decir:

—¡Menudo peso me he quitado de encima! ¡Ojalá que lo lleven a cualquier parte y que no le falte nunca hielo!

Más adelante resultó que su deseo se había cumplido. En el otoño de 1964, una semana antes de que Jazz cumpliera los nueve años, su madre tuvo noticias del departamento del gobierno encargado de comunicarle que Sergei Simonov había sido abatido de un disparo cuando, después de haber matado a un guardián, se disponía a escaparse de un campo de concentración situado cerca de Tura, en la Tunguska siberiana.

Derramó unas cuantas lágrimas en memoria de los buenos ratos pasados juntos y después siguió adelante. Jazz, por su parte…

Jazz quería mucho a su padre, a aquel hombre moreno y apuesto que solía hablarle en dos idiomas, que le había enseñado a patinar y a esquiar cuando todavía era muy pequeño y que le hablaba con tanta vivacidad de su patria, como si quisiera sembrar en él una semilla que con el tiempo fructificaría y haría que amase todo lo que era ruso…, un amor que había persistido hasta ahora. También le hablaba con amargura de las injusticias del sistema, si bien aquel aspecto quedaba más allá de la comprensión del pequeño Jazz. Ahora, sin embargo, cuando no contaba más que nueve años, las palabras de su padre volvían a cobrar vida, adquirían significado e importancia ante sus ojos y entraban en conflicto con su sed de conocimientos. Aquel padre al que Jazz amaba y de quien siempre había sabido que un día volvería, había muerto, y la Rusia que Sergei Simonov amaba era su asesina. A partir de aquel momento el interés de Jazz no se centró tanto en la avasalladora grandeza y en las gentes de la que había sido la patria de su padre sino en la opresión que reinaba en ella.

Jazz había ido a una escuela privada antes de los cinco años y, como era lógico, la asignatura que había elegido como objeto de enseñanza especial, y para la cual había que pagar una matrícula complementaria, era el ruso, lengua en que su padre lo había instruido continuamente. Al cumplir los doce años se hizo evidente que estaba especialmente dotado para el ruso, ya que obtuvo un sobresaliente en un examen especial de esta lengua. A los diecisiete años entró en la universidad, donde consiguió clasificaciones excelentes en ruso y, al cumplir los veinte, comenzó a destacar en matemáticas, asignatura en la que siempre había mostrado tener una gran facilidad y en la que su mente despierta siempre se había distinguido. Un año más tarde su madre moría de leucemia. Como Jazz no estaba interesado en cursar una carrera, buscó trabajo como intérprete-traductor industrial. En sus ratos de ocio dedicaba todo el tiempo de que disponía a los deportes de invierno, que practicaba en todo el mundo, buscando siempre lugares de clima favorable y asequibles a su situación económica particular. Aunque tenía unas cuantas amigas, no le unía relación seria con ninguna.

Más adelante, cuando contaba veintitrés años y pasaba unas vacaciones en el Harz, Jazz conoció a un comandante británico que estaba haciendo un curso de entrenamiento militar de invierno. Este nuevo amigo era miembro del Servicio Secreto destacado en el BAOR y puede decirse que aquel encuentro resultó decisivo. Un año más tarde Jazz se encontraba en Berlín en calidad de NCO
[5]
de aquel mismo cuerpo auxiliar. Pero ni Berlín ni el BRIXMIS eran de su agrado, si bien entonces el Servicio Secreto ya le había puesto los ojos encima y no quería que se arriesgara demasiado. De momento era un mero agente, pero ahora debía empezar a aprender las triquiñuelas del oficio. Se tramitó entonces su desmovilización, que se mantendría durante los seis años siguientes de su vida, para enorme satisfacción de Michael J. Simmons.

A partir de ese momento todo fueron entrenos y más entrenos. Se entrenó en vigilancia, en protección, en huidas, en evasiones, en prácticas militares de invierno, en supervivencia, en el manejo de armas (se convirtió en un buen tirador), en demolición y en combates sin armas. La única cosa que no le podían proporcionar era la experiencia.

Se dispuso que Jazz se trasladase a Moscú, donde actuaría como «intérprete diplomático», cuando surgió «Pill» (surgió o «cayó», según decía la CÍA). Se le relevó de su trabajo original (en cualquier caso, había sido poca cosa más que un ejercicio de entrenamiento) y se le adjudicó la Operación Pill. El Servicio la tenía planeada desde que los soviéticos tenían en marcha el Perchorsk Projekt; los «servicios locales» estaban perfectamente establecidos y funcionaban a las mil maravillas. Jazz fue informado con todo detalle, se trasladó a Moscú bajo el nombre de Henry Parsons, como si fuera un turista corriente y, al cabo de una hora de haber aterrizado, ya estaba provisto de un documento de identidad ruso. Un agente del Servicio Secreto que ya estaba en la URSS se encargó de adoptar la identidad de Parsons (junto con su pasaporte, etc.) y se sirvió de su billete para regresar a Londres.

—¡Uno fuera, otro dentro, y aquí se acaba el cuento! —le había explicado el jefe de informaciones a Jazz—. Es como en el juego del
hokey-cokey
, sólo que aquí no hay pie izquierdo, aquí todos son derechos.

Jazz desconocía muchas cosas de Moscú como uno de los terminales de la red; lo habían mantenido en la ignorancia de manera deliberada, por si acaso. Y lo mismo podía decirse de la estructura de Magnitogorsk, que tenía un departamento de envíos por ferrocarril destinados al Perchorsk Projekt. No acababa de entender por qué ese agente que lo interrogaba se sentía tan irritado al ver que no sabía más de esas cosas. Ésta era la impresión que tenía: que a pesar de haber facilitado todos los detalles posibles, el que preguntaba quería saber más. El simple hecho que lo explicaba todo es que las cosas estaban montadas sobre la base de informar únicamente de lo necesario y en realidad Jazz no necesitaba saber más.

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